miércoles, 30 de diciembre de 2020

Santa María, Madre de Dios

 

 


Santa María, Madre de Dios

 

Fecha: 1 de enero

Hagiografía: Vaticano

 

Elogio: Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en la octava de la Natividad del Señor y en el día de su Circuncisión. Los Padres del Concilio de Efeso la aclamaron como Theotokos, porque en ella la Palabra se hizo carne, y acampó entre los hombres el Hijo de Dios, príncipe de la paz, cuyo nombre está por encima de todo otro nombre.

 

Catequesis de SS Benedicto XVI el 2 de enero de 2008:

Celebramos la solemne fiesta de María, Madre de Dios. «Madre de Dios», Theotokos, es el título que se atribuyó oficialmente a María en el siglo V, exactamente en el concilio de Éfeso, del año 431, pero que ya se había consolidado en la devoción del pueblo cristiano desde el siglo III, en el contexto de las fuertes disputas de ese período sobre la persona de Cristo.

 

Con ese título se subrayaba que Cristo es Dios y que realmente nació como hombre de María. Así se preservaba su unidad de verdadero Dios y de verdadero hombre. En verdad, aunque el debate parecía centrarse en María, se refería esencialmente al Hijo. Algunos Padres, queriendo salvaguardar la plena humanidad de Jesús, sugerían un término más atenuado: en vez de Theotokos, proponían Christotokos, Madre de Cristo. Pero precisamente eso se consideró una amenaza contra la doctrina de la plena unidad de la divinidad con la humanidad de Cristo. Por eso, después de una larga discusión, en el concilio de Éfeso, del año 431, como he dicho, se confirmó solemnemente, por una parte, la unidad de las dos naturalezas, la divina y la humana, en la persona del Hijo de Dios (cf. DS 250) y, por otra, la legitimidad de la atribución a la Virgen del título de Theotokos, Madre de Dios (cf. ib., 251).

 

Después de ese concilio se produjo una auténtica explosión de devoción mariana, y se construyeron numerosas iglesias dedicadas a la Madre de Dios. Entre ellas sobresale la basílica de Santa María la Mayor, aquí en Roma. La doctrina relativa a María, Madre de Dios, fue confirmada de nuevo en el concilio de Calcedonia (año 451), en el que Cristo fue declarado «verdadero Dios y verdadero hombre (...), nacido por nosotros y por nuestra salvación de María, Virgen y Madre de Dios, en su humanidad» (DS 301). Como es sabido, el concilio Vaticano II recogió en un capítulo de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, el octavo, la doctrina acerca de María, reafirmando su maternidad divina. El capítulo se titula: «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia».

 

El título de Madre de Dios, tan profundamente vinculado a las festividades navideñas, es, por consiguiente, el apelativo fundamental con que la comunidad de los creyentes honra, podríamos decir, desde siempre a la Virgen santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.

 

En estos días de fiesta nos hemos detenido a contemplar en el belén la representación del Nacimiento. En el centro de esta escena encontramos a la Virgen Madre que ofrece al Niño Jesús a la contemplación de quienes acuden a adorar al Salvador: los pastores, la gente pobre de Belén, los Magos llegados de Oriente. Más tarde, en la fiesta de la «Presentación del Señor», que celebraremos el 2 de febrero, serán el anciano Simeón y la profetisa Ana quienes recibirán de las manos de la Madre al pequeño Niño y lo adorarán. La devoción del pueblo cristiano siempre ha considerado el nacimiento de Jesús y la maternidad divina de María como dos aspectos del mismo misterio de la encarnación del Verbo divino. Por eso, nunca ha considerado la Navidad como algo del pasado. Somos «contemporáneos» de los pastores, de los Magos, de Simeón y Ana, y mientras vamos con ellos nos sentimos llenos de alegría, porque Dios ha querido ser Dios con nosotros y tiene una madre, que es nuestra madre.

 

Del título de «Madre de Dios» derivan luego todos los demás títulos con los que la Iglesia honra a la Virgen, pero este es el fundamental. Pensemos en el privilegio de la «Inmaculada Concepción», es decir, en el hecho de haber sido inmune del pecado desde su concepción. María fue preservada de toda mancha de pecado, porque debía ser la Madre del Redentor. Lo mismo vale con respecto a la «Asunción»: no podía estar sujeta a la corrupción que deriva del pecado original la Mujer que había engendrado al Salvador.

 

Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más cerca. En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el título de «Madre de la Iglesia».

 

Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y sugestivo relato con las palabras: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 27). Así es la traducción española del texto griego: «eis tà idía»; la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida (eis tà idía) es el testamento del Señor. Por tanto, en el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María.

 

Queridos hermanos y hermanas, en estos primeros días del año se nos invita a considerar atentamente la importancia de la presencia de María en la vida de la Iglesia y en nuestra existencia personal. Encomendémonos a ella, para que guíe nuestros pasos en este nuevo período de tiempo que el Señor nos concede vivir, y nos ayude a ser auténticos amigos de su Hijo, y así también valientes artífices de su reino en el mundo, reino de luz y de verdad.

 

Fra Angelico: María con el Niño, rodeados de santos, 1438-40, Museo di San Marco, Florencia

Fuente: Vaticano

Ingreso o última modificación relevante: ant 2012

 

Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_1

 

San Silvestre I, papa

 



San Silvestre I, papa


Fecha: 31 de diciembre
†: 335 - país: Italia

Canonización: pre-congregación
Hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI


Elogio: San Silvestre I, papa, que piadosamente rigió la Iglesia durante muchos años, período en el cual el emperador Constantino Augusto construyó basílicas venerables, y el Concilio de Nicea aclamó a Cristo como Hijo de Dios. En este día su cuerpo fue enterrado en Roma, en el cementerio de Priscila.


Patronazgos: patrono de los animales e intercesor por un buen año nuevo.

Refieren a este santo: San Inocencio de Tortona


Oración: Socorre, Señor, a tu pueblo que se acoge a la intercesión del papa san Silvestre primero, para que, pasando esta vida bajo tu pastoreo, pueda alcanzar en la gloria la vida que no acaba. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).


Al papa Silvestre I, lo mismo que a su predecesor san Milcíades, se le recuerda más por los sucesos que tuvieron lugar durante su pontificado que por su vida y sus hechos. Vivió en una época de tan grande trascendencia histórica que, inevitablemente surgieron en torno suyo diversas leyendas y anécdotas sensacionales, como las que figuran en la obra «Vita beati Silvestri», pero sin valor como datos para los registros de la historia. En cambio, el Liber Pontificalis hace constar que era el hijo de un romano llamado Rufino, elegido papa a la muerte de san Milcíades, en 314, casi un año después de que el Edicto de Milán había garantizado la libertad para la Iglesia. En consecuencia, las leyendas más significativas sobre san Silvestre se fabricaron alrededor de sus relaciones con el emperador Constantino. En ellas se representa a Constantino como a un leproso que, al convertirse al cristianismo y al recibir el bautismo de manos del papa Silvestre, quedó curado. Como muestra de gratitud hacia el vicario de Cristo en la tierra, el emperador concedió numerosos derechos y privilegios al Papa y sus sucesores y dejó bajo el dominio de la Iglesia a las provincias de Italia. La historia de los «donativos de Constantino» («Donatio Constantini»), que se compuso y se utilizó para fines políticos y eclesiásticos durante la Edad Media, se ha reconocido desde hace mucho como una falsedad, incluyendo el bautismo de Constantino por san Silvestre, ya que en realidad Constantino era todavía catecúmeno cuando se hallaba en su lecho de muerte y fue entonces, dieciocho meses después de la muerte de San Silvestre, cuando un obispo arriano lo bautizó en Nicomedia.

A los pocos meses de ocupar la silla de San Pedro, el Papa envió una delegación personal al sínodo convocado en Arles para tratar la disputa donatista. Los obispos reunidos en aquella asamblea formularon críticas por la ausencia del Pontífice que, en vez de presentarse en la reunión, permanecía en «el sitio donde los Apóstoles tienen su tribunal permanente». En junio del año 325, se reunió en la ciudad de Nicea, en Bitinia, el primer Concilio Ecuménico o general de la Iglesia, al que concurrieron unos 220 obispos, casi todos orientales. El papa Silvestre envió de Roma, como delegados, a dos sacerdotes. El Concilio presidido por un obispo de occidente, Osio de Córdoba1, condenó las herejías de Arrio y con ello dio principio a una larga y devastadora lucha dentro de la Iglesia. No hay noticias precisas de que san Silvestre haya ratificado oficialmente la firma de sus delegados en las actas del Concilio.

