sábado, 27 de agosto de 2022

San Pedro Claver, religioso presbítero

 

 

San Pedro Claver, religioso presbítero

 (memoria litúrgica)

Fecha: 9 de septiembre

n.: 1580 - †: 1654 - país: Colombia

Canonización: B: Pío IX 21 sep 1851 - C: León XIII 15 ene 1888

Hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

 

Elogio: San Pedro Claver, presbítero de la Orden de la Compañía de Jesús, que en Nueva Cartagena, ciudad de Colombia, durante más de cuarenta años consumió su vida con admirable abnegación y eximia caridad para con los esclavos negros, y bautizó con su propia mano a casi trescientos mil de ellos.

Patronazgos: patrono de Colombia.

Refieren a este santo: San Alonso Rodríguez, Beato Antonio Baldinucci


Oración: Oh Dios, que fortaleciste a San Pedro Claver con admirable caridad y paciencia para ser esclavo de los esclavos; concédenos por su intercesión buscar lo que es de Jesucristo amando a nuestros hermanos con obras y de verdad. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).


Inglaterra tomó en cierta manera parte en la abolición del tráfico de esclavos, pero también fueron los ingleses quienes, por medio de personajes tan infames como Sir John Hawkins, desempeñaron una parte muy importante en el establecimiento de ese mismo tráfico entre el África y el Nuevo Mundo, en el siglo dieciséis. Y entre los verdaderos héroes que dieron sus vidas en defensa de las víctimas de aquella siniestra explotación, pertenecientes a países que no recibieron las doctrinas de la Reforma, el más grande de todos fue, sin duda, san Pedro Claver, natural de aquella España católica, que por entonces se hallaba en el apogeo de su gloria y su poder, pero que no era, para la mayoría de los ingleses más que un país de piratas, de imperialistas sin escrúpulos y de una religión supuestamente cruel, a juzgar por el Tribunal de la Inquisición, sobre el que corrían fantásticas versiones en Inglaterra. Pedro nació en la ciudad de Verdú, en la región de Cataluña, hacía 1581 y, como desde chico dio muestras de poseer grandes cualidades de inteligencia y de espíritu, se le destinó a la Iglesia y se le mandó a estudiar a la Universidad de Barcelona. Ahí terminó sus estudios con toda clase de distinciones y, tras de recibir las órdenes menores, decidió llevar a cabo su determinación de ofrecerse a la Compañía de Jesús, que lo recibió de buen grado. A la edad de veinte años, hizo su noviciado en Tarragona; de ahí fue enviado al colegio de Montesione, en Palma de Mallorca. Entonces se produjo el encuentro con san Alfonso Rodríguez, el portero del colegio, con una reputación de santidad muy por encima de su humilde oficio; un encuentro que fijó el rumbo en la vida de Pedro Claver. Desde entonces, estudió la ciencia de los santos a los pies del hermano lego; y Alfonso, a medida que conocía más a fondo al joven estudiante, apreciaba mejor sus cualidades y veía en él, cada vez con mayor claridad, al hombre indicado para una tarea nueva, ardua y descuidada por completo hasta aquel momento. Alfonso encendió en la mente y el corazón de Pedro la idea de acudir en socorro de los miles y miles que se hallaban sin recursos espirituales en las colonias del Nuevo Mundo. Años más tarde, Pedro Claver reveló que san Alfonso no sólo le había vaticinado que iría a América, sino que le indicó exactamente los lugares donde habría de trabajar. Impulsado por aquellas exhortaciones, Pedro habló con su provincial a fin de ofrecerse para las misiones en las Indias Occidentales y se le respondió que, a su debido tiempo, sus superiores decidirían sobre su vocación. Por lo pronto, se le envió a Barcelona para estudiar teología y, al cabo de dos años, tras una nueva solicitud, se le nombró para que representase a la provincia de Aragón en la misión de jesuitas españoles que se enviaba a la colonia de Nueva Granada. Dejó para siempre las tierras de España en abril de 1610 y, tras un viaje azaroso y lento, desembarcó en Cartagena, en territorio de lo que hoy es la república de Colombia. En seguida, pasó a la casa de los jesuitas en Santa Fe para completar sus estudios de teología, y se le utilizó lo mismo como enfermero y sacristán que como portero o cocinero. Después, se trasladó a la nueva casa de la Compañía en Tunja, a fin de hacer su Tercera Probación y, en 1615, regresó a Cartagena, donde fue ordenado sacerdote.

Por aquel entonces, ya hacía cerca de un siglo que funcionaba en las dos Américas el tráfico de esclavos que tenía su centro principal en el puerto de Cartagena, el cual, por su situación, se prestaba para establecer ahí una especie de almacén para la mercadería humana. Por otra parte, el mercado de esclavos acababa de recibir gran incremento al descubrirse que los indígenas carecían de la resistencia física necesaria para soportar el recio trabajo en las minas de oro y plata y, en consecuencia, había gran demanda de negros de Angola y del Congo. A éstos los adquirían los tratantes en África occidental, a razón de dos coronas por cabeza, cuando no los cambiaban por algunas provisiones, y los vendían en América por doscientas coronas cada uno. Las condiciones en que los esclavos se transportaban a través del Atlántico, eran increíblemente crueles e inhumanas; baste señalar que los tratantes calculaban que una tercera parte de cada cargamento se perdía por la muerte de los esclavos; pero a pesar de todo eso, cada año desembarcaba en Cartagena un promedio de diez mil esclavos vivos. El papa Pablo III y otras muchas autoridades y personajes mundiales condenaron el enorme crimen, pero continuó el florecimiento de la «suprema vileza», como calificó el pontífice Pío IX al tráfico de esclavos. Lo más que llegaron a hacer los propietarios en respuesta a los incesantes llamados de la Iglesia, fue hacer bautizar a sus esclavos, y aquella medida resultó contraproducente. Los negros no recibían ninguna instrucción religiosa, no obtenían ninguna protección contra sus explotadores ni alivio alguno a su miserable condición, de manera que llegaron a considerar el bautismo como el signo y el símbolo de su opresión y su infortunio. El clero era impotente para remediar ese estado de cosas y no hacía más que protestar y dedicarse lo más posible a desempeñar su ministerio individualmente, a dar remedio corporal y material a la mayor cantidad de seres entre aquellos cientos de miles de hombres, mujeres y niños que sufrían. Los sacerdotes no tenían fondos de caridad a su disposición, no contaban con el apoyo de gente bien dispuesta; casi siempre tropezaban con los obstáculos y barreras que les ponían los propietarios, o se desalentaban ante la evidente hostilidad de los traficantes y, a menudo, se veían rechazados por los mismos negros a los que querían ayudar.

Cuando el padre Claver fue ordenado en Cartagena, conducía el movimiento de ayuda a los esclavos un gran misionero jesuita que pasó cuarenta años a su servicio, el padre Alfonso de Sandoval. Después de trabajar bajo sus órdenes, el joven Pedro Claver se comprometió a «ser el esclavo de los negros para siempre». No obstante que era tímido por naturaleza y no tenía mucha confianza en sí mismo, se lanzó con absoluta decisión al trabajo y se entregó a él, no con un entusiasmo delirante y desencaminado, sino con método y auténtica tenacidad. Se procuró numerosos ayudantes, voluntarios o por paga y, tan pronto como un barco cargado de esclavos entraba en el puerto, acudía Pedro Claver a esperarlo en los muelles. A los negros se les desembarcaba y, tras un recuento para comprobar las bajas, se les encerraba en corrales o terrenos cercados, a donde acudían los «mirones», como los llama el padre de Sandoval, «atraídos por la curiosidad, pero sin atreverse a acercarse demasiado». Centenares de hombres que, durante varias semanas habían estado apiñados en las estrechas bodegas de un barco, sin recibir siquiera los cuidados mínimos que se prodigan a un cargamento de ganado, eran amontonados de nuevo en espacios cercados, los buenos y sanos mezclados con los enfermos y los moribundos, bajo un sol abrasador, en un clima insoportable por su calor y humedad. Era tan horrible el espectáculo y tan repugnantes las condiciones, que un amigo del padre Claver que le acompañó una vez, no se atrevió a volver y, el propio padre de Sandoval, como se ha escrito en una de las «relaciones» de su provincia, «al tener noticias de que iba a llegar a puerto un cargamento de esclavos, comenzaba a sudar frío mientras una palidez de muerte le desteñía la piel, al recordar las tremendas fatigas y el trabajo indescriptible de las ocasiones anteriores. Las experiencias y las prácticas de varios años no pudieron habituarlo a tanto dolor». Por aquellos corrales, cercados o cobertizos, se adentraba Pedro Claver, cargado con medicinas y alimentos, con pan, aguardiente, limones, tabaco y otras cosas que pudiese distribuir entre los negros. Muchos de ellos estaban demasiado asustados o demasiado enfermos para aceptar los regalos. «Primero tenemos que hablar con ellos con nuestras manos y después tratamos de comunicarnos con ellos por la palabra», decía el padre Claver. Al encontrarse con algún moribundo, se detenía para bautizarlo y también reunía a todos los niños nacidos durante el viaje para que recibiesen el bautismo. En todo el tiempo que los negros pasaban en aquellos corrales, tan estrechamente apiñados que, en realidad, tenían que dormir uno pegado al otro, san Pedro Claver permanecía con ellos, ocupado en atender los cuerpos de los enfermos y las almas de todos.

