Santos Niños Inocentes, mártires
Fecha: 28 de
diciembre
Canonización:
bíblico
Hagiografía: Abel Della Costa
Elogio: Fiesta de los Santos Inocentes, mártires, niños que fueron ejecutados en Belén de Judea por el impío rey Herodes, para que pereciera con ellos el niño Jesús, a quien habían adorado los Magos. Fueron honrados como mártires desde los primeros siglos de la Iglesia, primicia de todos los que habían de derramar su sangre por Dios y el Cordero.
Tradiciones, refranes,
devociones: Una
tradición muy arraigada en varios países católicos es la de la «broma de
inocentes», que toma diversas formas según los sitios, pero que en general
consiste en tratar de que alguien caiga desprevenido en ella. En México, por
ejemplo, se pide dinero ese día y, por supuesto, si el inocente lo prestó,
problema de él... en España se acostumbraba -en la actualidad menos- a dar
noticias falsas por los medios de difusión, etc. Como toda celebración de
mártires, no es un día de luto, sino que expresa el triunfo de la debilidad de
Cristo por sobre la fuerza del mundo.
Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los
magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y
de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado
por los magos.
Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen. (Mt 2,16-18)
Los mártires que celebramos hoy son también, como san Juan Apóstol y san Esteban Protomártir, «comites Christi», escoltas de Cristo, de allí el puesto privilegiado de su celebración, en los días sucesivos a la Natividad. Sin embargo es muy difícil escribir sobre estos pequeños mártires, pequeños nada más que en edad, y doblemente difícil en la actualidad. Las dificultades son de dos órdenes: histórico y teológico.
La dificultad histórica proviene de que éste es el único testimonio que tenemos del hecho, no sólo dentro de la Biblia (en la que sólo Mateo lo cuenta), sino también fuera de ella. Por supuesto que no es esperable que haya un documento firmado por Herodes atribuyéndose tan «gloriosa» decisión como es la aniquilación inmisericorde de unos niños cuyo único pecado era haber nacido en tal fecha y tal lugar; sin embargo, ayudaría más a situar el acontecimiento si alguna crónica de la época contara lo mismo de manera «independiente». Esto ha hecho surgir muchas dudas, sobre todo en el siglo XX, de la «historicidad» del hecho, es decir, de que se trate de un hecho realmente ocurrido y no de un símbolo teológico. No hay nada definido al respecto, y es admisible (no está fuera de otros ejemplos que conocemos por la misma Biblia) que se trate de una «historia simbólica», máxime teniendo en cuenta que sólo la narra san Mateo, y para ponerla en relación con el cumplimiento de Jeremías 31,15. Sin embargo debe notarse que, por lo que conocemos de la historia de Herodes el Grande -a través de las «Antigüedades Judías» de Flavio Josefo y otras fuentes-, fue una persona de carácter cruel, arbitrario y celosísimo, hasta la enfermedad, de su poder. Coincide con los presupuestos necesarios para una decisión como la que toma según san Mateo. Es verdad que Flavio Josefo -que estaba interesado en encontrar ejemplos de lo que dice sobre Herodes- podría haber contado el suceso de Belén, pero ¿lo habrá conocido? Por otra parte, el reinado de Herodes está tan lleno de asesinatos (incluyendo a sus propios hijos), que para quien no sea cristiano, probablemente este de los niños de Belén no tiene más importancia que otros.