Es probable que haya sido a san Silvestre y no a Milcíades a quien Constantino cedió el palacio de Letrán, donde el Papa estableció su cátedra e hizo de la basílica de Letrán la iglesia catedral de Roma. Durante el pontificado de san Silvestre, el emperador (que en el 330 trasladó su capital de Roma a Bizancio) hizo construir las primeras iglesias romanas, como la de San Pedro en el Vaticano, la de la Santa Cruz en el palacio sesoriano y la de San Lorenzo extramuros. El nombre de este Papa, junto con el de San Martín, ha quedado impuesto hasta ahora a la iglesia titular de un cardenal que, por aquel entonces, fue fundada cerca de los baños de Diocleciano, por un sacerdote llamado Equicio. San Silvestre construyó también otra iglesia en el cementerio de Priscila, sobre la Vía Salaria. En aquel mismo lugar fue enterrado en el año 335. Pero en el 761, el papa Pablo I trasladó sus reliquias a la iglesia de San Silvestre in Capite, que es ahora la iglesia nacional de los ingleses católicos en Roma. Desde el siglo XIII, se generalizó la celebración de la fiesta de este santo Pontífice en el Occidente el 31 de diciembre, y también se observa en el Oriente (el 2 de enero), la conmemoración de aquel primer Pontífice de Roma, después de que la Iglesia salió de las catacumbas.

En cuanto a la «Donatio Constantini», parece ser que, con fecha anterior a ese documento, circuló una historia de san Silvestre, inventada para edificación de los lectores piadosos de la segunda mitad del siglo quinto, donde figura, por ejemplo, el relato de una discusión teológica entre san Silvestre y doce doctores judíos. Hay indicios de que el Liber Pontificalis se documentó en el mencionado libro al hablar del Constitutum Silvestri. Pero también había otra versión de esta leyenda que incluía incidentes tales como la lucha contra un dragón y que modificaba radicalmente otros detalles. En el siglo IX, encontramos textos en los que estos elementos están fundidos con otros nuevos. Por otra parte, desde el siglo sexto comenzaron a aparecer las versiones griegas sobre ese mismo tema. Uno de estos textos griegos se ha conservado en cuarenta copias que ahora existen. También hubo traducciones de las actas de san Silvestre al sirio y al armenio, así como una homilía en verso, atribuida a Santiago de Sarug. En algunas de estas versiones orientales se presenta a san Silvestre como compañero de viaje de santa Elena, la madre de Constantino, por Palestina, y se afirma, además, que el Papa tomó parte en el descubrimiento de la verdadera Cruz. San Silvestre ocupó un lugar importantísimo en el movimiento intelectual medieval.

J. P. Kirsch hizo un profundo estudio sobre el espurio documento de la «Donatio Constantini» en la Catholic Encyclopedia (vol. v, pp. 118-121, hay traducción al español, pero atención que en numerosos casos la traducción es de pésima calidad, no he contrastado éste). W. Lewinson tiene también un estudio sobre los diversos elementos que contribuyeron a la fabricación de la fábula: «Konstantinische Schenkung und Silvester Legende», en Miscellanea Francesco Ehrle (vol. II, 1924, pp. 159-247). Ver Liber Pontificalis, edición Duchesne, vol. I, pp. CXXXV y 170-201. El período histórico de san Silvestre se encuentra, como no podía ser menos, ampliamente tratado en cualquier historia de la Iglesia, por ejemplo, H. Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, tomo I, pág. 569ss., Herder, 1966. Imagen: San Silvestre es recibido por Constantino, fresco de 1246, en la Capilla de San Silvestre en la iglesia de los Cuatro Coronados, Roma.

1 Osio de Córdoba, Ossio u Hosio es santo para la Iglesia oriental, tanto ortodoxa como católica, aunque no está incluido en el Martirologio Romano. San Isidoro de Sevilla se hizo eco de cierta tradición que señalaba que a lo último de su vida, a los 101 años, y bajo tortura, habría apostatado de la fe católica aceptando un credo semiarriano; esta tradición ha sido refutada de muchas maneras, pero no lo suficiente como para aceptarlo como confesor o como mártir en la Iglesia occidental. En todo caso es uno de los grandes Padres de la Iglesia latina. Ver Quasten: Patrología III, BAC, pág 71-73 y una defensa de su ortodoxia en «Hosius vere Hosius», por el Pbro. Miguel José Maceda, Bononia, 1790. Nota de ETF

Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?

Santo Tomás Becket, obispo y mártir

 

 

Santo Tomás Becket, obispo y mártir

 

Fecha: 29 de diciembre

n.: c. 1118 - †: 1170 - país: Reino Unido (UK)

Otras formas del nombre: Thomas Beckett

Canonización: C: Alejandro III 21 feb 1173

Hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

 

Elogio: Santo Tomas Becket, obispo y mártir, que, por defender la justicia y la Iglesia, fue obligado a desterrarse de la sede de Canterbury y de su misma patria, Inglaterra, a la que volvió al cabo de seis años y donde padeció mucho hasta que emigró hacia Cristo, al ser asesinado en la catedral por los esbirros del rey Enrique II.

 

Refieren a este santo: San Avertino, Santo Tomás Moro

 

Oración: Señor, tú que has dado a santo Tomás Becket grandeza de alma para entregar su vida en pro de la justicia, concédenos, por su intercesión, sacrificar por Cristo nuestra vida terrena para recuperarla de nuevo en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).

 

Hay una tradición muy conocida en la que se relata que la madre de Santo Tomás Becket era una princesa sarracena que, perdidamente enamorada de un peregrino o un cruzado inglés apellidado Becket, lo siguió desde Tierra Santa y a través de Europa, sin pronunciar ante las gentes que encontraba a su paso más que las dos únicas palabras que conocía en inglés y que le interesaban: «London» y «Becket». Así fue como encontró por fin a su amado, se convirtió al cristianismo y se casó con él. En realidad, no hay ningún fundamento para esta leyenda. Varios contemporáneos nos han hablado de los parientes del santo. Un tal Fitz Stephen, un clérigo al servicio de la familia, dice: «Su padre era Gilbert, alguacil de Londres, y el nombre de su madre era el de Matilda. Los dos eran ciudadanos de estirpe burguesa que no hicieron dinero con la usura ni ejercieron el comercio, pero vivían respetablemente con lo que tuviesen». Otros dicen que el nombre de la madre era Rohesia y que fue normanda como su marido. De todas maneras, se sabe que el hijo de la pareja nació el día de santo Tomás del año 1118, en Londres, y que fue enviado a educarse con los canónigos regulares en Merton, localidad del Surrey. Al cumplir los veintiún años, perdió a su madre y, poco después, a su padre. Ya para entonces, los bienes de Gilbert habían menguado bastante y Tomás tuvo que trabajar como empleado de un pariente, llamado Osbert Eightpence, en Londres. También trabajó para Richer de l'Aigle, quien gustaba de hacerse acompañar por el chico en sus cacerías, sobre todo cuando las hacía con halcones y, así despertó en Tomás la afición por las correrías a campo abierto, que siempre cultivó. Cierto día en que perseguía a una presa, el halcón que llevaba sobre el hombro, se lanzó al río para atrapar a un pato. Tomás, temeroso de perder a su halcón, se lanzó también al agua con la intención de rescatarlo, pero la rápida corriente lo arrastró hasta un molino y sólo salvó la vida gracias a que la rueda del molino se detuvo, milagrosamente según se dijo, cuando estaba a punto de triturar el cuerpo del joven. Aquel incidente fue característico de la impetuosidad de Tomás y no uno de los motivos que «le hicieron tomar la vida más en serio». Al cumplir los veinticuatro años, obtuvo un puesto en la servidumbre de Teobaldo, el arzobispo de Canterbury.