A diferencia de la mayoría de los clérigos, el padre Claver no consideraba que su ignorancia de la lengua le eximiera de la obligación de instruirlos en las verdades de la religión, las reglas de la moral y las palabras de Cristo que llevaban a sus espíritus el consuelo indispensable. Para sus comunicaciones, el padre contaba con siete intérpretes, uno de los cuales hablaba cuatro dialectos africanos y, con su ayuda, instruía a los esclavos y los preparaba para el bautismo en grupos e individualmente. «Eran seres muy atrasados y lentos para comprender», decía el padre Claver, y agregaba que él mismo tenía dificultades insuperables para aprender la lengua y darse a entender. Por eso recurría a las estampas e imágenes de Nuestro Señor en la cruz o bien unas ingenuas ilustraciones que presentaban a los Papas, príncipes y otros grandes personajes «blancos» que observaban regocijados cómo se bautizaba a un negro. Pero sobre todo, trataba de infundir en ellos cierto grado de respeto propio, de dignidad, para darles por lo menos una idea del valor altísimo que tiene un ser humano redimido por la sangre de Cristo, aun cuando fueran despreciados y explotados como esclavos. Asimismo, para despertar en ellos el dolor y el arrepentimiento por sus culpas y sus vicios, les mostraba una espantable representación del infierno que esgrimía con gesto amenazador, como una advertencia. Después, dándose a entender cómo podía, les aseguraba que se les amaba mucho más de lo que ellos pudieran pensar y que el amor de Dios no debía ser ultrajado por la práctica del mal, por el odio y por la sensualidad. Era necesario tomar a cada uno en particular y repetirle hasta el cansancio la más simple de las enseñanzas, como la de hacer el signo de la cruz o aprender las palabras de la breve oración que todos debían saber: «Jesucristo, Hijo de Dios, Tú serás mi Padre y mi Madre y todo mi bien. Yo te amo. Me duele haber pecado contra Ti. Señor, te quiero mucho, mucho, mucho». Las dificultades con que tropezaba para enseñar, quedan demostradas por el hecho de que en los bautismos colectivos a cada grupo de diez catecúmenos se les daba el mismo nombre para que lo recordaran. Se calcula que, en cuarenta años, san Pedro Claver instruyó y bautizó de esta manera a más de 300.000 esclavos. Cuando había tiempo y ocasión, les enseñaba también con grandes trabajos lo que significaba el sacramento de la penitencia y la manera de practicarlo; se afirma que en un año oyó las confesiones de unos cinco mil negros. Infatigablemente se esforzaba por convencerlos de que debían evitar las ocasiones de pecado y, con el mismo empeño, insistía ante los propietarios para que se preocuparan por el alma de sus esclavos. El sacerdote llegó a ser la representación de la fuerza moral en Cartagena y se cuenta la historia de un negro que consiguió librarse del asedio de una mujer liviana en las calles de la ciudad tan sólo con decirle: «¡Cuidado! ¡Allá viene el padre Claver!»

Cuando por fin a los esclavos se les reunía para enviarlos a las ruinas y las plantaciones, San Pedro se desvivía por infundirles sus recomendaciones y consejos, puesto que le sería muy difícil volver a verlos. Tenía una confianza absoluta de que Dios velaría por ellos y, a diferencia de algunos reformadores sociales de tiempos posteriores, no pensaba que ni aun el más brutal de los propietarios de esclavos, fuese un bárbaro despreciable al que no podía llegar la misericordia de Dios. También los dueños de plantaciones, los encomenderos y los hacendados tenían almas iguales a las de los negros, por eso san Pedro apelaba a las almas de los señores del lugar para que administraran justicia física y espiritual, no tanto por el bien de los demás como por el suyo propio. Para los espíritus cínicos o escépticos, la confianza del santo en la bondad humana debe haber parecido pueril, y sin duda que todos pensaban que san Pedro quedaría desilusionado con mucha frecuencia. Sin embargo, es imposible pasar por alto el hecho de que ni siquiera las infamias del más cruel encomendero español podían compararse con el trato ordinario que los más correctos plantadores ingleses de Jamaica, por ejemplo, daban a sus esclavos en el siglo diecisiete y en el dieciocho, ya que sus crueldades físicas eran infernales y su indiferencia moral sólo podía calificarse de diabólica. Las leyes de España para sus colonias autorizaban, por lo menos, el matrimonio de los esclavos, prohibían que fueran separadas las familias, los protegía de los castigos y su captura, una vez que conseguían su libertad. San Pedro Claver hizo todo lo que estaba de su mano para que se observasen estas leyes. Cada primavera, después de Pascua, hacía san Pedro una gira por las plantaciones, minas y haciendas cercanas a Cartagena, a fin de comprobar cómo andaban sus negros. No siempre era bien recibido. Los dueños se quejaban de que hacía perder el tiempo a los esclavos con sus sermones, oraciones y cánticos; las damas afirmaban que durante una larga temporada, después de que los negros asistían en tropel a la iglesia durante las visitas del sacerdote, era materialmente imposible entrar al templo. Y, si acaso los siervos se desmandaban un poco, se le echaba la culpa al padre Claver. «¿Qué clase de hombre soy, si no puedo hacer un poco de bien sin causar una gran confusión?», solía preguntarse a sí mismo. Pero no por eso se desalentaba y no cesó en sus tareas ni aun cuando las autoridades eclesiásticas prestaron oídos a las quejas de sus enemigos.

La mayoría de las historias en relación con el heroísmo o los poderes milagrosos de san Pedro Claver, se refieren a los cuidados solícitos que tenía para con los negros cuando estaban enfermos, pero aún encontraba tiempo para ocuparse de otros que sufrieran, aparte de los esclavos. En Cartagena había dos hospitales: uno, el de San Sebastián, atendido por los hermanos de San Juan de Dios, que se ocupaban de todos los casos en general; el otro, el de San Lázaro, estaba destinado a los leprosos, los atacados por enfermedades contagiosas y los que padecían el mal llamado «fuego de San Antonio» (ergotismo). San Pedro visitaba indefectiblemente los dos hospitales cada semana, aliviaba las necesidades materiales de los pacientes y administraba tan efectivos consuelos espirituales, que muchos criminales y pecadores empedernidos se arrepintieron e hicieron penitencia después de charlar con él. También ejerció su apostolado entre los mercaderes y marineros protestantes e incluso logró la conversión de un dignatario anglicano que dijo ser archidiácono de Londres y a quien conoció cuando visitaba a los prisioneros de guerra en un barco anclado en la bahía. Por consideraciones temporales, el pastor inglés no se dejó conquistar de buenas a primeras, pero cayó enfermo, fue llevado al hospital dc San Sebastián y, antes de morir, entró a la Iglesia católica guiado por el padre Claver. Muchos ingleses de Cartagena siguieron su ejemplo. Menor éxito tuve el santo jesuita en sus esfuerzos por convertir a los musulmanes que llegaban al puerto y que, como dice el biógrafo de Claver, «es bien sabido que, entre todos los pueblos del mundo, son ellos los que más se obstinan en sus errores»; pero en cambio, devolvió al buen camino a gran número de moros y turcos renegados, aunque uno de ellos tardó treinta años en convencerse y aun fue necesario que tuviese una visión de Nuestra Señora para rendirse. También los criminales condenados a muerte gozaron de la benéfica influencia del padre Claver; los registros afirman que no hubo una sola ejecución en Cartagena durante la existencia del sacerdote, sin que éste se hallara presente para consolar al ajusticiado; por sus palabras, tal vez por su sola presencia, muchos criminales endurecidos pasaron sus últimas horas en la oración y el llanto por sus pecados. Y muchos, muchísimos más a quienes la justicia humana no había condenado, acudían a buscarle en el confesionario, donde solía pasar hasta quince horas consecutivas en la tarea de reconvenir, aconsejar, alentar y absolver. Sus misiones primaverales por los campos, en el curso de las cuales rehuía en lo posible hospedarse en las grandes casas de los dueños para buscar refugio en las chozas de los esclavos, eran continuadas en el otoño por otras misiones más difíciles, entre los mercaderes, traficantes y marineros que, por aquella época, llegaban en gran número a Cartagena y aumentaban el desorden y el vicio en el puerto. Algunas veces, san Pedro se pasaba el día entero en la plaza grande de la ciudad, donde desembocaban las cuatro calles principales, para predicar ante todo el que se detenía a escucharle. Después de haber sido el apóstol de los negros, lo fue de toda la ciudad de Cartagena. Un trabajo tan enorme recibió la ayuda de Dios, que otorgó al padre Claver los dones que siempre concedió a sus apóstoles, de obrar milagros, de profetizar y de leer en los corazones. Pocos han sido los santos que desarrollaron sus actividades en circunstancias tan adversas y repugnantes como él, pero aun aquellas mortificaciones de la carne no eran bastantes, puesto que el santo usaba de continuo instrumentos para las más severas penitencias; muchas veces oraba a solas en su celda con una corona de espinas en la cabeza y una cruz muy pesada sobre sus hombros. Evitaba los más inocentes regalos para sus sentidos, no fuera que éstos lo desviaran del sendero de sacrificio que había elegido; por eso, jamás usó para sí mismo de la indulgencia y la bondad que usaba para con los demás. Cierta vez en que alababan su celo apostólico, replicó: «Así tiene que ser y no hay nada de extraordinario en ello. Es el resultado de mi temperamento entusiasta e impetuoso. Si no fuera por este trabajo, yo sería una insoportable molestia para mí mismo y para los demás».

