San Juan Crisóstomo, obispo
y doctor de la Iglesia (memoria obligatoria)
Fecha: 13 de septiembre
fecha en el calendario anterior: 27 de enero
n.: c. 349 - †: 407 - país: Turquía
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
Elogio: Memoria de san Juan, obispo de Constantinopla y doctor de la Iglesia,
antioqueno de nacimiento, que, ordenado presbítero, llegó a ser llamado
«Crisóstomo» por su gran elocuencia. Gran pastor y maestro de la fe en la sede
constantinopolitana, fue desterrado de la misma por insidias de sus enemigos, y
al volver del exilio por decreto del papa san Inocencio I, como consecuencia de
los malos tratos recibidos de sus guardianes durante el camino de regreso,
entregó su alma a Dios en Cumana, localidad del Ponto, el catorce de
septiembre.
Patronazgos: patrono de los predicadores y oradores.
Refieren a
este santo: San Anisio de Tesalónica, San Cromacio de Aquilea, San Gaudencio de Brescia, San Juan Casiano, San Maruta de Martirópolis, San Nilo, Santa Olimpíada, San Proclo de Constantinopla, Santos Tigrio y Eutropio
Oración: Oh Dios, fortaleza de los que esperan en
ti, que has hecho brillar en la Iglesia a san Juan Crisóstomo por su admirable
elocuencia y su capacidad de sacrificio, te pedimos que, instruidos por sus
enseñanzas, nos llene de fuerza el ejemplo de su valerosa paciencia. Por
nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del
Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración
litúrgica).
Este incomparable maestro recibió después
de su muerte el nombre de «Crisóstomo» o «Boca de Oro», en recuerdo de sus
maravillosos dones de oratoria. Pero su piedad y su indomable valor son títulos
todavía más gloriosos que hacen de él uno de los más grandes pastores de la
Iglesia. San Juan nació en Antioquía de Siria, alrededor del año 347. Era hijo
único de Segundo, comandante de las tropas imperiales. Su madre, Antusa, que
quedó viuda a los veinte años, consagraba su tiempo a cuidar de su hijo, de su
hogar, y a los ejercicios de piedad. Su ejemplo impresionó tan profundamente a
uno de los maestros de Juan, famoso sofista pagano, que no pudo contener la
exclamación: «¡Qué mujeres tan extraordinarias produce el Cristianismo!» Antusa
escogió para su hijo los más notables maestros del Imperio. La elocuencia
constituía en aquella época una de las más importantes disciplinas. Juan la
estudió bajo la dirección de Libanio, el más famoso de los oradores de su
tiempo, y pronto superó a su propio maestro. Cuando preguntaron a Libanio en su
lecho de muerte quién debía sucederle en el cargo, respondió: «Yo había
escogido a Juan, pero los cristianos nos le han arrebatado».
De acuerdo con la costumbre de la época,
Juan no recibió el bautismo sino hasta los veintidós años, cuando era
estudiante de leyes. Poco después, junto con sus amigos Basilio, Teodoro (que
fue más tarde obispo de Mopsuesta) y algunos otros, empezó a frecuentar una
escuela para monjes, donde estudió bajo la dirección de Diodoro de Tarso y, el
año 374, ingresó en una de las comunidades de ermitaños de las montañas del sur
de Antioquía. Más tarde escribió un vivido relato de las austeridades y pruebas
de esos monjes. Juan pasó cuatro años bajo la dirección de un anciano monje
sirio, y después vivió dos años solo, en una cueva. La humedad le produjo una
grave enfermedad, y para reponerse tuvo que volver a la ciudad, en el 381. Ese
mismo año recibió el diaconado de manos de san Melecio. En 386, el obispo
Flaviano le confirió el sacerdocio y le nombró predicador suyo. Juan tenía
entonces alrededor de cuarenta años. Durante doce años, desempeñó este oficio y
cargó con la responsabilidad de representar al anciano obispo. Juan consideraba
como su primera obligación el cuidado y la instrucción de los pobres, y jamás dejó
de hablar de ellos en sus sermones y de incitar al pueblo a la limosna. Según
los propios cálculos del santo, Antioquía tenía entonces unos cien mil
cristianos y otros tantos paganos. Juan les alimentaba con la palabra divina,
predicando varias veces por semana y aun varias veces al día en algunas
ocasiones. Cuando el emperador Teodosio I se vio obligado a imponer un nuevo
tributo a causa de la guerra con Magno Máximo, los antioquenses se rebelaron y
destrozaron las estatuas del emperador, de su padre, de sus hijos y de si
difunta esposa, sin que los magistrados pudiesen impedirlo. Pero pasada la