 

No pasó mucho tiempo sin que recibiese las órdenes menores y muchos favores por parte de Teobaldo, quien se preocupó de que Tomás obtuviese numerosos beneficios en toda la zona comprendida desde Beverley hasta Shoreham. En 1154 fue ordenado diácono, y el arzobispo le nombró archidiácono de Canterbury, un puesto que era, por entonces, el primero en dignidad eclesiástica en Inglaterra, después de los obispos y los abades. Teobaldo le encomendó el manejo de asuntos muy delicados, rara vez hacía algo sin consultarle, en varias ocasiones le envió a Roma con misiones importantes. Por otra parte, el arzobispo jamás tuvo motivos para arrepentirse de haber depositado su entera confianza en Tomás de Londres, como se le llamaba generalmente. En el «Thomas Saga Erkibyskupus», de Norse, se describe al joven y brillante clérigo de esta manera: «Era delgado de cuerpo y de tez pálida, con cabello oscuro, nariz larga y facciones duras. Su carácter alegre le hacía atractivo y amable en la conversación; hablaba siempre con sinceridad y, no obstante cierto leve tartamudeo, era tan claro su discernimiento y tan ágil su mente, que siempre hacía de las cuestiones más difíciles y complicadas el asunto más simple, por su diestra manera de tratarlo». Los monarcas gustan tener a la mano a hombres de esta calidad. Además, gracias a la diplomacia de Tomás de Londres, se había conseguido que el Papa, beato Eugenio III, dejase de apoyar la sucesión al trono de Eustacio, el hijo de Esteban, y de esta manera, la corona quedó firme en la cabeza de Enrique de Anjou. En consecuencia, hacia 1155, nos encontramos a santo Tomás Becket, a la edad de treinta y seis años, nombrado canciller del rey Enrique II.

 

Su secretario, Herbert de Bosham, escribió al respecto que «Tomás dejó de lado su dignidad de archidiácono y se hizo cargo de sus deberes de canciller, que desempeñó con entusiasmo y habilidad». Por cierto que su talento tuvo un amplio campo de acción, puesto que el cargo de canciller era uno de los más destacados del reino. Así como otro canciller y mártir posterior, santo Tomás Moro, fue amigo personal y fiel servidor de su soberano Enrique VIII, Tomás Becket era amigo de Enrique II y en mayor grado de intimidad. Se ha comentado que el monarca y su canciller no tenían más que un solo corazón y una sola cabeza; si acaso era así, es indudable que la influencia de Becket tuvo muchísimo que ver en aquellas reformas por las que tanto se alaba a Enrique II, como por ejemplo, las medidas para administrar mejor la justicia y la igualdad de trato, por medio de un sistema de leyes más uniforme. Pero su amistad no se limitaba al común interés en los asuntos de Estado y, en los momentos de descanso y de holgura, sus relaciones personales eran de un «compañerismo retozón», como las describen algunos escritores. Una de las más destacadas virtudes de Tomás como canciller, fue incuestionablemente la magnificencia, aunque es necesario decir que cayó en algunos excesos. Su residencia y su servidumbre se podían comparar con las de un rey. Cuando se le envió a Francia para negociar un matrimonio real, su séquito personal estaba formado por doscientos hombres y aún había varios cientos más, entre caballeros y nobles, clérigos y criados, músicos y trovadores, que escoltaban la caravana de ocho carros cargados de presentes, caballos, halcones y perros de caza, micos y mastines. Los franceses se quedaron con la boca abierta al ver tanto esplendor y comentaron entre sí: «¡Si este es el canciller del Estado, cómo será la magnificencia del rey!» La forma en que trataba a sus invitados y recibía a sus huéspedes, estaba a la altura correspondiente, y su generosidad hacia los pobres estaba en proporción con todo lo demás.

 

En el año de 1159, el rey Enrique formó en Francia un ejército de mercenarios, con el propósito de recuperar el condado de Toulouse, que pertenecía, por herencia, a su esposa. En las contiendas que resultaron, tomó parte Becket con un ejército de setecientos de sus caballeros y no sólo dio muestras de ser un buen general, sino también un valiente luchador. Cubierto con su armadura, encabezó los ataques y, no obstante su condición de clérigo, participó en encuentros con el enemigo, cuerpo a cuerpo. Por lo tanto, no es sorprendente que el prior de Leicester, al encontrarse con él en Rouen, exclamase lleno de asombro: «¿Qué hacéis vestido de esa manera? ¡Más parecéis un guerrero que un clérigo! Sin embargo, sois un clérigo en vuestra persona y mucho más lo sois en vuestras dignidades: archidiácono de Canterbury, decano de Hastings, preboste de Beverley, canónigo de ésta y de aquella iglesia, procurador del arzobispado y, según corren los rumores, con muchas posibilidades de llegar a arzobispo». Becket recibió los reproches con toda serenidad y respeto, pero repuso que él conocía a tres pobres sacerdotes ingleses a quienes vería complacido como arzobispos antes que verse él elevado a tan alta dignidad, porque en ese caso, tendría que elegir, inevitablemente, entre el favor del rey y el favor de Dios.

 

No obstante que la participación continua en los asuntos públicos, la magnificencia espectacular y la actividad secular eran los aspectos predominantes en la vida de Becket como canciller, no eran los únicos. Durante toda su vida fue orgulloso, irascible y violento, pero también sabemos de sus «retiros» en Merton, de las disciplinas a que se sometía y de sus plegarias en las largas noches de vigilia. Asimismo, conocemos el testimonio de su confesor sobre la intachable vida privada del canciller bajo condiciones de extremo peligro y grandes tentaciones de toda especie. Y, si a veces iba demasiado lejos al colaborar en los planes y proyectos de su real señor, que a veces infringían los derechos de la Iglesia, no tuvo reparos en marcarle el alto en otros asuntos peores, como el caso del matrimonio de María de Boulogne, que siendo abadesa de Romsey contrajo matrimonio contra el parecer de la Iglesia por asumir los títulos nobiliarios.

 

Teobaldo, el arzobispo de Canterbury, murió en el año de 1161. En aquellos momentos, el rey Enrique se hallaba en Normandía con su canciller, a quien ya tenía pensado entregar el arzobispado. En cuanto le hizo la propuesta, Becket repuso con firmeza: «Si Dios permite que yo ascienda a la dignidad de arzobispo de Canterbury, no pasará mucho tiempo sin que pierda los favores de Vuestra Majestad, y todo el afecto con que vos me honráis se transformará en odio. Puesto que Vuestra Majestad proyectará hacer ciertas cosas que vayan en perjuicio de los derechos de la Iglesia, mucho me temo que Vuestra Majestad requiera de mí una ayuda o una aprobación que no podré darle. No faltarán personas envidiosas que aprovechen esas ocasiones para alentar una amarga e interminable desavenencia entre vos y yo». El rey hizo caso omiso de los escrúpulos de Tomás, y éste se negó a aceptar la dignidad obstinadamente, hasta que el cardenal Enrique de Pisa acalló sus recelos. La elección se llevó a cabo en mayo de 1162. El príncipe Enrique, que se encontraba en Londres, dio su aprobación en nombre de su padre, y Becket partió inmediatamente de Londres a Canterbury. En el camino distribuyó algunos cargos privados entre diversos miembros de su clero y a todos les recomendó encarecidamente que le observaran y le advirtieran de la menor falta en su conducta, «porque en esas cuestiones, cuatro ojos ajenos ven mejor y más claramente que los dos propios». El sábado de la semana de Pentecostés, fue ordenado sacerdote por Walter, el obispo de Rochester, y en la octava de Pentecostés, recibió la consagración de manos de Enrique de Blois, obispo de Winchester (santo Tomás decretó que el aniversario de su consagración se observase en toda su provincia con una fiesta en honor de la Santísima Trinidad, ciento cincuenta años antes de que esa conmemoración se adoptase en la Iglesia de Occidente). Poco tiempo después, recibió el palio que le enviaba el Papa Alejandro III.