Y, para que nadie alabara su aparente falta de sensibilidad al tratar las enfermedades más repugnantes, decía: «Si el ser un santo consiste en no tener olfato y en tener un estómago a toda prueba, puede ser que yo sea un santo». En el año de 1650, san Pedro Claver viajó a lo largo de la costa para predicar entre los negros, pero apenas iniciado el viaje, una enfermedad atacó su cuerpo débil y agotado y tuvo que regresar a la residencia de Cartagena. Poco tiempo después, estalló en la ciudad una violenta epidemia de viruela, y una de las primeras víctimas entre los padres jesuitas fue el santo misionero, que estuvo al borde del sepulcro. Pero, después de recibir los últimos sacramentos volvió a la vida, aunque quedó deshecho. Durante el resto de su existencia, los dolores no le abandonaron ni un instante, sus miembros temblorosos no le sostenían y le era imposible oficiar la misa. Por fuerza abandonó toda actividad y, sólo de vez en cuando oía confesiones, en especial las de su querida amiga Doña Isabel de Urbina, que siempre había apoyado generosamente su trabajo. En ocasiones, se hacía llevar a un hospital o a la cárcel, para atender a un moribundo o bien a un condenado a muerte. Cierta vez, cuando llegó a Cartagena un cargamento de esclavos procedente de una región del África no explotada hasta entonces, el padre Claver recuperó su antigua energía. Lo llevaron en vilo a los muelles y no descansó hasta encontrar un intérprete que le ayudó a reunir a los niños para bautizarlos y a dar algunas instrucciones a los adultos. Pero aquella recuperación fue momentánea. San Pedro pasaba la mayor parte del tiempo en su celda, no sólo inactivo, sino olvidado e incluso abandonado; se había reducido mucho el número de los jesuitas en la casa de Cartagena y, los pocos que quedaban, tenían todo su tiempo ocupado en los múltiples deberes de su ministerio, aumentados por la persistencia de la epidemia; pero aun así es inexplicable la indiferencia que demostraron hacia el santo. Doña Isabel y su hermana permanecieron fieles a su amistad y eran las únicas que lo visitaban, junto con su antiguo ayudante, el hermano Nicolás González. Fuera de estos tres, san Pedro Claver no veía a nadie más que a un joven negro que le atendía, pero que era impaciente y brusco y que, a menudo, dejaba al viejo sacerdote durante días enteros sin la menor atención. Una vez, las autoridades recordaron que aún existía, porque surgieron quejas de que el padre Claver había caído en la costumbre de rebautizar a los negros. Naturalmente, que el santo nunca había hecho semejante cosa, excepto condicionalmente en caso de duda; pero de todas maneras se le prohibió bautizar en lo futuro. «Me arrepiento, escribió una vez, de no haber imitado siempre el ejemplo del asno. Cuando se habla mal de él y se le insulta, se hace el sordo. Cuando lo matan de hambre, se hace el sordo. Cuando le cargan en demasía, se hace el sordo. Cuando le desprecian y le abandonan, todavía se hace el sordo. Jamás se queja en ninguna circunstancia, porque no es más que un asno. Así deberían ser los siervos de Dios: Ut jumentum factus sum apud Te.»

En el verano de 1654, el padre Diego Ramírez Fariña llegó a Cartagena procedente de España con una comisión del rey para trabajar por los negros. San Pedro Claver se regocijó tanto, que se levantó del lecho para dar la bienvenida a su sucesor. Pocos días más tarde, oyó en confesión a Doña Isabel y le dijo que esa sería la última. El 6 de septiembre, después de asistir a misa y recibir la comunión, le dijo a Nicolás González: «Ya voy a morir». Aquella misma tarde cayó enfermo y quedó en estado de coma. El rumor de que estaba agonizante, circuló por toda la ciudad rápidamente y, de pronto todos parecieron recordar la existencia del santo. Una verdadera muchedumbre llegó a besar sus manos antes de que fuera demasiado tarde. Las gentes que venían, despojaron la celda y aun el lecho del santo de todo lo que pudieron llevarse como una reliquia. San Pedro Claver no volvió a recuperar el conocimiento y murió dos días después, el 8 de septiembre de 1654, día de la Natividad de Nuestra Señora. Las autoridades civiles que habían mirado con frialdad la solicitud del sacerdote por los infelices negros, y los sacerdotes, que habían calificado de indiscreto su celo y de desperdicio su enérgica actividad, rivalizaron entonces para honrar su memoria. Los magistrados de la ciudad ordenaron que se le enterrara con gran pompa, a costa del erario municipal, y el vicario general de la diócesis ofició en el funeral. Los negros y los indios hicieron celebrar por cuenta propia una misa a la que fueron invitadas las autoridades españolas. La iglesia era un mar de luces, cantaron los coros y el tesorero de la iglesia de Popayán pronunció una oración fúnebre que fue una loa a las «excelsas virtudes, a la santidad, al heroísmo y a los estupendos milagros del padre Claver». Desde entonces, ya nadie se olvidó de san Pedro Claver, y su fama se extendió por todo el mundo. Fue canonizado en 1888, al mismo tiempo que su amigo san Alfonso Rodríguez. El Papa León XIII lo declaró patrón de todas las misiones entre los negros en todas las partes del mundo. Su fiesta se celebra en América y en muchas otras partes.

Parece ser que no existe una biografía propiamente dicha de san Pedro Claver, pero los registros y declaraciones en los procesos de beatificación nos proporcionan abundante material. Posiblemente el mejor resumen es el que figura en el capítulo 8 del 5º volumen de la Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, de F. Astrain, pp. 479-495. Lo mejor de lo que podíamos llamar una biografía, es la de J. M. Solá, Vida de San Pedro Claver (1888), que toma los datos del libro de J. M. Fernández. Hay varias otras «vidas», la mayoría de las cuales son breves compendios y entre las cuales, se podía mencionar el libro de J. Charrau, L'Esclave des Négres (1914).

 

Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_3255

 

San Gregorio I Magno, papa y doctor de la Iglesia

 


San Gregorio I Magno, papa y doctor de la Iglesia

 (memoria obligatoria)


Fecha: 3 de septiembre

n.: c. 540 - †: 604 - país: Italia

 

Otras formas del nombre: Gregorio Magno

Canonización: pre-congregación

Hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

 

Elogio: Memoria de san Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia, que siendo monje ejerció ya de legado pontificio en Constantinopla, y después, en tal día, fue elegido Romano Pontífice. Resolvió problemas temporales y, como siervo de los siervos, atendió a los valores espirituales, mostrándose como verdadero pastor en el gobierno de la Iglesia, ayudando sobre manera a los necesitados, fomentando la vida monástica y propagando y reafirmando la fe por doquier, para lo cual escribió muchas y célebres obras sobre temas morales y pastorales. Murió el doce de marzo.

 

Patronazgos: patrono del sistema educativo de la Iglesia, de los mineros, de los coros y el canto coral, los estudiosos, profesores, alumnos, estudiantes, cantantes, músicos, albañiles, fabricantes de botones; protector contra la gota y la peste.

Refieren a este santo: San Agustín de Canterbury, Santa Emiliana, San Etelberto, San Eulogio de Alejandría, San Honorio de Canterbury, San Leandro de Sevilla, San Melito de Canterbury, San Paulino de York, Beato Pedro Diácono (o Levita), San Sérvulo, Santa Tarsila


Oración: Oh Dios, que cuidas a tu pueblo con misericordia y lo gobiernas con amor, concede el don de sabiduría, por intercesión del papa san Gregorio Magno, a quienes confiaste la misión del gobierno de tu Iglesia, para que el progreso de los fieles sea el gozo eterno de sus pastores. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).

El papa Gregorio I, con más justicia llamado «Magno» (es decir, «el Grande»), el primer papa que fue monje, ascendió a la sede apostólica cuando Italia se hallaba en una condición deplorable, como consecuencia de las luchas entre los ostrogodos y el emperador Justiniano, que terminaron con la derrota y muerte de Totila, en el año 562. Roma era la que más había sufrido: en siglo y medio fue saqueada cuatro veces y conquistada otras tantas en veinte años, sin que nadie se hubiera ocupado en restaurar los daños ocasionados por el pillaje, el fuego y los terremotos. San Gregorio escribió sobre esta situación, hacia el año 593: «Nosotros vemos lo que ha llegado a ser aquélla que antes fue señora del mundo. Abatida por las inmensas y múltiples desgracias que ha sufrido... ruinas sobre ruinas por doquier... ¿Dónde está el Senado?... ¿Dónde está el pueblo?... Nosotros, los pocos que hemos quedado, estamos amenazados cada día por la espada e incontables pruebas... Roma desierta está en llamas...»