En esto incide, por supuesto, la cuestión del número de los
muertos. El modo como lo presenta san Mateo, comparándolo con el clamor en Ramá
por la destrucción del pueblo de Israel (Jr 31,15) hace imaginar un número
enorme de muertos, diríamos que inocultable. Muchos cristianos, cuando se
refieren a los Inocentes, hablan de los «miles» de niños martirizados; en la
liturgia bizantina se habla de 14.000, y en algunos santorales griegos, de
64.000. Lo cierto es que en todo Belén habría, como mucho, unos 1.000
habitantes, comprendiendo todas las edades, lo que reduce el número, según los
que han hecho estos cálculos, a no más de 10 o 20 niños. Por supuesto, esto no
quita importancia real al hecho, pero permite entender por qué fue un dato que
pasó desapercibido, y al que sólo prestaron atención los que, con la mirada
formada en el Antiguo Testamento, supieron leer el sentido profundo de un hecho
histórico aparentemente insignificante. Este dato del número, ampliamente
aceptado en la actualidad, permite imaginar cómo ha sido el proceso que lleva
del hecho histórico al hecho narrado por el Evangelio:
-Hubo una matanza, de escasa relevancia numérica y de alcance
puramente local, pero de gran fiereza, y sobre todo arbitrariedad, que fue
recordada precisamente por estar ligada a los orígenes de Jesús.
-Mateo, escudriñando el Antiguo Testamento con la mirada
«profética» de la primera Iglesia, que buscaba en el AT aquellos rasgos que
permitían ver un «modelo histórico» en relación a los hechos de la vida de
Jesús, relaciona ese recuerdo local de Belén con la profecía de Jeremías
-y sobre esa base interpretativa produce un relato dentro del método judío de explicar la historia de la salvación (un «midrash»): un relato que desarrolla elípticamente una historia en un nuevo contexto; la historia desarrollada en este caso es la matanza ordenada por el Faraón de la que se salva milagrosamente Moisés.
Es decir que si bien san Mateo se ha basado en un recuerdo histórico completamente genuino, ha estilizado los rasgos de la historia para producir una catequesis en la que el lector es llevado a relacionar el nacimiento de Jesús con la nueva y definitiva venida de Moisés, precupación constante de todo este evangelio. De esta «estilización» de la historia proviene que, en ausencia de otros testimonios paralelos, el relato pueda dar la impresión -a quien desconoce el midrash judío- de retratar un acontecimiento meramente esquemático y literario. ¿Por qué no lo contaron los otros evangelios? Porque ninguno de los evangelios fue escrito con intención biográfica, sino siempre (y exclusivamente) catequética, y ninguno de ellos cuenta todo lo que era posible contar de Jesús, sino sólo aquello que servía a comprender su persona y misión dentro de los intereses de predicación de cada uno de los cuatro.
Ahora bien: siendo que no se trata de un acontecimiento ejemplificador fantaseado por san Mateo sino de la muerte real de unos niños reales -10, 20, no importa cuántos- que no eligieron estar allí ni nacer cuando nacieron, la dificultad de orden teológico se vuelve más fuerte: ¿puede considerarse martirio una muerte en la que ellos no pudieron elegir su testimonio? ¿puede aceptarse un Dios tan sanguinario que para nacer «dulcemente en el portal de Belén» necesita semejante baño de sangre inocente? Sería mejor no tener que hacernos estas preguntas, pero son cuestiones que surgen en nuestro espíritu, y no tiene sentido acallarlas por comodidad. A Dios no le ofenden nuestros cuestionamientos, pero ofenderíamos la memoria de los Santos Inocentes si tomáramos a la ligera su sacrificio.