 

Hacia fines de aquel año, se produjo un cambio notabilísimo en su manera de vivir. Sobre sus carnes llevaba una camisa de cerdas, y su vestimenta ordinaria era una casaca negra, una sobrepelliz de lino y la estola sacerdotal al cuello. De acuerdo con la regla de vida que estableció para sí, se levantaba muy de mañana para leer las Sagradas Escrituras, siempre en compañía de Herbert de Bosham, a fin de discutir o aclarar con él algunos de los pasajes. A las nueve de la mañana, cantaba la misa, o bien asistía a ella cuando no era él quien la celebraba. Una hora más tarde, y a diario, distribuía personalmente las limosnas, las que elevó al doble de lo que daban sus antecesores. Dormía o descansaba un poco después del mediodía y, a las tres de la tarde, comía con sus invitados y familiares en el gran salón. En vez de música, durante la comida se leía un libro piadoso. Siempre se sirvieron en su mesa los alimentos más escogidos y los manjares suculentos, pero eso era para los huéspedes e invitados, porque el arzobispo conservaba invariablemente una templanza y una moderación notables. Casi todos los días visitaba la enfermería y el vecino claustro de los monjes. Entre sus propios familiares y servidores, estableció cierta regularidad monástica. Tomaba especial cuidado en la selección de candidatos a las sagradas órdenes, los examinaba personalmente y, de acuerdo con su capacidad judicial, ejercía la justicia rigurosamente. «Ni siquiera las cartas y las solicitudes del rey tenían poder alguno para inclinarle en favor de un hombre que no tuviese el derecho justo de su parte», dicen sus biógrafos.

 

No obstante que el arzobispo había renunciado a su cancillería, en contra de los deseos del rey, las relaciones entre ambos se conservaban tan amistosas como antes. A pesar de ciertas diferencias, el rey Enrique le manifestaba todavía sus favores, le daba grandes muestras de afecto y parecía conservar aún el cariño que le había profesado desde un principio. El primer descontento serio se produjo en Woodstock donde residía temporalmente el monarca con su corte. Era costumbre pagar dos chelines anuales a los alguaciles de los condados, por cada una de las parcelas de tierra arrendadas o de propiedad de los colonos, a fin de que los alguaciles protegieran a éstos contra la rapacidad de los cobradores de impuestos (parece que en estos cobros se hacían los chanchullos de la peor especie). En aquella ocasión, el rey ordenó que las sumas le fueran pagadas a su tesorero. El arzobispo le hizo ver que se trataba de un pago voluntario que no podía ser cobrado, ni mucho menos exigido como un haber de la corona. «Si los alguaciles, sus sargentos y oficiales», replicó Becket, «cumplen con defender y proteger al pueblo, pagaremos; de otra manera, nada se pagará». A esto repuso el rey con un juramento profano: «¡Por Dios, que sí pagaréis!», exclamó altivo y con tono airado. «Con todo el respeto que se debe a ese santo nombre, mi rey y señor», dijo Becket, «debo advertiros que no se pagará ni un penique en las tierras bajo mi jurisdicción». El monarca no dijo nada más en aquel momento, pero ya estaba resentido. Después se produjo el caso de Felipe de Brois, un canónigo que fue acusado de asesinato. Según las leyes de aquellos tiempos, el canónigo fue juzgado por un tribunal eclesiástico, y el obispo de Lincoln lo declaró inocente. Pero uno de los jueces que el rey envió como observadores, Simón Fitzpeter, citó al acusado ante su propio tribunal civil. El canónigo Felipe se negó a aceptar aquel proceso y se dirigió a Fitzpeter con altanería y en términos insultantes. Entonces, el rey ordenó que el reo fuese juzgado por el delito original, y además por desacato a la autoridad. Pero intervino Tomás Becket para exigir que el proceso se siguiese en su propio tribunal, a lo que el monarca tuvo que acceder contra toda su voluntad. La sentencia previa fue aceptada como válida, pero, a causa del desacato al juez Fitzpeter, se le condenó a ser azotado y a la suspensión temporal de sus beneficios. Al rey Enrique le pareció demasiado benigna aquella sentencia y convocó a los asesores para demandarles: «¿Me juraréis en nombre de Dios que no salvasteis al acusado por ser un miembro del clero?» Todos se manifestaron prontos a jurar, pero Enrique no quedó satisfecho y su resentimiento aumentó.

 

Se acumularon incidentes y conflictos semejantes, hasta que, en el mes de octubre de 1163, el rey convocó a los obispos a un concilio en Westminster, para exigirles que se hiciera entrega a los poderes civiles de los clérigos delincuentes y criminales a fin de aplicarles el merecido castigo. Los obispos se mostraron un tanto vacilantes y atemorizados, pero Tomás los alentó a mantenerse firmes. Entonces el rey les pidió una solemne promesa de atenerse a sus reales costumbres, las cuales no especificó. Santo Tomás y los otros miembros del concilio accedieron, pero con la salvedad de que, «si las costumbres del rey afectaban a la Iglesia», no podrían tolerarlas. De acuerdo con los objetivos del monarca, aquella salvedad equivalía a una rotunda negativa y, en consecuencia, al día siguiente despojó a Tomás de algunos títulos, beneficios y castillos que el arzobispo conservaba desde sus tiempos de canciller. En el curso de una tempestuosa entrevista realizada en Northampton, el rey trató en vano de obligar a su antiguo amigo a modificar su actitud, y el conflicto estalló por fin en el consejo de Clarendon, cerca de Salisbury, a principios de 1164. Como Tomás no había recibido más que un apoyo muy débil por parte del papa Alejandro III, al comienzo de las sesiones se mostró conciliatorio y aun prometió hacer «todo lo posible por aceptar las 'costumbres' del rey», pero en cuanto leyó las constituciones en las que se exponían detalladamente esas costumbres reales que él debía aprobar, exclamó: «¡No permita Dios que yo ponga mi Sello en esto!» Las constituciones establecían, entre otras cosas, que ningún prelado podía abandonar el territorio del reino sin el permiso del monarca, ni apelar a Roma sin el consentimiento del mismo; ningún funcionario con algún alto puesto civil o cortesano podría ser excomulgado en contra de la voluntad del rey (esto se había reclamado desde los tiempos de Guillermo I, pero nunca se concedió porque era una evidente infracción a la jurisdicción espiritual de la Iglesia); los beneficios de las sedes u otros puestos eclesiásticos vacantes y las ganancias que produjeran, quedarían bajo la custodia del rey (aquel abuso ya había sido reconocido durante el reinado de Enrique I); y -lo que llegó a ser la cláusula crítica- los clérigos convictos y sentenciados en los tribunales eclesiásticos deberían quedar a disposición de los funcionarios del rey (con la posibilidad de recibir el castigo por partida doble).

 

El arzobispo estaba ya profundamente arrepentido de haberse mostrado débil al principio, en su oposición a las pretensiones del rey, y se mostraba muy dispuesto a poner un ejemplo que los otros obispos habrían de seguir sin vacilaciones. «¡Soy un hombre orgulloso y vano!», exclamó entonces, lleno de amargura, «No soy nada más que un criador de aves de presa y perros de caza ¡Y es a mí a quien han hecho pastor de un rebaño! No merezco otra cosa sino que me expulsen de la sede que ocupo». Desde aquel momento y durante más de cuarenta días, en tanto que aguardaba la absolución y la autorización del Papa, no volvió a celebrar la misa. Hizo repetidos intentos de allanar las cosas y llegar a la concordia, pero ya el rey Enrique le consideraba como su enemigo y le había sometido a una persecución sistemática que culminó con una denuncia judicial contra Tomás para que pagase 30.000 marcos que supuestamente le debía de los tiempos en que fue canciller del reino (no obstante que, al ser consagrado arzobispo, obtuvo un documento de descargo, perfectamente claro y preciso). El rey Enrique se negó a recibirlo cuando fue a solicitarle audiencia en Woodstock. y en dos ocasiones se le impidió cruzar el canal para trasladarse al continente a fin de presentar su caso ante el Pontífice. Después, el rey Enrique convocó a un nuevo concilio en Northampton.