La familia que ya había dado a la Iglesia dos papas, Agapito I y Félix III, tatarabuelo de Gregorio, era una de las pocas familias patricias que aún quedaban en Roma. Poco se sabe de Gordiano, el padre de Gregorio, aparte de que poseía extensas propiedades en Sicilia, así como una casa en la colina Coeli; a su esposa Silvia se le reconoce como santa en el Martirologio Romano. Gregorio parece haber recibido la mejor educación de ese tiempo, y haber escogido la carrera de funcionario. En el año 568, una nueva calamidad cayó sobre Italia: la primera invasión lombarda. Tres años después, las hordas bárbaras se acercaron a Roma y cundió la alarma. Gregorio, a los treinta años de edad y con mucha de la prudencia y energía que le caracterizaron, ejerció el cargo civil más encumbrado: el de prefecto de la ciudad, un puesto en el que se ganó el respeto y estimación de los romanos, desarrollando su aprecio por el orden en la administración de los negocios. Aunque Gregorio cumplía fiel y honrosamente sus funciones, desde hacía tiempo se sentía llamado a una vocación superior, hasta que por fin resolvió apartarse del mundo y consagrarse al servicio de Dios. Era uno de los hombres más ricos en Roma, pero lo dejó todo para recluirse en su casa del distrito de Clivius Scauri, convirtiéndola en monasterio bajo el patrocinio de San Andrés y poniéndola al cargo de un monje llamado Valentius, a quien Gregorio calificó en sus escritos como «el superior de mi monasterio y de mí mismo». Los pocos años que el santo pasó en su retiro fueron los más felices de su vida, aunque el exceso de sus ayunos le acarreó complicaciones gástricas, que originaron la dolencia que lo atormentó por el resto de su vida.

No era posible que un hombre con el prestigio y el talento de san Gregorio permaneciera en la oscuridad en aquellos tiempos agitados, y no tardaron en ordenarle séptimo diácono de la Iglesia Romana para enviarle como "apocrisiarius" papal o embajador ante la corte bizantina. El contraste entre la magnificencia de Constantinopla y la condición miserable de Roma no podía dejar de impresionar al santo; pero encontró la etiqueta de la corte fatigosa y las intrigas repugnantes. Tuvo la gran desventaja de no saber griego y cada vez más se entregó a una vida de retiro junto con varios monjes de San Andrés que la acompañaban. En Constantinopla conoció a san Leandro, obispo de Sevilla, con quien trabó una amistad de por vida y a cuya petición comenzó un comentario sobre el Libro de Job, que más tarde terminó en Roma y que generalmente se conoce como su «Moralia». La mayoría de las fechas en la vida de San Gregorio son inciertas, pero probablemente fue a principios del año 586 cuando le llamó a Roma Pelagio II. Se reinstaló inmediatamente en su puesto de diácono en su monasterio de San Andrés, del cual pronto se convirtió en abad; parece ser que este período es al que se refiere la famosa historia que cuenta el Venerable Beda, basado en una vieja tradición inglesa:

San Gregorio caminaba un día por el mercado, cuando advirtió a tres niños de pelo rubio y tez blanca que se exhibían para ser vendidos como esclavos. El santo se interesó por su nacionalidad. «Son anglos (o angli)» fue la respuesta. «Su nombre es apropiado -dijo el santo- porque tienen rostros de ángel y se necesita ser así para gozar de la compañía de los ángeles en el cielo». Cuando supo que eran paganos, preguntó de qué provincia venían. «Deira», le respondieron - «¡De ira!» exclamó san Gregorio; «Sí; ciertamente han sido salvados de la ira de Dios y llamados a la misericordia de Cristo. ¿Cómo se llama el rey de ese país?», «Aella», le dijeron; «Entonces el aleluya debe cantarse en la tierra de Aella». Quedó tan fuertemente impresionado por la belleza de las criaturas y tan conmovido por su ignorancia de Cristo, que resolvió predicar el Evangelio en Bretaña y partió en seguida con varios de sus monjes. Sin embargo, cuando el pueblo romano supo de su partida, elevó tales protestas, que el papa Pelagio mandó enviados para hacerlo regresar.

Todo el episodio ha sido declarado apócrifio por los historiadores modernos, pues no se ha comprobado su evidencia. Señalan que Gregorio nunca mencionó el incidente y, además, que aun en sus escritos más triviales no se muestra afecto a juegos de palabras. Sin embargo, la primera parte de la historia (la escena en el mercado) puede ser cierta; la gente a veces hace juego de palabras en conversaciones familiares, absteniéndose de esta práctica cuando escribe y, parece lógica la admiración de san Gregorio por la tez blanca y el pelo rubio de los niños ingleses. En lo que sí no puede haber discusión es en que Gregorio se interesó profundamente por la misión de san Agustín en Inglaterra.

Las Misas Gregorianas para difuntos tienen su origen en este período. Justus, uno de los monjes que estaba enfermo, confesó haber guardado tres coronas de oro y el abad prohibió severamente a los hermanos tener contacto con él y visitarlo en su lecho de muerte. Cuando murió, fue excluido del cementerio de los monjes y enterrado en un muladar junto con las piezas de oro. Sin embargo, como murió arrepentido, el abad ordenó que se ofrecieran misas durante treinta días para el reposo de su alma y se tiene el propio testimonio de san Gregorio de que, al término de ese período, el alma del difunto se le apareció a Copiosus, su hermano natural, asegurándole que había estado atormentado, pero que ahora se encontraba libre.

Entre tanto, en Roma se sucedían las calamidades: a las frecuentes inundaciones causadas por el desbordamiento del Tíber, siguió una terrible epidemia de peste que diezmó a la población y, en el año 590, arrebató la vida al papa Pelagio. El pueblo escogió a Gregorio como nuevo Pontífice y el santo, como primera medida para acabar con la peste, organizó una grandiosa procesión litúrgica por las calles de Roma. De siete iglesias de la ciudad salieron las gentes para reunirse en Santa María Mayor. San Gregorio de Tours, basado en los informes de un testigo, describió así la procesión: «Había sido organizada para que durara el día miércoles, pero se prolongó durante tres días sucesivos: las columnas caminaban por las calles, cantando el Kyrie eleison, en tanto que la peste seguía en su apogeo; mientras caminaba la gente había unos que caían muertos. Gregorio les infundía valor, hablándoles sin cesar para pedirles que no dejaran de orar». La fe de la población se vio recompensada, porque después de aquel acto, la plaga disminuyó rápidamente, hasta desaparecer. Así nos lo informan los escritores contemporáneos, pero ningún historiador menciona la aparición del arcángel Miguel blandiendo su espada en la cima del mausoleo de Adrián, mientras pasaba la procesión, como lo afirma la leyenda. Sin embargo, esta fábula fue tomando fuerza creciente y el pueblo llegó a aceptar el hecho como real, hasta el punto de que para conmemorarlo, erigieron sobre el mausoleo de Adrián, la estatua del Arcángel que, hasta nuestros días remata la torre del castillo de Sant´Angelo, nombrado así en honor de San Miguel, desde el siglo X.

Aunque Gregorio desde entonces se dedicó a asistir a sus conciudadanos, sus inclinaciones seguían la dirección de una vida de contemplación y no tenía ninguna intención de ser papa, si lo podía evitar: le escribió al emperador Mauricio pidiéndole que no confirmara la elección; pero según nos cuenta Gregorio de Tours: «Mientras estaba preparándose para huir y esconderse, fue detenido y llevado a la Basílica de San Pedro y allí se le consagró para el cargo pontificio; fue presentado como papa al público que lo aclamaba». Lo anterior tuvo lugar el 3 de septiembre de 590.

La correspondencia cruzada con Juan, arzobispo de Ravena, quien modestamente lo censuró por tratar de evadir el cargo, originó que Gregorio escribiera la Regula Pastorelis, un libro sobre las funciones episcopales. En él reconoce al obispo como el primero y principal doctor de almas, cuyas obligaciones primordiales son las de catequizar y hacer cumplir la disciplina. La obra obtuvo éxito inmediato y el emperador Mauricio mandó que fuera traducida al griego por Anastasio, patriarca de Antioquía. Más tarde, San Agustín la llevó a Inglaterra, donde 300 años después fue traducida por el rey Alfredo; en los concilios convocados por Carlomagno, el estudio del libro se hizo obligatorio para todos los obispos, quienes recibían un ejemplar al ser consagrados. Los ideales de Gregorio fueron en adelante los del clero de occidente y han seguido inculcándose a los obispos en los tiempos modernos.