tempestad, el pueblo empezó a reflexionar en las posibles consecuencias de sus
actos, y el terror se apoderó de todos, y aumentó cuando se presentaron en la ciudad
dos oficiales de Constantinopla que venían a imponer el castigo del emperador
al pueblo. A pesar de su edad, el obispo Flaviano partió bajo la más violenta
tempestad del año, a pedir clemencia al emperador, quien, movido a compasión,
perdonó a los ciudadanos de Antioquía. Entre tanto, san Juan había estado
predicando la más notable serie de sermones en su carrera, es decir, las
veintiuna famosas homilías «De las estatuas». En ellas se manifiesta la
extraordinaria comunicación que el orador creaba con sus oyentes y la
conciencia que tenía del poder de su palabra para hacer el bien. No hay duda de
que la cuaresma del año 387, en la que san Juan Crisóstomo predicó esas
homilías, modificó el curso de su carrera y que, a partir de ese momento, su
oratoria se convirtió, aun desde el punto de vista político, en una de las
grandes fuerzas que movían el Imperio. Después de la tormenta, el santo
continuó su trabajo con la energía de siempre; pero Dios le llamó pronto a
glorificar su nombre en otro puesto, donde le reservaba nuevas pruebas y nuevas
coronas.
A la muerte de Nectario, arzobispo de
Constantinopla, en 397, el emperador Arcadio, aconsejado por Eutropio, su ayuda
de cámara, resolvió apoyar la candidatura de san Juan Crisóstomo a dicha sede.
Así pues, dio al conde d'Este la orden de enviar a san Juan a Constantinopla,
pero sin publicar la noticia para evitar un levantamiento popular. El conde fue
a Antioquía; ahí pidió al santo que le acompañase a las tumbas de los mártires
en las afueras de la ciudad, y entonces dio a un oficial la orden de
transportar al predicador lo más rápidamente posible a la ciudad imperial, en
un carruaje. El arzobispo de Alejandría, Teófilo, hombre orgulloso y
turbulento, había ido a Constantinopla a recomendar a un protegido suyo para la
sede, pero tuvo que desistir de sus intrigas, y san Juan fue consagrado por él
mismo, el 26 de febrero del año 398.
En la administración de su casa, el santo
suprimió los gastos que su predecesor había considerado necesarios para el
mantenimiento de su dignidad, y consagró ese dinero al socorro de los pobres y
la ayuda a los hospitales. Una vez puesta en orden su casa, el nuevo obispo
emprendió la reforma del clero. A sus exhortaciones, llenas de celo, añadió las
disposiciones disciplinarias, aunque es preciso reconocer que, por necesarias
que éstas hayan sido, su severidad revela cierta falta de tacto. El santo era
un modelo exacto de lo que exigía de los otros. La falta de modestia de las
mujeres en aquella alegre capital, provocó la indignación del obispo, quien les
hizo ver cuan falsa y absurda era la excusa de que se vestían así porque no
veían en ello ningún daño. La elocuencia y el celo del Crisóstomo movieron a
penitencia a muchos pecadores y convirtieron a numerosos idólatras y herejes.
Los novacianos criticaron su bondad con los pecadores, pues el santo les
exhortaba al arrepentimiento con la compasión de un padre, y acostumbraba
decirles: «Si habéis caído en el pecado más de una vez, y aun mil veces, venid
a mí y yo os curaré». Sin embargo, era muy firme y severo en el mantenimiento
de la disciplina, y se mostraba inflexible con los pecadores impenitentes. En
cierta ocasión, los cristianos fueron a las carreras un Viernes Santo y
asistieron a los juegos el Sábado Santo. El virtuoso obispo se sintió
profundamente herido, y el Domingo de Pascua predicó un ardiente sermón «Contra
los juegos y los espectáculos del teatro y del circo». La indignación le hizo
olvidar la fiesta de la Pascua, y su exordio fue un llamamiento conmovedor. Se
han conservado numerosos sermones de san Juan Crisóstomo, demostrando que no se
equivocan quienes le consideran como el mayor orador de todos los tiempos, a
pesar de que su lenguaje, especialmente en sus últimos años, era excesivamente
violento y combalivo. Como alguien ha dicho, «en algunas ocasiones, san Juan
Crisóstomo casi grita a los pecadores», y hay razones para pensar que sus
ataques contra los judíos, por motivados que fuesen, causaron en parte los
sangrientos combates cutre éstos y los cristianos de Antioquía. No todos los
que se oponían al obispo eran malos; había entre ellos algunos cristianos
buenos y serios, como el que un día sería san
Cirilo de Alejandría.