 

De aquella reunión resultó un ataque concreto y directo en contra del arzobispo, en el que los prelados se plegaron a los deseos de los señores. En primer lugar, se le condenó a pagar una crecida multa por no haberse presentado ante el tribunal del rey luego de haber recibido una cita para hacerlo en un proceso en su contra; en segundo lugar, se pronunciaron varias causas por mal uso del dinero del reino y, por fin, se le exigió qué presentase ciertas cuentas de la cancillería. Enrique, el obispo de Winchester, abogó por el descargo del canciller, pero no se le autorizó a tomar su defensa. Entonces, se ofreció a hacer un pago ex gratia de 2.000 marcos de su propio peculio. El martes 13 de octubre de 1164, Santo Tomás celebró la misa votiva de san Esteban Protomártir y, al término de la misma, sin mitra ni palio, con la cruz del arzobispo metropolitano en la mano, se dirigió a la sala del concilio. El rey y los barones deliberaban en una habitación aparte. Tras una larga espera, el conde de Leicester salió para hablar con el arzobispo: «El rey manda que le entreguéis las cuentas», le dijo, «en caso contrario, seréis sometido a un juicio». «¿Un juicio?», preguntó extrañado santo Tomás, «la iglesia de Canterbury me fue entregada libre de toda obligación temporal. Por lo tanto, en lo que se refiere a obligaciones temporales, no tengo nada de que responder ni puedo ser sometido a proceso». Luego de una fría reverencia, el de Leicester dio media vuelta para informar al rey sobre la contestación, pero Becket le detuvo. «Señor conde e hijo mío, escuchad», dijo en tanto que tendía una mano hacia él, «estáis obligado a obedecer a Dios y a mí antes que a vuestro rey terrenal. No hay ley ni razón que permita a los hijos juzgar a sus padres ni condenarlos. Por eso rechazo el juicio del rey y el vuestro y el de todos. Tan sólo por el Papa puedo ser juzgado, después de Dios y ante Él». Ya para entonces, los barones habían salido de la habitación privada y escuchaban a Becket en la sala de concilios. Este se dirigió concretamente a los prelados: «A vosotros, obispos, compañeros míos, que habéis servido al hombre antes que a Dios, a vosotros os convoco ante el Pontífice. De esta manera, protegido por la autoridad de la Iglesia católica y de la Santa Sede, salgo de aquí». Un vocerío en el que se destacaba la palabra «¡Traidor, traidor!», siguió al arzobispo, que abandonó la sala pausadamente. Aquella misma noche, Tomás Becket huyó desde el puerto de Northampton, bajo una lluvia torrencial y, tres semanas más tarde, dentro del mayor secreto, abordó una nave en Sandwich.

 

Santo Tomás y los pocos fieles que le siguieron, desembarcaron en Flandes y se refugiaron en la abadía de Saint Omer, gobernada por san Bertino. Desde allí, el arzobispo envió delegados a Luis VII, rey de Francia, quien los recibió amablemente y formuló la invitación para que Tomás Becket se amparase en sus dominios. En aquellos momentos, el papa Alejandro III se encontraba en la ciudad de Sens. Antes de que santo Tomás pudiese llegar allí, los obispos y caballeros del bando del rey Enrique se le adelantaron para formular gravísimas acusaciones contra el arzobispo ante el Pontífice, pero ya habían partido cuando llegó el acusado. Tomás mostró al Papa las dieciséis Constituciones de Clarendon, muchas de las cuales fueron calificadas de «intolerables» por el Pontífice, quien incluso reconvino al arzobispo por haber pensado en aceptarlas. Entre los clérigos, su principal enemigo era Gilbert Foliot, obispo de Londres. Este comenzó su arenga con mucha vehemencia y el Papa le interrumpió: «¡Por gracia, hermano!», le dijo. «¿Debo tener gracia para él, mi señor?», preguntó Gilbert, a lo que el Papa respondió: «No imploro la gracia para él, hermano, sino para ti mismo».

 

Al día siguiente, en la segunda entrevista, confesó Becket haber recibido la sede de Canterbury, aunque en contra de su voluntad, pero sí por medio de una elección que posiblemente se llevó a cabo fuera de los cánones y en la que él no había participado de ninguna manera. Después de esta admisión, renunció a su dignidad en manos del Sumo Pontífice, le entregó el anillo que sacó de su dedo y se retiró. En seguida, le llamó de nuevo el Papa y le devolvió todas sus dignidades y le mandó que no abandonase su puesto, ya que eso equivaldría, evidentemente, a abandonar la causa de Dios. El Papa recomendó al exilado arzobispo al abad del Pontigny para que le hospedara y protegiera. Santo Tomás ingresó a aquel monasterio de la orden del Cister, como a un retiro religioso, un lugar de penitencia para expiación de sus pecados; se sometió a las reglas del convento y no permitió que se hiciera ninguna distinción en su favor. Dedicó el tiempo al estudio y a escribir cartas, tanto a sus partidarios como a sus contrincantes, aunque de nada sirvieron para alcanzar un acuerdo pacífico. Mientras tanto, el rey Enrique confiscaba los bienes de todos los amigos, parientes y servidores de Tomás, dictaba órdenes de destierro contra ellos y a muchos los obligaba a viajar hasta Pontigny para que se presentaran, miserables y despojados como estaban, ante el arzobispo y le mostraran que, por culpa suya habían caído en tan grande desgracia. Gran número de exilados comenzaron a llegar a Pontigny para conmover a Becket. Al reunirse el capítulo general de la orden del Cister en Citeaux, recibió una intimación del rey de Inglaterra en el sentido de que si los monjes persistían en asilar a su enemigo, procedería a confiscar las casas de la orden en todos sus dominios. No le quedaba al abad del Cister otra alternativa que la de insinuar a santo Tomás la necesidad de abandonar su refugio de Pontigny. Así lo hizo el santo prontamente y fue a refugiarse en la abadía de San Columbano, cerca de Sens, como huésped del rey Luis de Francia. A lo largo de casi seis años, hubo negociaciones entre el Papa, el arzobispo y el monarca inglés. A santo Tomás se le nombró legado a latere para toda Inglaterra, a excepción de York, y, desde su alto cargo, excomulgó a muchos de sus adversarios, se mostró amenazante y también conciliador, pero el papa Alejandro creyó conveniente anular algunas de sus sentencias. El rey Luis de Francia se vio arrastrado a la lucha. En enero de 1169, el monarca francés y el inglés mantuvieron una conferencia con el arzobispo en Montmirail, donde Tomás se resistió a ceder en dos puntos de los que se le propusieron. Una conferencia similar, que se llevó a cabo en Montmartre durante el otoño, fracasó también, a causa de la intransigencia de Enrique. Becket redactó una serie de cartas a los obispos para ordenarles la publicación de una sentencia de entredicho sobre el reino de Inglaterra.

 

Entonces, sin que nadie lo esperase, en julio de 1170, el rey y el arzobispo se reunieron de nuevo en Normandía y, por fin, se llegó a una reconciliación sin que se hicieran, al parecer, referencias a los asuntos en disputa. El 19 de diciembre, santo Tomás desembarcó en Sandwich y, no obstante que el alguacil de Kent trató de detenerlo, el corto trayecto desde ahí a Canterbury fue una marcha triunfal. Las gentes alineadas a lo largo del camino le aclamaban, y las campanas de todas las iglesias se echaron a vuelo. Sin embargo, aquella no era la paz (en marzo de aquel mismo año, es decir ocho meses antes, san Godrico había enviado un mensaje a santo Tomás para vaticinarle que regresaría a Inglaterra y moriría poco después. Cuando Tomás se despidió del obispo de París le dijo: «Vuelvo a Inglaterra para morir»). Los que retenían el poder estaban de plácemes, puesto que tenían la presa a su merced, y Tomás se vio obligado a hacer frente a la desagradable tarea de tratar con Roger du Pont-l'Evéque, arzobispo de York, y los otros obispos que habían colaborado con éste en el acto de coronación del hijo del rey Enrique, en abierto desafío a los derechos de Canterbury y, quizá, en contra de las instrucciones del Papa. Ya había enviado santo Tomás las cartas de suspensión para el arzobispo Roger y otros, así como la excomunión de los obispos de Londres y de Salisbury. Los tres prelados partieron juntos a Francia, donde estaba el rey Enrique, para apelar a su justicia.