Desde el momento en que asumió el cargo de papa, se impuso el doble deber de catequizar y cumplir con la disciplina. Rápidamente destituyó al archidiácono Laurencio, el eclesiástico más importante de Roma, «cuyo orgullo y mal comportamiento sería mejor mantener en silencio», como dice la antigua crónica. En su lugar, designó un «vice dominus» para vigilar los asuntos seculares de la casa papal, ordenó que sólo se designaran clérigos para el servicio del papa, prohibió el cobro injusto de primas por entierros en iglesias, por ordenaciones o por conferir el palio y no permitió a los diáconos dirigir la parte cantada de la misa, a menos que fueran escogidos por sus voces más que por su carácter. También como predicador se destacó san Gregorio. Gustaba de predicar durante la misa, escogiendo de preferencia temas del Evangelio del día y, hasta nosotros han llegado algunas de sus homilías, llenas de elocuencia y sentido común, terminadas con una enseñanza moral que podía adaptarse a cada caso.

En las instrucciones a su vicario en Sicilia y a los supervisores de su patrimonio, Gregorio insistía constantemente en un trato más liberal hacia sus vasallos y campesinos; aconsejaba que se les facilitara dinero a los que estuvieran en dificultades. Por cierto que fue un excelente administrador de la Sede Pontificia: todos los súbditos estaban contentos con lo que les tocaba en la distribución de bienes y aún entraba dinero a la tesorería. Después de su muerte, lo culparon de haber dejado las arcas vacías a sus sucesores, pero sus generosas caridades -que llegaron a tomar la forma de una asistencia estatal- salvaron tal vez del hambre a miles en aquel período de tanta pobreza. Utilizó fuertes sumas para rescatar prisioneros de los lombardos; alabó la actitud del obispo de Fano que arrancó las láminas de oro de los altares para venderlas y obtener dinero para los rescates y recomendó a los demás prelados que hicieran lo mismo. Ante la amenaza de escasez de trigo, llenó los graneros de Roma y llevó una lista regular de los pobres a quienes se les entregaba periódicamente el grano. A las «damas en decadencia» les dispensaba una consideración especial. Su sentido de justicia se mostró en su trato suave hacia los judíos, a quienes protegía de los ataques personales o contra sus sinagogas. Declaró que no debía obligárseles, sino ganárselos por la humildad y la caridad. Cuando los hebreos de Caguán, en Cerdeña, se quejaron de que su sinagoga había sido ocupada por un judío converso que la transformó en iglesia, san Gregorio ordenó que fuera restituida a sus legítimos propietarios.

Desde el comienzo de su pontificado, el santo tuvo que enfrentarse a las agresiones de los lombardos, quienes desde Pavía, Spoleto y Benevento hicieron incursiones a diversas partes de Italia. No podía obtenerse ayuda alguna de Constantinopla o del exarca de Ravena y recayó sobre Gregorio, el hombre fuerte, no solamente organizar la defensa de Roma, sino prestar ayuda a otras ciudades. Cuando en 593 Agilulfo apareció ante los muros de Roma con un ejército lombardo, provocando el pánico general, no salió a entrevistar al rey lombardo únicamente el prefecto civil o el jefe militar, sino también el Vicario de Cristo. Tanto por su personalidad y prestigio, como por la promesa que hizo de pagar un tributo anual, Gregorio indujo al rey lombardo a retirar su ejército y dejar en paz a la ciudad. Durante nueve años luchó en vano para llegar a un arreglo entre el emperador bizantino y los lombardos; Gregorio procedió entonces por su cuenta a negociar un tratado con el rey Agilulfo, y obtuvo un armisticio especial para Roma y sus distritos circundantes. Pero solamente los últimos días en la vida de san Gregorio fueron alegrados por las noticias del restablecimiento de la paz. Sin duda que fue un alivio para el santo poder apartar su pensamiento del ajetreado mundo para concentrarlo en sus escritos. Hacia fines de 593, publicó sus célebres «Diálogos», uno de los libros más leídos en la Edad Media. Es una colección de relatos, profecías y milagros, extraídos de la tradición y expuestos en tal forma, que muestran los esfuerzos de los fieles italianos por alcanzar la santidad. Las historias eran las que transmitían de boca en boca las gentes que, en muchos casos, fueron testigos de los hechos ocurridos. Los métodos de san Gregorio no son críticos y el lector actual frecuentemente se siente desilusionado por lo que respecta a credibilidad de los informes. Los escritores modernos se han preguntado si los Diálogos podrían ser obra de una persona tan equilibrada como san Gregorio, pero la evidencia en favor del autor parece concluyente; además debemos recordar que era aquella una época de credulidad y que cualquier cosa extraordinaria era inmediatamente elevada al nivel sobrenatural.

De toda su labor religiosa en occidente, la que estaba más cercana a su corazón era la conversión de Inglaterra y el éxito que coronó sus esfuerzos, encaminados hacia esta dirección fue para él, como necesariamente lo es para los ingleses, el mayor triunfo de su vida. Cualquiera que sea la verdad de los anglos y su historia, parece más probable que el primer intento de enviar una misión provino de Inglaterra misma. Esto se infiere en las dos cartas de san Gregorio que aún se conservan. Al escribir a los reyes franceses Thierry y Teodeberto, dice: «Tenemos noticias de que la nación de los anglos desea ardientemente ser convertida a la fe; pero los obispos de las comarcas vecinas no hacen caso (a su deseo piadoso) y se niegan a secundarlo enviando sacerdotes». A Brunilda le escribió casi en los mismos términos. Los obispos aludidos eran probablemente los del norte de Francia y no los ingleses galeses o escoceses. Respecto a este problema, la primera medida del papa fue la de ordenar la compra de varios esclavos ingleses, sobre todo, jóvenes de 17 o 18 años, con objeto de educarlos cristianamente para el servicio de Dios. Aún así, no eran ellos a quienes quería encomendar en principio la labor de conversión. De su propio monasterio de San Andrés, seleccionó un grupo de cuarenta misioneros, a quienes puso a las órdenes de Agustín. No es necesario volver a referirnos a la historia de esta misión, pues se tratará de ella el 26 de mayo. Podemos decir, junto con el Venerable Beda: «Si Gregorio no es apóstol de los demás, lo es para nosotros, puesto que somos su sello de apostolado ante el Señor».

Durante casi todo su pontificado, san Gregorio estuvo en conflicto con Constantinopla, a veces con el emperador, otras con el patriarca y ocasionalmente con ambos. Protestó siempre contra los tributos injustos de los funcionarios bizantinos, cuyas despiadadas extorsiones redujeron a los campesinos italianos a la miseria; protestó también ante el emperador, por un edicto que prohibía a los soldados abrazar la vida religiosa. Con Juan el Abstemio, patriarca de Constantinopla, sostuvo una correspondencia mordaz sobre el título de ecuménico o universal que se había otorgado el jerarca. Sólo significaba una autoridad general o superior de un arzobispo sobre muchos, pero el uso del título «Patriarca Euménico» parecía dar lugar a la arrogancia y Gregorio lo resentía. Por su parte, aunque era uno de los más activos defensores de la dignidad papal, prefería asignarse el orgullosamente humilde título de «Servus Servorum Dei» (Siervo de los siervos de Dios, un título que aún ostentan sus sucesores). En 602, el emperador Mauricio fue depuesto por una revuelta militar capitaneada por Focas, quien asesinó al anciano emperador y a su familia. Haber escrito una carta, en términos diplomáticos a este cruel usurpador, fue el único acto que expuso al papa a críticas hostiles. La carta habla principalmente de la esperanza de que la paz quede asegurada. Por el interés de su pueblo indefenso, a Gregorio no le convenía lanzar acusaciones. En sus trece años de pontificado, Gregorio realizó el trabajo de toda una vida. Su diácono, Pedro, aseguró que nunca descansaba y por cierto que no se cuidaba, aunque sufría de una gastritis crónica que le hacia padecer mucho y le dejó en los huesos; pero el papa no se concedía reposo y, pese a sus males, siguió dictando cartas y atendiendo los asuntos de la Iglesia hasta el fin. Una de sus últimas acciones fue la de enviar una gruesa manta a un obispo pobre que sufría de un catarro. San Gregorio fue enterrado en San Pedro y el epitafio en su tumba dice así: «Después de haber llevado al cabo sus acciones, conforme a sus doctrinas, el gran cónsul de Dios fue a gozar de sus triunfos eternos».

Se le reconoce a san Gregorio la compilación del Antiphonario, la revisión y reestructuración del sistema de música sacra, la fundación de la famosa Schola cantorum de Roma y la composición de varios himnos muy conocidos. Aunque esos derechos le han sido discutidos, ciertamente que tuvo una influencia considerable en la liturgia romana. Pero su verdadera obra se proyecta en otras direcciones. Se le venera como el cuarto Doctor de la Iglesia Latina, por haber dado una clara expresión a ciertas doctrinas religiosas que aún no habían sido bien definidas. Por varios siglos, la última palabra en teología era la suya, aunque más que teólogo era un predicador popular, catequista y moralista. Quizá su mayor labor fue el fortalecimiento de la Sede Romana. Como escribe el anglicano Milman en su «History of Latín Christianity»: «Es imposible concebir cuál sería la confusión, la falta de leyes, el estado caótico de la Edad Media sin el papado de esa época y, de éste, el verdadero padre es Gregorio Magno». No sin razón la Iglesia le asignó el título, raras veces otorgado, de Magnus, »Magno».