Otra de las actividades a las que el
arzobispo consagró sus energías fue la fundación de comunidades de mujeres
piadosas. Entre las santas viudas que se confiaron a la dirección de este gran
maestro de santos, probablemente sea la más ilustre la noble santa
Olimpia. San Juan
Crisóstomo no se limitaba a mirar por los fieles de su rebaño, sino que
extendía su celo a las más remotas legiones. Así, envió a un obispo a
evangelizar a los escitas nómadas, y a un hombre admirable a predicar a los
godos. Palestina, Persia y muchas otras provincias distantes sintieron los
benéficos efectos de su celo. El santo obispo se distinguió también por su
extraordinario espíritu de oración, virtud ésta que predicó incansablemente,
exhortando a los mismos laicos a recitar el oficio divino a media noche:
«Muchos artesanos -decía- tienen que levantarse a trabajar a media noche, y los
soldados vigilan cuando están de guardia; ¿por qué no hacéis vosotros lo mismo
para alabar a Dios?» Grande fue también la ternura con que el santo hablaba del
admirable amor divino, manifestado en la Eucaristía, y exhortaba a los fieles a
la comunión frecuente. Los negocios públicos exigieron a menudo la
participación de san Juan Crisóstomo; por ejemplo, a la caída del ayuda de
cámara y antiguo esclavo Eutropio, en el 399, predicó un famoso sermón en
presencia del odiado cortesano, quien se había refugiado en la catedral, detrás
del altar. El obispo exhortó al pueblo a perdonar al culpable, ya que el mismo
emperador, a quien habían injuriado directamente, le había perdonado. Como dijo
el santo, en adelante no tendrían derecho a esperar que Dios les perdonase, si
no perdonaban entonces a quien necesitaba de misericordia y de tiempo para
hacer penitencia.
Pero San Juan Crisóstomo tenía todavía que
glorificar a Dios con sus sufrimientos, como lo había hecho con sus trabajos.
Y, si miramos el misterio de la cruz con ojos de fe, reconoceremos que el santo
se mostró más grande en las persecuciones contra él que en todos los otros
actos de su vida. Su principal adversario eclesiástico fue el arzobispo Teófilo
de Alejandría antes mencionado, que tenía muchos cargos contra su hermano de
Constantinopla. Enemigo no, menos peligroso era la emperatriz Eudoxia. San Juan
había sido acusado de haberla llamado «Jezabel», y la malevolencia de algunos
vio un ataque a la emperatriz en el sermón del obispo contra la malicia y
vanidad de las mujeres de Constantinopla. Sabiendo que el obispo Teófilo no
quería al Crisóstomo. Eudoxia se unió a él en una conspiración para deponer al
obispo de Constantinopla. Teófilo llegó a dicha ciudad en junio del 403,
acompañado de varios obispos egipcios; se negó a alojarse en la casa del santo
y reunió un conciliábulo de treinta y seis obispos en una casa de Calcedonia
llamada «La Encina». Las principales razones que se alegaban para deponer a
Juan eran que había depuesto a un diácono por haber golpeado a un esclavo; que
había llamado reprobos a algunos miembros de su clero; que nadie sabía cómo
empleaba sus rentas; que había vendido algunos objetos que pertenecían a la
iglesia; que había depuesto a varios obispos fuera de su provincia; que comía
solo, y que daba la comunión a quienes no observaban el ayuno eucarístico.
Todas las acusaciones eran falsas, o carecían de importancia. San Juan reunió
un concilio legal en la ciudad, y se rehusó a comparecer ante el conciliábulo
de «La Encina». En vista de ello, el conciliábulo procedió a firmar la
sentencia de deposición y a enviarla al emperador, añadiendo que el santo era
reo de traición, probablemente por haber llamado «Jezabel» a la emperatriz. El
emperador dio la orden de destierro contra san Juan Crisóstomo.