 

Mientras tanto, Tomás Becket permanecía en Kent, sujeto a la constante persecución y a los insultos del señor Ranulfo de Broc, a quien el arzobispo había exigido (inoportunamente, dadas las circunstancias) la devolución del castillo de Saltwood, un edificio que pertenecía a su sede. Luego de pasar una semana en Canterbury, el arzobispo hizo una visita a Londres, donde fue recibido con regocijo por todos, menos por el hijo de Enrique, «el joven rey», quien se negó a verlo. Luego de saludar a varios de sus amigos, el arzobispo regresó a Canterbury, donde celebró su quincuagésimo segundo cumpleaños. Al mismo tiempo, los tres obispos sancionados por el de Canterbury, habían presentado sus quejas ante el rey. La conferencia tuvo lugar en Bur, cerca de Bayeux y, en el curso de la misma, alguien declaró en voz alta que no podría haber paz en el reino mientras viviera Becket. Fue entonces cuando el rey Enrique, en uno de sus accesos de furor, pronunció las palabras fatales que algunos de sus oyentes interpretaron como una réplica por la que autorizaba a suprimir a aquel «clérigo infernal que le hacía la vida imposible». Al momento, cuatro caballeros emprendieron el viaje a Inglaterra y desembarcaron en las costas de Saltwood. Sus nombres eran: Reinaldo Fitzurse, Guillermo de Tracy, Hugo de Morville y Richard le Breton.

 

El día de San Juan, el arzobispo recibió una carta donde se le advertía sobre el peligro a que estaba expuesto. En toda la región sudeste de Kent, la población estaba a la expectativa y vivía en un estado de constante tensión. Por la tarde del 29 de diciembre, los caballeros procedentes de Francia se entrevistaron con él. Durante la conferencia se le hicieron al arzobispo varias exigencias, entre ellas, la de que levantase las censuras impuestas a los tres obispos que habían pedido clemencia al rey. La entrevista empezó serenamente y terminó en una tempestad de voces, gritos y amenazas. Los caballeros, al partir, proferían juramentos y maldiciones. Apenas habían trascurrido unos minutos, cuando se escuchó afuera una gritería descomunal, golpes en las puertas y el chocar de las armas. Dentro, los familiares y servidores de santo Tomás le rodearon y se lo llevaron pausadamente en dirección a la iglesia. Uno de los servidores portaba la cruz delante de él. En la catedral comenzaban a cantarse las vísperas, y un grupo de monjes aterrorizados se acercó a la puerta del crucero norte por donde entró el arzobispo. «¡Retiraos al coro!» les ordenó Becket, «mientras permanezcáis agolpados frente a la puerta, no podré entrar». Los monjes se apartaron, sin retirarse y, cuando el arzobispo avanzaba entre ellos, serenamente hacia el interior de la iglesia, pudieron ver las sombras de hombres armados en la penumbra del claustro (ya casi era de noche). Tan pronto como entró el arzobispo, los monjes cerraron y atrancaron la puerta con tanta precipitación, que dejaron fuera a algunos de sus hermanos. Estos comenzaron a dar fuertes golpes en los maderos. Becket se detuvo y se volvió. «¡Apartaos, cobardes!», exclamó: «Una iglesia no es una fortaleza», Y él mismo quitó las trancas a la puerta y la abrió. Después prosiguió su camino y ascendió la escalera hacia el coro. Sólo tres hombres subían con él: Roberto, el prior de Merton, Guillermo Fitz Stephen y Eduardo Grim (es decir, respectivamnte, el anciano confesor y consejero del arzobispo, un clérigo de su servidumbre y un monje inglés). El resto de sus acompañantes se habían refugiado en la cripta o en algún rincón apartado de la catedral. Una vez en el coro, sólo Grim se quedó con él. Los caballeros, a quienes se había unido un subdiácono llamado Hugo de Horsea, entraron a su vez, en forma atropellada y entre gritos de «¿Dónde está Tomás, el traidor?», «¿Dónde está el arzobispo?» Becket respondió «Aquí me tenéis», «Aquí tenéis no a un traidor, sino al arzobispo y al sacerdote de Dios». Al decir esto, bajó las escaleras para ir al encuentro de sus atacantes, hasta que se detuvo, de pie, entre los altares de Nuestra Señora y de San Benito.

 

Los caballeros le intimaron a que absolviese a los tres obispos. «No puedo deshacer lo que ya está hecho», repuso serenamente, pero un instante después levantó la voz y alzó su manó: «¡Reinaldo!», gritó, «tú has recibido de mí muchos servicios, ¿por qué vienes armado a mi iglesia?» Por toda respuesta, Reinaldo Fitzurse levantó su hacha. «Yo estoy pronto a morir», dijo santo Tomás, «pero la maldición de Dios caerá sobre ti si haces daño a mi gente». Fitzurse le tomó por la casaca y tiró de él hacia la puerta. Becket se desasió de un manotazo. Entonces, le prendieron entre todos para llevarlo en vilo hasta la puerta. Se produjo la lucha y el arzobispo derribó a uno de sus atacantes. En ese instante, Fitzurse arrojó violentamente su hacha al suelo y desenvainó la espada. «¡Rufián!», le gritó el arzobispo, «Tú me debes respeto y sumisión». «No te debo ninguna sumisión antes que al rey», vociferó Fitzurse, y luego gritó una orden: «¡Golpead!» Su espada hendió los aires e hizo volar el gorro del arzobispo. Santo Tomás se cubrió el rostro con las manos e imploró a Dios y a sus santos. Tracy lanzó un golpe, pero Grim lo detuvo con su propio brazo. Sin embargo, la espada de Tracy abrió una herida en la cabeza de Becket y comenzó a caer la sangre hacia sus ojos. El se llevó las manos a la cara y las retiró después; al verlas tintas en sangre, exclamó: «¡Oh, Señor! ¡En tus manos encomiendo mi espíritu!» Otro mandoble que le asestó Tracy le hizo caer de rodillas al tiempo que murmuraba estas palabras: «En nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia, estóy dispuesto a morir». Se dejó caer de bruces al suelo. Le Breton levantó muy alto su espada, como si fuese a decapitar al arzobispo, y el tremendo golpe que descargó le cortó de un tajo la parte superior del cráneo. El golpe fue tan fuerte, que la espada de Le Breton se rompió en pedazos. Hugo de Horsea metió la punta de su espada en el casco roto del cráneo del obispo, le sacó los sesos y los diseminó sobre las losas. Tan sólo Hugo de Morville se abstuvo de asestar golpe alguno contra el arzobispo. Los asesinos emprendieron de prisa la retirada dando voces: «¡Los hombres del rey, los hombres del rey!», y huyeron a través de los claustros por donde habían penetrado apenas diez minutos antes. En ese preciso instante, las grandes naves de la catedral se llenaban de gente y en el cielo estallaba una furiosa tormenta. El cadáver del arzobispo yacía boca abajo sobre un charco de sangre, en la mitad del crucero y, durante largo tiempo, nadie se atrevió a tocarlo, o siquiera a acercársele.

 

Aun después de tomar completamente en cuenta el horror universal que pudo haber causado en el siglo doce el sacrilegio de asesinar a un arzobispo metropolitano en su propia catedral, debemos considerar la indignación y el repudio que, en un instante, se extendió por toda Europa, así como el movimiento espontáneo del pueblo en general para lograr la canonización de Tomás Becket, para llegar a comprender el significado intrínseco que tuvo su trágica y heroica muerte en todos los círculos sociales. El martirio del arzobispo hizo entender a todos que se había cumplido una reivindicación necesaria de los derechos de la Iglesia contra un estado agresor y que el arzobispo de Canterbury, que en muchos aspectos era de una personalidad poco atractiva (precisamente cuando le estaban matando, Grim oyó murmurar a uno de los monjes en el sentido de que aquél era el castigo que merecía el arzobispo, por su obstinación; también en la Universidad de París y en otras partes se podían encontrar personas que sostenían abiertamente que el asesinato no había sido más que la ejecución justa de «un hombre que procuraba colocarse por encima del rey»), había sido sin embargo un mártir digno de ser venerado como un santo. El descubrimiento de la camisa de cerdas en su cadáver y otras pruebas de que practicaba la austeridad y la penitencia en su vida privada, así como los milagros que comenzaron a obrarse en su tumba desde un principio, según numerosos testimonios, atizaron el fuego de su devoción. No se puede decir positivamente hasta qué grado fue deliberado y directamente responsable del crimen el rey Enrique II, pero de todas maneras, la conciencia pública no habría de quedar satisfecha hasta que el soberano más poderoso de Europa hizo una penitencia pública en la forma más humillante. Así lo hizo el rey Enrique en el mes de julio del año 1174 (hasta hoy, existe un pilar que señala el lugar donde el rey hizo penitencia, en el sitio donde estaba la antigua catedral). Habían transcurrido apenas dieciocho meses desde que el Papa Alejandro III proclamara en Segni la canonización del mártir Tomás Becket, cuando el rey Enrique hizo, ahí mismo, su gran penitencia pública.