Como ya se dijo, el rey Alfredo Magno hizo una traducción de la Regula Pastoralis y dio un ejemplar a cada uno de sus obispos; le agregó un prefacio y un epílogo escritos por él, así como unos versos anglo-sajones de los cuales puede darse una idea con la siguiente traducción en prosa:

Este mensaje lo trajo Agustín a través del salado mar, desde el sur a las islas, tal como el papa de Roma, el Campeón del Señor, lo decretó previamente. El sabio Gregorio era versado en muchas doctrinas verdaderas, mediante la sabiduría de su mente y su tesoro de meditaciones continuas. Porque sobresalió de entre los hombres hasta alcanzar al guardián del cielo (San Pedro); fue el mejor de los romanos, el más sabio de todos, el más gloriosamente famoso. Posteriormente, el rey Alfredo tradujo cada palabra al inglés y me envió a sus amanuenses del sur y del norte, y ordenó traer aun más ejemplares, después del primero, para enviárselos a sus obispos, pues muchos que sabían poco latín lo necesitaban.

Las propias cartas y escritos de San Gregorio son las fuentes de información más fidedignas para la historia de su vida, pero además tenemos una breve biografía en latín de un monje de Whitby, que probablemente data de principios del siglo VIII; otra del diácono Paulo, de fines del mismo siglo y una tercera del diácono Juan, escrita entre el 872 y el 882. Tenemos también noticias valiosas en Gregorio de Tours, Beda y otros historiadores, especialmente en el Líber Pontificalis. Para las cartas de San Gregorio debe consultarse la edición del P. Ewald y L. M. Hartmann en MGH. Una biografía moderna y valiosa, dentro de una pequeña edición es la de Mons. Batiffol en la serie Les Saints. Ver también el Acta Sanctorum, marzo, vol. II; Lives of the Popes, vol. I, de Mann; Life of St. Gregory the Great, de Snow; Histoire de l'Eglise, vol. V, (1938), de Fliche y Martín; y, entre los escritores anglicanos, el cuidadoso trabajo del Dr. J. H. Dudden St. Gregory the Great (1905). La literatura sobre el particular es muy vasta.

Imágenes:

-Registrum gregorii, «San Gregorio Magno ispirato dalla colomba», miniatura del 983, Biblioteca del Estado de Tréveris, 19,8 x 27 cm.

-Carlo Saraceni: «Gregorio», c.1610, Galleria Nazionale d'Arte Antica en Roma (nótese que es la misma escena que en la miniatura anterior vista 6 siglos más tarde).

-Rafael: «Disputa del Sacramento», 1510-11, fresco (ancho de la base 7,7 m), Stanza della Segnatura, Palazzi Pontifici, Vaticano. Uno de los más célebres frescos de Rafael, donde aparecen todos los grandes teólogos de la Iglesia desde sus inicios hasta la propia época del pintor; san Gregorio Magno es el único con tiara a la izquierda (visto desde el espectador) del altar (ver detalle). El fresco puede visitarse virtualmente, al igual que el resto de la «stanza».


Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_3162

 

viernes, 26 de agosto de 2022

Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars, virgen y fundadora

 


Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars,

virgen y fundadora

(memoria obligatoria)


Fecha: 26 de agosto

n.: 1843 - †: 1897 - país: España 

Canonización: B: Pío XII 27 abr 1958 - C: Pablo VI 27 ene 1974

Hagiografía: Santoral de la Archidiócesis de Madrid


Elogio: Memoria de santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars, virgen, que para la asistencia a los ancianos fundó el Instituto de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados y falleció en Liria, en España.

Patronazgos: patrona de la ancianidad.


Oración: Oh Dios, que has guiado a la virgen santa Teresa a la perfecta caridad en el cuidado de los ancianos, concédenos, a ejemplo suyo, servir a Cristo en el prójimo, para ser testimonios de su amor. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).

Los mayores, esos a los que se les ha dado en llamar el colectivo de la Tercera Edad, que ven el ocaso de sus vidas desde el crepúsculo teñido de rojas claridades malva, tienen hoy mucho que agradecer a Dios y bastantes de ellos también a las Hermanitas de los Ancianos Desamparados porque les cuidan, atienden, dan casa y ofrecen el calor de la familia que quizá perdieron o acaso les abandonó porque un día se les ocurrió pensar que de los viejos ya no se podía esperar mucho más, o que eran molestos con sus manías y achaques. Decía que ellos agradecen al buen Dios el testimonio y vida de unas personas, en este caso siempre mujeres, que han hecho de su existencia una ofrenda de caridad efectiva.

Logran hacer de sus casas un lugar agradable, tranquilo, limpio y ventilado; allí se reza, se come alimento sano, se proporcionan las medicinas pertinentes y, sobre todo, se derrocha cariño de las dos clases: humano y sobrenatural. Son un grupo de mujeres tocadas que están alegres, animosas, activas y optimistas porque es mucho lo que tienen que levantar; se les ve por las calles llamando a las puertas de las casas, en pareja, pidiendo mucho de lo que sobra o algo de lo que se usa; llevan con ellas a todos el recuerdo de la caridad. ¡Claro que son piadosas! Muy rezadoras... de la Virgen y del Sagrario sacan la entereza, la fuerza, el afecto o cariño, comprensión y paciencia que de continuo han de derrochar a raudales cuando charlan, limpian, lavan, planchan, cocinan para los ancianos o cuando tienen que animar a tanta juventud acumulada.

Teresa de Jesús, la catalana de Lérida, tuvo en lo humano muchas coincidencias con su homónima de Castilla; delicada de salud en el cuerpo y alma grande, espontánea y andariega, con gracejo agradable. En lo divino tuvieron de común el olvido de sí y, por amor a Dios, saber darse. Nació en Aytona en 1843 en familia de payeses cristianos. Creció en un clima doméstico de trabajo honrado. Estudia en Lérida para maestra y enseñó en Argensola (Barcelona); allí la veían desplazarse cada semana a Igualada para confesarse.

El P. Francisco Palau, tío abuelo suyo, está en trance de fundación de algo y la invita para que le ayude en el intento; pero Teresa ha pensado más en la vida religiosa donde podrá vivir en silencio y oración; por eso se hace clarisa entre las del convento de Briviesca, en Burgos, mientras que su hermana Josefa ingresa en Lérida en las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl. Pero la situación política de la segunda mitad del siglo XIX es complicada y compleja, no permite el gobierno la emisión de votos. Se hace entonces Terciaria Franciscana y recupera algo de la actividad docente.

Cerca de su patria chica, en Huesca y Barbastro, un grupo de sacerdotes -con D. Saturnino López Novoa a la cabeza- piensa en una institución femenina que se dedicara a la atención de ancianos abandonados. Comprende Teresa que este es su campo y, arrastrando consigo a su hermana María y a otra paisana, comienza en "Pueyo" con una docena de mujeres y desde entonces es la cabeza, permaneciendo veinticinco años en el gobierno.

Desde Barbastro cambia a Valencia donde está la casa-madre de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados porque es la patrona de la ciudad, la Virgen de los Desamparados, quien da apellido a la Institución. Luego se extenderán por Zaragoza, Cabra y Burgos; llenarán de casas-asilo -que así le gusta a la madre que se llamen para resaltar el clima de familia- la geografía española y pasan las fronteras. Cuando muere Teresa de Jesús en Liria, el año 1897, llegan a 103 y deja tras de sí a más de 1000 Hermanitas para continuar su labor hasta siempre, porque siempre ancianos habrá y algunos de ellos quedarán desamparados.

No quiso ella canonizaciones. Lo dejó dicho y escrito por si hubiera dentro de la Congregación con el paso del tiempo Hermanitas canonizables. Mandó que no se gastara dinero en proponer a nadie la subida a los altares. Ese fue el motivo de que pasaran los años sin el intento de iniciar su proceso de beatificación; y el rapidísimo salto a la canonización se debió a la sensibilidad del pueblo y a las manifestaciones sobrenaturales que tan frecuentemente Dios quiso mandar. Fue canonizada por el papa Pablo VI en 1974.


Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_3045

 

jueves, 25 de agosto de 2022

San Luis IX, rey de Francia

 

 

San Luis IX, rey de Francia

 (memoria litúrgica)


Fecha de inscripción en el santoral: 25 de agosto

n.: 1214 - †: 1270 - país: Francia

Canonización: C: Bonifacio VIII 11 jul 1297

Hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Elogio: San Luis IX, rey de Francia, que, tanto en tiempo de paz como durante las guerras interpuestas en defensa del cristianismo, se distinguió excepcionalmente por su activa fe y por la justicia en el gobierno, el amor a los pobres y la constancia en las adversidades. Tuvo once hijos en su matrimonio, a los que educó de una manera inmejorable y piadosa, y gastó sus bienes y fuerzas, y su vida misma, en la adoración de la cruz, la corona de espinas y el sepulcro del Señor, hasta que, mientras estaba acampado cerca de Túnez, en la costa de África del Norte, murió contagiado de peste.