Constantinopla vivió tres días de gran
agitación, y el Crisóstomo lanzó un vigoroso manifiesto desde el pulpito:
«Violentas tempestades me acosan por todas partes -dijo-; pero no las temo,
porque mis pies descansan sobre la roca. El mar rugiente y las gigantescas olas
no pueden hacer naufragar la nave de Jesucristo. No temo la muerte, que
considero como una ganancia; ni el destierro, porque toda la tierra es del
Señor; ni la pérdida de mis bienes, porque vine desnudo al mundo y desnudo
partiré de él». El obispo declaró que estaba pronto a dar su vida por sus
ovejas, y que todos sus sufrimientos provenían de que no se había ahorrado
trabajo alguno para ayudar a sus cristianos a salvarse. Después de este sermón
se entregó espontáneamente, sin que el pueblo lo supiera, y un legado del
emperador le condujo a Preneto de Bitinia. Pero el primer destierro fue de
corta duración. La ciudad sufrió un ligero terremoto que aterrorizó a la
supersticiosa Eudoxia, quien rogó a Arcadio que hiciese volver al Crisóstomo
del exilio. El emperador le dio permiso de que escribiese el mismo día una
carta, en la que la emperatriz rogaba al santo que volviera y aseguraba no
haber tenido parte en el decreto de destierro. Toda la ciudad salió a recibir a
su obispo, y el Bósforo se cubrió de relucientes antochas. Teófilo y sus
secuaces huyeron esa misma noche.
Pero el buen tiempo duró poco. Frente a la
iglesia de Santa Sofía se había erigido una estatua de plata de la emperatriz;
los juegos públicos celebrados con motivo de la dedicación de la estatua
perturbaron la liturgia y produjeron desórdenes y manifestaciones
supersticiosas. El Crisóstomo había predicado frecuentemente contra los
espectáculos licenciosos. En esta ocasión, habían tenido lugar en un sitio que
los hacía todavía más inexcusables. Para que nadie pudiera acusarle de que
aprobase el abuso tácitamente, el santo obispo habló atacando los espectáculos
con la libertad y el valor que le caracterizaban. La vanidosa emperatriz tomó
esto como un ataque personal, y volvió a convocar a los enemigos de san Juan.
Teófilo no se atrevió a acudir, pero envió a tres legados. Este nuevo
conciliábulo apeló a ciertos cánones de un concilio arriano de Antioquía contra
san Atanasio, que mandaba que ningún obispo que hubiese sido depuesto por un sínodo
pudiese volver a tomar posesión de su sede, sino por decreto de otro sínodo.
Arcadio ordenó al santo que se retirara de su diócesis, pero éste se negó a
abandonar el rebaño que Dios le había confiado, a no ser por la fuerza. El
emperador mandó que sus tropas echasen a los fieles fuera de las iglesias el
Sábado Santo. Los templos fueron profanados con el derramamiento de sangre y se
produjeron otros ultrajes. El santo escribió al papa san Inocencio I, rogándole
que invalidase las órdenes del emperador, que eran notoriamente injustas.
También escribió a otros obispos del Occidente pidiéndoles su apoyo. El Papa
escribió a Teófilo exhortándole a comparecer ante un concilio que debía dictar
la sentencia, de acuerdo con los cánones de Nicea. Igualmente dirigió algunas
cartas a san Juan Crisóstomo, a sus fieles y algunos de sus amigos, con la
esperanza de que el nuevo concilio lo arreglaría todo. Lo mismo hizo Honorio,
emperador del Occidente. Pero Arcadio y Eudoxia lograron impedir que el
concilio se reuniese, pues Teófilo y otros cabecillas de su facción temían la
sentencia.
Crisóstomo solamente pudo permanecer en
Constantinopla hasta dos meses después de la Pascua. El miércoles de
Pentecotés, el emperador firmó la orden de destierro. El santo se despidió de los
obispos que le habían permanecido fieles y de santa Olimpia y las demás
diaconisas, que estaban desoladas al verle partir, y abandonó su diócesis
furtivamente para evitar una sedición. Llegó a Nicea de Bitinia el 20 de junio
de 404. Después de su partida, un incendio consumió la basílica y el senado de
Constantinopla. Muchos de los partidarios del santo obispo fueron torturados
para que descubrieran a los causantes del incendio, pero no se consiguió
averiguar nada. El emperador determinó que san Juan Crisóstomo permaneciese en
Cucuso, pequeña aldea de las montañas de Armenia. El santo partió de Nicea en
julio, y debió sufrir mucho a causa del calor, la fatiga y la brutalidad de los
soldados. Después de setenta días de viaje, llegó a Cucuso, donde el obispo del
lugar y todo el pueblo cristiano rivalizaron en las muestras de respeto y
cariño que le prodigaron. Han llegado hasta nosotros las cartas que san Juan
Crisóstomo escribió desde el destierro a santa Olimpia y a otras personas, así
como el tratado que dedicó a dicha santa: «Que nadie puede hacer daño a aquél
que no se hace daño a sí mismo». Entretanto, el papa Inocencio y el emperador
Honorio habían enviado cinco obispos a Constantinopla para preparar el
concilio, exigiendo al mismo tiempo que el santo continuase en el gobierno de
su diócesis, hasta ser juzgado. Pero dichos obispos fueron hechos prisioneros
en Tracia, pues el partido de Teófilo (Eudoxia había muerto en octubre a
resultas de un mal parto) sabía muy bien que el concilio les condenaría. Los
partidarios de Teófilo consiguieron también que el emperador desterrase a san
Juan a Pitio, un lugar todavía más lejano en el extremo oriental del Mar Negro.