 

El 7 de julio de 1220, el cuerpo de Santo Tomás fue solemnemente trasladado desde su tumba en la cripta de Canterbury, a la parte posterior del altar mayor, por iniciativa del arzobispo, cardenal Esteban Langton, y en presencia del rey Enrique III. El cardenal Pandolfo, legado pontificio, el arzobispo de Reims y muchas otras personalidades, asistieron también a la traslación. Desde aquel día, hasta septiembre de 1538, el santuario de la tumba de santo Tomás fue uno de los sitios de peregrinación más favorecidos por los cristianos y muy famoso por su belleza y su riqueza material y espiritual. No se tienen datos concretos sobre la forma y la fecha en que se procedió a la destrucción y saqueo de aquel santuario durante el reinado de Enrique VIII. Incluso el destino de las reliquias del santo es incierto. Casi seguramente fueron destruidas por aquella época en que la memoria del santo arzobispo era particularmente execrada, sobre todo por el rey Enrique VIII. Sin embargo, debe hacerse notar que el registro de las crónicas donde se dice que «el rey hizo una especie de auto de fe en el que los restos corporales de Tomás, el que fuera alguna vez arzobispo de Canterbury y culpable de traición, se quemaron públicamente», es apócrifo. La festividad de santo Tomás de Canterbury se celebra en toda la Iglesia de Occidente, y en Inglaterra se le venera como patrono del clero secular. La ciudad de Portsmouth tiene también el privilegio de conmemorar el aniversario de la traslación de sus reliquias.

 

Es posible que no exista ningún otro santo medieval sobre quien hayan escrito tantas biografías sus contemporáneos. Se conocen a los autores de algunas de estas biografías, como por ejemplo la de Guillermo Fitz Stephen y la de Juan de Salisbury, pero hay muchas otras en las que la identificación del escritor no ha sido fácil. Las discusiones sobre este problema no estarían aquí en su lugar. «The Life of St. Thomas Becket» de John Morris (1885) conserva todavía su valor y, la que escribió L'Huillier, Saint Thomas de Canterbury (2 vols. 1891), también es muy completa y digna de confianza. Para la historia del conflicto entre santo Tomás y el rey Enrique, véase The Episcopal Colleagues of Becket (1951), de D. Knowles y otra obra del mismo autor, Archishop Thomas Becket (1949). La suposición que apoya el canónigo A. J. Mason (en su libro What becante of the bones of St. Thomas?, 1920), en el sentido de que un esqueleto hallado en la cripta de la catedral de Canterbury en 1888, pertenecía al mártir, ha sido profundamente estudiada por los sacerdotes Morris y Pollen (ver The Month de marzo de 1888, de enero de 1908 y de mayo de 1920) y, la conclusión negativa a la que llegaron esos investigadores, fue apoyada por una autoridad tan reconocida como la de los investigadores anglicanos, deán Hutton y el profesor Tout. Uno de los rasgos más sorprendentes sobre este santo mártir, es la rapidez con que su culto se extendió por todas partes del mundo. Apenas trascurridos diez años desde su muerte, se plasmaron imágenes de santo Tomás en los mosaicos de la catedral de Monreale en Sicilia y, apenas había trascurrido un siglo, cuando su nombre quedó inscrito en un sinaxario armenio. Respecto a las representaciones pictóricas de santo Tomás, véase particularmente la monografía de Tancredo Borenio, Santo Tomaso Becket e l'arte (1932).

 

Fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Ingreso o última modificación relevante: ant 2012

 

Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_4636

 

Santos Niños Inocentes, mártires

 

 

Santos Niños Inocentes, mártires

 

Fecha: 28 de diciembre

Canonización: bíblico

Hagiografía: Abel Della Costa

 

Elogio: Fiesta de los Santos Inocentes, mártires, niños que fueron ejecutados en Belén de Judea por el impío rey Herodes, para que pereciera con ellos el niño Jesús, a quien habían adorado los Magos. Fueron honrados como mártires desde los primeros siglos de la Iglesia, primicia de todos los que habían de derramar su sangre por Dios y el Cordero.

 

Tradiciones, refranes, devociones: Una tradición muy arraigada en varios países católicos es la de la «broma de inocentes», que toma diversas formas según los sitios, pero que en general consiste en tratar de que alguien caiga desprevenido en ella. En México, por ejemplo, se pide dinero ese día y, por supuesto, si el inocente lo prestó, problema de él... en España se acostumbraba -en la actualidad menos- a dar noticias falsas por los medios de difusión, etc. Como toda celebración de mártires, no es un día de luto, sino que expresa el triunfo de la debilidad de Cristo por sobre la fuerza del mundo.


Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos.

Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías:

Un clamor se ha oído en Ramá,

mucho llanto y lamento:

es Raquel que llora a sus hijos,

y no quiere consolarse, porque ya no existen.

(Mt 2,16-18)

 

Los mártires que celebramos hoy son también, como san Juan Apóstol y san Esteban Protomártir, «comites Christi», escoltas de Cristo, de allí el puesto privilegiado de su celebración, en los días sucesivos a la Natividad. Sin embargo es muy difícil escribir sobre estos pequeños mártires, pequeños nada más que en edad, y doblemente difícil en la actualidad. Las dificultades son de dos órdenes: histórico y teológico.

 

La dificultad histórica proviene de que éste es el único testimonio que tenemos del hecho, no sólo dentro de la Biblia (en la que sólo Mateo lo cuenta), sino también fuera de ella. Por supuesto que no es esperable que haya un documento firmado por Herodes atribuyéndose tan «gloriosa» decisión como es la aniquilación inmisericorde de unos niños cuyo único pecado era haber nacido en tal fecha y tal lugar; sin embargo, ayudaría más a situar el acontecimiento si alguna crónica de la época contara lo mismo de manera «independiente». Esto ha hecho surgir muchas dudas, sobre todo en el siglo XX, de la «historicidad» del hecho, es decir, de que se trate de un hecho realmente ocurrido y no de un símbolo teológico. No hay nada definido al respecto, y es admisible (no está fuera de otros ejemplos que conocemos por la misma Biblia) que se trate de una «historia simbólica», máxime teniendo en cuenta que sólo la narra san Mateo, y para ponerla en relación con el cumplimiento de Jeremías 31,15. Sin embargo debe notarse que, por lo que conocemos de la historia de Herodes el Grande -a través de las «Antigüedades Judías» de Flavio Josefo y otras fuentes-, fue una persona de carácter cruel, arbitrario y celosísimo, hasta la enfermedad, de su poder. Coincide con los presupuestos necesarios para una decisión como la que toma según san Mateo. Es verdad que Flavio Josefo -que estaba interesado en encontrar ejemplos de lo que dice sobre Herodes- podría haber contado el suceso de Belén, pero ¿lo habrá conocido? Por otra parte, el reinado de Herodes está tan lleno de asesinatos (incluyendo a sus propios hijos), que para quien no sea cristiano, probablemente este de los niños de Belén no tiene más importancia que otros.