Nosotros, quizás más en la modernidad, pero vale también en toda otra época de la historia, ponemos en el centro de la vida nuestra conciencia y nuestro yo, nuestras decisiones, nuestras elecciones. Sin duda que todo eso es «nuestro» y va creciendo con el tiempo, vamos llegando a ser «más yo». También ese yo va quedando más aislado, apoyado sólo en sí mismo. Por eso una de las cosas que Jesús pide a sus seguidores es que lleguemos, de grandes, a poder ser «como niños». No se trata de la «inocencia» en el sentido de «incapaces de hacer mal» (los niños no son inocentes en ese sentido), sino de la total disposición de su yo, de su total descentramiento y pertenencia a otros -normalmente sus padres-; su mundo es un mundo leído, visto, custodiado por otros; su yo camina -aprende a caminar- en el yo de otros. También así el niño es símbolo eterno del proyecto de Dios para todo hombre: que cada uno llegue a ser libre disposición de sí mismo al misterioso caminar de Dios. Los santos Inocentes no tienen el «mérito» de elegir la muerte, pero en ellos el mérito de Jesús de morir por otros, de morir vicariamente, recibe una primera concreción: obtuvieron, como todo mártir, la perfecta imitación de Cristo, pero casi con el primer aliento de vida. No sabemos si hubieran elegido morir por Cristo si hubieran crecido y se les hubiera podido preguntar, pero sabemos que si nuestro espíritu pudiera estar despojado de tinieblas y egoísmo, siempre elegiría la verdad: sabemos que morimos por la verdad cuando creemos firmemente en ella, y no sólo los mártires de Cristo sino los mártires de toda forma de verdad, de la justicia, del bien, incluso del bien común. Entonces, aunque no sabemos si hubieran muerto por Cristo en su adultez, sí sabemos que no se violentó su espíritu para que realizaran algo para lo que no estuvieran preparados: mueren vicariamente por Cristo, para que él viva y pueda morir vicariamente por ellos.
Pero, ¿necesitaba Dios tanto despliegue de sangre para decir «aquí estoy»? No, no lo necesitaba Dios, sino un mundo sumido en la tiniebla del puro poder. No necesita Dios la muerte de Cristo, la necesita un mundo que reclama de Dios toda su sangre, y no necesita Dios la muerte de los Inocentes, sino que la necesita el mundo, que no puede cobrarse la vida de Dios, sin cobrarse, al mismo tiempo, la de los que son de Dios. Sin ninguna afectación, sino con total realismo dirá Jesús en Jn 15,20: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros». Los Inocentes no son una excepción a esa regla.
Unas palabras sobre la celebración litúrgica en sí misma: la fiesta está atestiguada para toda la Iglesia desde el siglo VI, sin embargo, es anterior. Es mencionada por distintos escritores eclesiásticos, entre ellos san Agustín, y aparece también en la enumeración del Martirologio Jeronimiano. Sin embargo, según parece, antes de evocarse a los niños inocentes de Belén, esta fiesta evocaba, como compañeros de Cristo, a los niños que habían sido recientemente bautizados y habían muerto, y por tanto posiblemente en su origen no tuvo relación con los Inocentes de Belén. El Martirologio Jeronimiano habla vagamente de «natale sanctorum infantium et lactantium», «nacimiento [en el cielo, es decir, muerte] de los santos infantes y lactantes», y en parecido sentido parece que se pronuncia san Agustín en algunos sermones.
Bibliografía: Sobre la cuestión exegética puede
consultarse un muy escueto resumen en Comentario Bíblico San Jerónimo, Vol. 3
(Ev de san Mateo); más desarrollado y profundo -también más actualizado- el
tratamiento del tema en «El nacimiento del Mesías» de Raymond Brown (aunque se
trata de una vista previa del libro a la que le faltan, por consiguiente,
páginas, puede leerse con comodidad el capítulo dedicado a los Inocentes en la
Biblioteca de Google). La cuestión teológica está bien desarrollada por José
María Valverde en el santoral de BAC «Año Cristiano»; el texto se reproduce
completo en Mercabá (el texto es de 1966, pero se vuelve a editar en el «Año
Cristiano» de 2003), hay allí mismo otros dos escritos de los que no se da el
autor, pero su contenido ayuda correctamente a pensar el tema; también puede
ser interesante dar una leída a una homilía de Mons. Romero, del 28 de
diciembre de 1977 donde desarrolla de una manera sencilla pero profunda la
teología del martirio de los Inocentes. Sobre la cuestión de la fiesta en los
martirologios antiguos ver Butler-Guinea, tomo IV, pág. 630-31.
Imágenes: el primer cuadro es un ícono griego y el segundo la
«Virgen con el niño circundada por la corona de Inocentes» de Peter Rubens
(1618), que se encuentra en el Museo del Louvre, París.
Abel Della Costa
Ingreso o última modificación
relevante: ant 2012
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