Patronazgos: patrono de Francia, de París y de innumerables ciudades francesas, también de Berlín y Munich; de la ciencia, los ciegos, los peregrinos, viajeros, comerciantes, constructores, canteros, albañiles, carpinteros, pintores, yeseros o escayolistas, decoradores, herreros, fabricantes de pinceles, tejedores, impresores y encuadernadores, pescadores, panaderos, peluqueros, fabricantes de botones, joyeros, vendedores de lino; protector contra la ceguera, las enfermedades auditivas y las plagas.

Refieren a este santo: Beato Bartolomé de Breganza, Beata Isabel de Francia, Santo Tomás de Aquino

 

Oración: Oh Dios, que has trasladado a san Luis de Francia desde los afanes del gobierno temporal al reino de tu gloria, concédenos, por su intercesión, buscar ante todo tu reino en medio de nuestras ocupaciones temporales. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).

 

San Luis IX poseía las cualidades de un gran monarca, de un héroe de epopeya y de un santo. A la sabiduría en el gobierno unía el arte de la paz y de la guerra; al valor y amplitud de miras, una gran virtud. En sus empresas la ambición no tenía lugar alguno; lo único que buscaba el santo rey era la gloria de Dios y el bien de sus súbditos. Aunque las dos cruzadas en que participó resultaron un fracaso, es un hecho que san Luis fue uno de los caballeros más valientes de todas las épocas, un ejemplo perfecto del caballero medieval, sin miedo y sin tacha.

 

Era hijo de Luis VIII de Francia. Cuando tenía ocho años, murió su abuelo Felipe Augusto y su padre ascendió al trono. Luis IX nació en Poissy, el 25 de abril de 1214. Blanca, su madre, era hija de Alfonso de Castilla y de Eleonor de Inglaterra. Al ejemplo de las virtudes de su santa madre debió Luis su magnífica educación. Blanca solía repetirle con frecuencia cuando era niño: «Te quiero como la madre más amante puede querer a su hijo; pero preferiría verte caer muerto a mis pies antes que saber que has cometido un solo pecado mortal». Luis no olvidó nunca esa lección. Su biógrafo y amigo, el señor de Joinville, cronista de las cruzadas, refiere que el rey le preguntó una vez: «¿Qué cosa es Dios?» Joinville replicó: «Una cosa tan buena que nada puede ser mejor que Él». «Bien dicho -respondió Luis-, pero decidme: ¿Preferiríais contraer la lepra antes que cometer un pecado mortal?» «Y yo, que nunca he dicho una mentira -prosigue Joinville- repliqué: 'Preferiría cometer treinta pecados mortales antes que contraer la lepra'». Más tarde, San Luis le llamó aparte y le explicó que su respuesta había sido honrada, pero equivocada.

 

Luis VIII murió el 7 de noviembre de 1226. San Luis sólo tenía entonces doce años, de suerte que su madre asumió la regencia. Durante la minoría de edad del rey, los barones se dedicaron a perturbar el orden del reino; pero Blanca de Castilla, que supo hacer alianzas muy hábiles, los venció con su valor y diligencia en el campo de batalla y los obligó a mantenerse tranquilos. Cuando san Luis obtenía una victoria, se regocijaba sobre todo porque ello significaba la paz para sus súbditos. Era misericordioso aun con los rebeldes y, como nunca buscaba la venganza ni ambicionaba la conquista, estaba siempre dispuesto a llegar a un acuerdo. Pocos hombres han amado a la Iglesia tanto como san Luis y han mostrado tanta reverencia por sus ministros; pero eso no cegaba al joven rey, quien se oponía a las injusticias de los obispos y nunca escuchaba sus quejas antes de haber oído a la parte contraria. Como un ejemplo, podemos citar la actitud de san Luis en los pleitos que opusieron a los obispos de Beauvais y de Metz contra las corporaciones de sus respectivas ciudades. Luis gustaba de conversar con los sacerdotes y los religiosos y con frecuencia los invitaba a palacio (como por ejemplo, a santo Tomás de Aquino) . Pero sabía también mostrarse alegre a su tiempo: cierta vez en que un fraile empezó a tratar en la mesa un tema demasiado serio, el rey desvió la conversación y advirtió: «Todas las cosas tienen su tiempo». Cuando creaba nuevos caballeros, celebraba fiestas magníficas; pero logró extirpar de la corte todas las diversiones inmorales. No toleraba ni la obscenidad, ni la mundanidad exagerada. Joinville dice: «Yo viví más de veintidós años en compañía del rey y jamás le oí jurar por Dios, por la Virgen o por los santos. Ni siquiera le oí jamás pronunciar el nombre del diablo, excepto cuando leía en voz alta o cuando discutía lo que acababa de leer sobre él». Un fraile de Santo Domingo afirmó también que nunca le había oído hablar mal de nadie. Luis se negó a condenar a muerte al hijo de Hugo de la Marche, que se había levantado en armas junto con su padre, diciendo: «Un hijo no puede dejar de obedecer a su padre».

 

A los diecinueve años, san Luis contrajo matrimonio con Margarita, la hija mayor de Raimundo Berenger, conde de Provenza. La segunda hija del conde se casó con Enrique III de Inglaterra; la tercera, Sancha, con Ricardo de Cornwall, y la más joven, Beatriz, con Carlos, el hermano de san Luis. Dios bendijo el matrimonio del rey, que fue muy feliz, con cinco hijos y seis hijas. Sus descendientes ocuparon el trono de Francia hasta el 21 de enero de 1793, día en que el P. Edgeworth dijo a Luis XVI, unos momentos antes de que la guillotina le decapitase: «Hijo de san Luis, vuela al cielo» (aunque la frase es tradicional, se dice que el P. Edgeworth manifestó a Lord Holland que no había pronunciado esas palabras). En 1235, Luis IX tomó el gobieron de su reino, pero no perdió el gran respeto que tenía a su madre y se aconsejaba siempre con ella, a pesar de que Blanca estaba un tanto celosa de su nuera. La primera de las numerosas abadías que fundó san Luis, fue la de Royaumont. En 1239, Balduino II, el emperador latino de Constantinopla, regaló a san Luis la «Corona de Espinas» para agradecerle la generosidad con que había ayudado a los cristianos de Palestina y de otros países de Oriente. La corona se hallaba entonces en manos de los venecianos, como depósito por una suma que éstos habían prestado a Balduino, de suerte que san Luis tuvo que pagar la deuda. El rey envió a dos frailes de Santo Domingo a traer la reliquia y salió con toda su corte a recibirla, más allá de Sens. Para depositar la corona, mandó derribar su capilla de San Nicolás y construyó la «Sainte Chapelle». El santo llevó a París a los cartujos y les regaló el palacio de Vauvert. También ayudó a su madre a fundar el convento de Maubuisson.

 

Algunas de las disposiciones del santo monarca muestran hasta qué punto se preocupaba por la buena administración de la justicia. Durante el reinado de sus sucesores, cuando el pueblo se sentía objeto de alguna injusticia, pedía que se le administrase justicia como se hacía en la época de san Luis. En 1230, prohibió la usura, en particular a los judíos, también publicó un decreto por el que condenaba a los blasfemos a ser marcados con un hierro candente y aplicó esa pena a un importante personaje de París. Como algunos murmurasen de su severidad, el monarca declaró que él mismo se sometería a la pena si con ello pudiese acabar con la blasfemia. El santo protegía a sus vasallos contra las opresiones de los señores feudales. Uno de éstos, un flamenco, había mandado ahorcar a tres niños a quienes había sorprendido cazando liebres en sus propiedades. El rey le encarceló y le hizo juzgar, no por un tribunal de caballeros, como lo pedía el noble, sino por el tribunal ordinario. Aunque San Luis le perdonó la vida, le confiscó la mayor parte de sus propiedades y empleó el producto en obras de caridad. El monarca prohibió a los señores feudales que se hiciesen la guerra entre sí. Cuando daba su palabra, la cumplía escrupulosamente y observaba con fidelidad los tratados. Su integridad e imparcialidad eran tales, que los barones, los prelados y aun los reyes, se sometían a su arbitraje y se atenían a sus decisiones.

 

Poco después del comienzo del reinado de Luis IX, Hugo de Lusignan, conde de La Marche, se rebeló; sus estados formaban parte del Poitou y él se rehusó a prestar homenaje al conde de Poitiers, hermano de san Luis. La esposa de Hugo se había casado en primeras nupcias con el rey Juan de Inglaterra y era la madre de Enrique III; éste acudió, pues, en ayuda de su padrastro. San Luis derrotó a Enrique III en la batalla de Taillebourg, en 1242. El vencido se refugió en Burdeos y, hasta el año siguiente, retornó a Inglaterra e hizo la paz con los franceses. Diecisiete años más tarde, Luis firmó otro tratado con Enrique III, por el que entregaba a los ingleses el Limousin y el Périgord, en tanto que éste renunciaba a todo derecho sobre Normandía, Anjou, Maine, Touraine y Poitou. Los nobles franceses criticaron las concesiones que había hecho el rey, pero éste explicó que el tratado permitiría una larga paz con Inglaterra y que la corona francesa se honraba con tener por vasallo a Enrique III. Sin embargo, algunos historiadores opinan que si san Luis se hubiese mostrado más exigente, habría podido evitar la «Guerra de Cien Años» a sus sucesores.