 

En esto incide, por supuesto, la cuestión del número de los muertos. El modo como lo presenta san Mateo, comparándolo con el clamor en Ramá por la destrucción del pueblo de Israel (Jr 31,15) hace imaginar un número enorme de muertos, diríamos que inocultable. Muchos cristianos, cuando se refieren a los Inocentes, hablan de los «miles» de niños martirizados; en la liturgia bizantina se habla de 14.000, y en algunos santorales griegos, de 64.000. Lo cierto es que en todo Belén habría, como mucho, unos 1.000 habitantes, comprendiendo todas las edades, lo que reduce el número, según los que han hecho estos cálculos, a no más de 10 o 20 niños. Por supuesto, esto no quita importancia real al hecho, pero permite entender por qué fue un dato que pasó desapercibido, y al que sólo prestaron atención los que, con la mirada formada en el Antiguo Testamento, supieron leer el sentido profundo de un hecho histórico aparentemente insignificante. Este dato del número, ampliamente aceptado en la actualidad, permite imaginar cómo ha sido el proceso que lleva del hecho histórico al hecho narrado por el Evangelio:

-Hubo una matanza, de escasa relevancia numérica y de alcance puramente local, pero de gran fiereza, y sobre todo arbitrariedad, que fue recordada precisamente por estar ligada a los orígenes de Jesús.

-Mateo, escudriñando el Antiguo Testamento con la mirada «profética» de la primera Iglesia, que buscaba en el AT aquellos rasgos que permitían ver un «modelo histórico» en relación a los hechos de la vida de Jesús, relaciona ese recuerdo local de Belén con la profecía de Jeremías

-y sobre esa base interpretativa produce un relato dentro del método judío de explicar la historia de la salvación (un «midrash»): un relato que desarrolla elípticamente una historia en un nuevo contexto; la historia desarrollada en este caso es la matanza ordenada por el Faraón de la que se salva milagrosamente Moisés.

 

Es decir que si bien san Mateo se ha basado en un recuerdo histórico completamente genuino, ha estilizado los rasgos de la historia para producir una catequesis en la que el lector es llevado a relacionar el nacimiento de Jesús con la nueva y definitiva venida de Moisés, precupación constante de todo este evangelio. De esta «estilización» de la historia proviene que, en ausencia de otros testimonios paralelos, el relato pueda dar la impresión -a quien desconoce el midrash judío- de retratar un acontecimiento meramente esquemático y literario. ¿Por qué no lo contaron los otros evangelios? Porque ninguno de los evangelios fue escrito con intención biográfica, sino siempre (y exclusivamente) catequética, y ninguno de ellos cuenta todo lo que era posible contar de Jesús, sino sólo aquello que servía a comprender su persona y misión dentro de los intereses de predicación de cada uno de los cuatro.

 

Ahora bien: siendo que no se trata de un acontecimiento ejemplificador fantaseado por san Mateo sino de la muerte real de unos niños reales -10, 20, no importa cuántos- que no eligieron estar allí ni nacer cuando nacieron, la dificultad de orden teológico se vuelve más fuerte: ¿puede considerarse martirio una muerte en la que ellos no pudieron elegir su testimonio? ¿puede aceptarse un Dios tan sanguinario que para nacer «dulcemente en el portal de Belén» necesita semejante baño de sangre inocente? Sería mejor no tener que hacernos estas preguntas, pero son cuestiones que surgen en nuestro espíritu, y no tiene sentido acallarlas por comodidad. A Dios no le ofenden nuestros cuestionamientos, pero ofenderíamos la memoria de los Santos Inocentes si tomáramos a la ligera su sacrificio.

 

Nosotros, quizás más en la modernidad, pero vale también en toda otra época de la historia, ponemos en el centro de la vida nuestra conciencia y nuestro yo, nuestras decisiones, nuestras elecciones. Sin duda que todo eso es «nuestro» y va creciendo con el tiempo, vamos llegando a ser «más yo». También ese yo va quedando más aislado, apoyado sólo en sí mismo. Por eso una de las cosas que Jesús pide a sus seguidores es que lleguemos, de grandes, a poder ser «como niños». No se trata de la «inocencia» en el sentido de «incapaces de hacer mal» (los niños no son inocentes en ese sentido), sino de la total disposición de su yo, de su total descentramiento y pertenencia a otros -normalmente sus padres-; su mundo es un mundo leído, visto, custodiado por otros; su yo camina -aprende a caminar- en el yo de otros. También así el niño es símbolo eterno del proyecto de Dios para todo hombre: que cada uno llegue a ser libre disposición de sí mismo al misterioso caminar de Dios. Los santos Inocentes no tienen el «mérito» de elegir la muerte, pero en ellos el mérito de Jesús de morir por otros, de morir vicariamente, recibe una primera concreción: obtuvieron, como todo mártir, la perfecta imitación de Cristo, pero casi con el primer aliento de vida. No sabemos si hubieran elegido morir por Cristo si hubieran crecido y se les hubiera podido preguntar, pero sabemos que si nuestro espíritu pudiera estar despojado de tinieblas y egoísmo, siempre elegiría la verdad: sabemos que morimos por la verdad cuando creemos firmemente en ella, y no sólo los mártires de Cristo sino los mártires de toda forma de verdad, de la justicia, del bien, incluso del bien común. Entonces, aunque no sabemos si hubieran muerto por Cristo en su adultez, sí sabemos que no se violentó su espíritu para que realizaran algo para lo que no estuvieran preparados: mueren vicariamente por Cristo, para que él viva y pueda morir vicariamente por ellos.

 

Pero, ¿necesitaba Dios tanto despliegue de sangre para decir «aquí estoy»? No, no lo necesitaba Dios, sino un mundo sumido en la tiniebla del puro poder. No necesita Dios la muerte de Cristo, la necesita un mundo que reclama de Dios toda su sangre, y no necesita Dios la muerte de los Inocentes, sino que la necesita el mundo, que no puede cobrarse la vida de Dios, sin cobrarse, al mismo tiempo, la de los que son de Dios. Sin ninguna afectación, sino con total realismo dirá Jesús en Jn 15,20: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros». Los Inocentes no son una excepción a esa regla.

 

Unas palabras sobre la celebración litúrgica en sí misma: la fiesta está atestiguada para toda la Iglesia desde el siglo VI, sin embargo, es anterior. Es mencionada por distintos escritores eclesiásticos, entre ellos san Agustín, y aparece también en la enumeración del Martirologio Jeronimiano. Sin embargo, según parece, antes de evocarse a los niños inocentes de Belén, esta fiesta evocaba, como compañeros de Cristo, a los niños que habían sido recientemente bautizados y habían muerto, y por tanto posiblemente en su origen no tuvo relación con los Inocentes de Belén. El Martirologio Jeronimiano habla vagamente de «natale sanctorum infantium et lactantium», «nacimiento [en el cielo, es decir, muerte] de los santos infantes y lactantes», y en parecido sentido parece que se pronuncia san Agustín en algunos sermones.

 

Bibliografía: Sobre la cuestión exegética puede consultarse un muy escueto resumen en Comentario Bíblico San Jerónimo, Vol. 3 (Ev de san Mateo); más desarrollado y profundo -también más actualizado- el tratamiento del tema en «El nacimiento del Mesías» de Raymond Brown (aunque se trata de una vista previa del libro a la que le faltan, por consiguiente, páginas, puede leerse con comodidad el capítulo dedicado a los Inocentes en la Biblioteca de Google). La cuestión teológica está bien desarrollada por José María Valverde en el santoral de BAC «Año Cristiano»; el texto se reproduce completo en Mercabá (el texto es de 1966, pero se vuelve a editar en el «Año Cristiano» de 2003), hay allí mismo otros dos escritos de los que no se da el autor, pero su contenido ayuda correctamente a pensar el tema; también puede ser interesante dar una leída a una homilía de Mons. Romero, del 28 de diciembre de 1977 donde desarrolla de una manera sencilla pero profunda la teología del martirio de los Inocentes. Sobre la cuestión de la fiesta en los martirologios antiguos ver Butler-Guinea, tomo IV, pág. 630-31.

Imágenes: el primer cuadro es un ícono griego y el segundo la «Virgen con el niño circundada por la corona de Inocentes» de Peter Rubens (1618), que se encuentra en el Museo del Louvre, París.

 

Abel Della Costa

Ingreso o última modificación relevante: ant 2012

 

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