Dos oficiales partieron con el encargo de conducirle hasta allá. Uno de ellos
conservaba todavía un resto de compasión humana, pero el otro era incapaz de
dirigirse al obispo en términos correctos. El viaje fue extremadamente penoso,
ya que el calor hacía sufrir mucho al anciano obispo, y los oficiales
imperiales le obligaban a marchar en las horas de sol abrasador. Al pasar por
Comana de Capadocia, el santo iba ya muy enfermo. Esto no obstante, los
oficiales le obligaron a arrastrarse hasta la capilla de San Basilisco, unos
diez kilómetros más lejos. Durante la noche, san Basilisco se apareció a san Juan
y le dijo: «Animo, hermano mío, que mañana estaremos juntos». Al día siguiente,
sintiéndose exhausto y muy enfermo, el obispo rogó a los oficiales que le
dejasen reposar un poco más. Estos se rehusaron a concederle esa gracia. Apenas
habían caminado siete kilómetros, vieron que el obispo estaba entrando en
agonía y le condujeron de nuevo a la capilla. Ahí el clero le revistió los
ornamentos episcopales, y el santo recibió los últimos sacramentos. Pocas horas
más tarde, pronunció sus últimas palabras: «Sea dada gloria a Dios por todo», y
entregó su alma. Era el día de la Santa Cruz, 14 de septiembre de 407.
Al año siguiente, el cuerpo de san Juan
Crisóstomo fue trasladado a Constantinopla. El emperador Teodosio II y su
hermana santa Pulqueria acompañaron en procesión el cadáver junto con el
arzobispo san Patroclo, pidiendo perdón por el pecado de sus padres, que tan
ciegamente habían perseguido al siervo de Dios. El cuerpo del santo fue
depositado en la iglesia de los Apóstoles el 27 de enero. En la Iglesia
bizantina, san Juan Crisóstomo es uno de los tres Santos Patriarcas y Doctores
Universales; los otros dos son san Basilio y san Gregorio Nazianceno. La
Iglesia de Occidente cuenta también a san Atanasio en el grupo de los grandes
doctores griegos. En 1909, San Pío X declaró a san Juan Crisóstomo patrono de
los predicadores. Su nombre está incluido en la liturgia eucarística de los
ritos bizantino, sirio, caldeo y maronita.
Nuestras principales fuentes sobre la vida
de san Juan son el Diálogo de Paladio (a quien el abad Cuthbert Butler y casi
todos los historiadores recientes identifican con el autor de la Historia
Lausiaca), los detalles autobiográficos que se encuentran en las propias
homilías y cartas del santo, las historias eclesiásticas de Sócrates y
Sozomeno, y un panegírico atribuido a un tal Martirio. La literatura sobre san
Juan Crisóstomo es, naturalmente, enorme. La mejor biografía que podemos
recomendar, sobre todo por el admirable sentido histórico con que el autor
sitúa al santo en su tiempo, es la de Mons. Duchesne en su Histoire ancienne de
L'Eglise, vols. II y III; pero la biografía definitiva es la de Dom C. Baur,
Der hl. Johannes Chrysostomus und seine Zeit (2 vols., 1929-1930). En el
volumen II de la Patrología de Quasten, edición BAC, puede leerse una amplia y
detallada introducción, tanto a la persona como a la obra del gran Doctor. En
el Oficio de Lecturas se utilizan muchísimos fragmentos de su obra -es,
posiblemente, uno de los autores más utilizados-; he aquí son algunos
ejemplos: Al
adornar el templo, no desprecies al hermano necesitado, Si
somos ovejas, vencemos; si nos convertimos en lobos, somos vencidos, El
valor de la sangre de Cristo.
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_3300
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