 

En 1244, al restablecerse de una enfermedad, San Luis determinó emprender una cruzada en Oriente. A principios del año siguiente, escribió a los cristianos de Palestina que iría a socorrerles en su lucha contra los infieles lo más pronto posible. Como se sabe, los infieles se habían apoderado nuevamente de Jerusalén, unos cuantos meses antes. La oposición que el rey encontró entre sus consejeros y los nobles, los asuntos de su reino y los preparativos de la cruzada, dilataron la empresa tres años y medio. En el décimo tercer Concilio de Lyon se estableció un impuesto de un vigésimo sobre todos los beneficios eclesiásticos durante tres años para ayudar a la cruzada, a pesar de la violenta oposición de los representantes de Inglaterra. Esto dio ánimo a los cruzados, y san Luis se embarcó con rumbo a Chipre en 1248, acompañado por Guillermo Longsword, conde de Salisbury, y doscientos caballeros ingleses. El objetivo de la cruzada era Egipto. La toma de Damieta, en el delta del Nilo, se llevó a cabo sin dificultad, y san Luis entró solemnemente en la ciudad, no con la pompa de un conquistador, sino con la humildad que convenía a un príncipe cristiano. En efecto, el rey y la reina iban a pie, precedidos de los príncipes y caballeros y del legado pontificio. El monarca decretó severos castigos contra el saqueo y el crimen, ordenó que se restituyese todo lo robado y prohibió que se matase a los infieles, si era posible hacerlos prisioneros. Pero, a pesar de todas las precauciones de san Luis, muchos cruzados se entregaron al pillaje y la matanza. Las crecidas del Nilo y el calor del verano impidieron al rey aprovechar la ventaja que había conseguido y tuvo que esperar seis meses antes de atacar a los sarracenos, que se hallaban en la otra ribera del Nilo. Siguieron otros seis meses de luchas enconadas, en las que los cruzados perdieron muchos hombres, tanto en las batallas como en las continuas epidemias. En abril de 1250, san Luis cayó prisionero y los sarracenos diezmaron su ejército. Durante el cautiverio, el rey rezaba diariamente el oficio divino con sus dos capellanes, como si estuviera en su palacio. A las burlas insultantes de los guardias, respondía con tal aire de majestad y autoridad, que éstos acabaron por dejarle en paz. Cuando san Luis se negó a entregar sus castillos de Siria, los infieles le amenazaron con las más ignominiosas torturas. El santo monarca repuso serenamente que era su prisionero y que podían hacer lo que quisiesen de su cuerpo. El sultán le propuso devolverle la libertad y la de todos sus caballeros, a cambio de un millón de onzas de oro y de la ciudad de Damieta. Luis respondió que el rey de Francia no podía pagar su rescate a precio de oro, pero que estaba dispuesto a entregar Damieta a cambio de su libertad y un millón de onzas de oro para que sus vasallos quedasen libres. Precisamente entonces, el sultán fue derrotado por los emires mamelucos, quienes devolvieron la libertad al rey a sus caballeros al precio convenido, pero asesinaron traidoramente a todos los heridos y enfermos que se hallaban en Damieta. San Luis partió entonces a Palestina con el resto de su ejército. Ahí permaneció hasta 1254: visitó los Santos Lugares, alentó a los cristianos y reforzó las defensas del Reino Latino de Jerusalén. Después de recibir, con profundo dolor, la noticia de la muerte de su madre, que ejercía la regencia en Francia. San Luis volvió a su patria, de la que había estado ausente seis años. Angustiado por el recuerdo de la opresión que sufrían los cristianos en el Oriente, portó siempre el signo de cruzado en sus vestimentas para demostrar que estaba decidido a volver a socorrerles. La situación de los cruzados, empeoró rápidamente, ya que entre 1263 y 1268, los mamelucos tomaron Nazaret, Cesarea, Jaffa y Antioquía.

 

 

 

Hacia 1257, Roberto de Sorbon, un canónigo de París muy erudito, fundó en la ciudad la escuela de teología que más tarde se llamó la Sorbona. Roberto era amigo personal de san Luis, quien en ciertas épocas le tuvo por confesor, de suerte que el monarca apoyó con entusiasmo su proyecto y le ayudó a realizarlo. San Luis fundó también en París, el hospital de ciegos de Quinze-Vingts, («Los Trescientos»), llamados así porque al principio albergaba a trescientos enfermos. Pero no fue eso todo lo que el santo hizo por los pobres: a diario invitaba a comer a trece indigentes y mandaba repartir alimentos cerca de su palacio a una gran multitud de necesitados. En la Cuaresma y el Adviento daba de comer a cuantos se presentaban y, con frecuencia, se encargaba personalmente de servirlos. Tenía una lista de los necesitados, sobre todo de los pobres vergonzantes, a los que socorría regularmente en toda la extensión de sus dominios. Aunque no se ocupaba personalmente de la legislación, tenía verdadera pasión por la justicia y, gracias a ello, pudo transformar la institución feudal de «la corte del rey» en un verdadero tribunal de justicia, a cuyas decisiones se sometían los monarcas, corno en el caso de Enrique III y sus barones. El santo se esforzó por sustituir el recurso a las armas por el arbitraje y el proceo judicial. En cierta ocasión en que había actuado como padrino de bautismo de un judío en Saint-Denis, el santo confesó al embajador del emir de Túnez que, por ver al soberano tunecino recibir el bautismo, pasaría con gusto el resto de su vida prisionero de los sarracenos.

 

Como las intenciones del rey eran bien conocidas, la promulgación de una nueva cruzada, en 1267, no sorprendió a nadie, pero tampoco entusiasmó a nadie, pues el pueblo temía, entre otras cosas, perder a su buen monarca. Aunque san Luis no tenía entonces más que cincuenta y dos años, estaba gastado por el trabajo, la penitencia y las penurias. Joinville no tuvo empacho en afirmar que «quienes habían aconsejado ese viaje al monarca eran culpables de pecado mortal», y él mismo se negó a participar en la cruzada, alegando que debía quedarse a proteger a los súbditos del monarca de la opresión de los señores. San Luis se embarcó con su ejército en Aigues-Mortes, el l de julio de 1270. La armada se dirigió a Cagliari, en la Cerdeña, y ahí se resolvió proseguir rumbo a Túnez. El rey y su hijo mayor enfermaron de tifus al llegar a este puerto. Al sentir que se acercaba su fin, el santo monarca dio sus últimas instrucciones a sus hijos y a su hija, la reina de Navarra, y se preparó para la muerte. El domingo 24 de agosto, recibió los últimos sacramentos. En seguida mandó llamar a los embajadores griegos y los exhortó ardientemente a la unión con la Iglesia romana. Al día siguiente, perdió el habla durante tres horas y, al recuperarla, levantó los ojos al cielo y dijo en voz alta las palabras del salmista: «Señor, iré a tu casa a adorarte en tu templo santo y a glorificar tu nombre». A las tres de la tarde, exclamó: «En tus manos encomiendo mi espíritu» y murió. Sus huesos y su corazón fueron trasladados a Francia y depositados en la iglesia abacial de Saint-Denis, donde estuvieron hasta que fueron profanados durante la Revolución Francesa. San Luis fue canonizado por el papa Bonifacio VIII en 1297.

 

Naturalmente las fuentes sobre san Luis son muy abundantes. El documento principal, las «Memorias» del señor de Joinville, ha sido traducido prácticamente a todas las lenguas occidentales. En 1955, René Hague publicó una excelente versión. Por lo que toca al aspecto religioso de la vida de san Luis, existen varias biografías latinas muy detalladas, escritas por sus confesores y capellanes, Godofredo de Beaulieu y Guillermo de Chartres. El texto de ambas puede verse en Acta Sanctorum, agosto, vol. V y en muchas otras obras. También es muy importante el relato escrito por el confesor de la reina; puede verse una traducción latina de él en Acta Sanctorum, con muchos datos sobre la canonización. San Luis escribió un relato sobre su cautiverio y una serie de instrucciones a sus hijos Felipe e Isabel. Quien se interese por esas instrucciones hará bien en leer el comentario de Paul Viollet en Bibliothéque de l'École des Chartres, 1869 y 1874.

Imágenes: San Luis de Francia, por El Greco, hacia 1586-94, Musée du Louvre, París: La iluminación pertenece a las Crónicas de Francia (siglo XIV), representa la coronación del santo como rey.

 

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

accedido 10803 veces

ingreso o última modificación relevante: ant 2012

Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_3023