Santa Isabel de Hungría,
viuda
Fecha: 17 de noviembre
Fecha en el calendario anterior: 19
de noviembre
n.: 1206 - †: 1231 - país:
Alemania
Canonización:
C: Gregorio IX 27 may 1235
Hagiografía:
Directorio Franciscano
Elogio: Memoria
de santa Isabel de Hungría, que siendo casi niña se casó con Luis, landgrave de
Turingia, a quien dio tres hijos, y al quedar viuda, después de sufrir muchas
calamidades y siempre inclinada a la meditación de las cosas celestiales, se
retiró a Marburgo, en la actual Alemania, en un hospital que ella misma había
fundado, donde, abrazándose a la pobreza, se dedicó al cuidado de los enfermos
y de los pobres hasta el último suspiro de su vida, que fue a los veinticinco
años de edad.
Patronazgos: patrona
las viudas y los huérfanos, los mendigos, los enfermos, los necesitados, los
inocentes perseguidos, de bordadores y panaderos, de Cáritas y organizaciones
de beneficencia, y de varias ciudades y diócesis, protectora contra el dolor de
muelas.
Refieren
a este santo: Beata Gertrudis, Santa Isabel de Portugal,
Santa Kinga o Cunegunda
Oración: Oh
Dios, que concediste a santa Isabel de Hungría la gracia de reconocer y venerar
en los pobres a tu Hijo Jesucristo, concédenos, por su intercesión, servir con
amor infatigable a los humildes y a los atribulados. Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y
es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Dietrich de Apolda refiere
en la biografía de esta santa que, una noche del verano de 1207, Klingsohr de
Transilvania anunció al landgrave Herman de Turingia, que el rey de Hungría
acababa de tener una hija que había de distinguirse por su santidad y
contraería matrimonio con el hijo de Herman. En efecto, esa misma noche, Andrés
II de Hungría y su esposa, Gertrudis de Andech-Meran, tuvieron una hijita que
nació en Presburgo (Bratislava) o en Saros-Patak. El matrimonio profetizado por
Klingsohr ofrecía grandes ventajas políticas, por lo cual, la recién nacida
Isabel fue prometida en matrimonio al hijo mayor de Herman. Cuando la niña
tenía unos cuatro años, sus padres la enviaron al castillo de Wartburg, cerca
de Eisenach, para que se educase en la corte de Turingia con su futuro esposo.
Durante su juventud, Isabel hubo de soportar la hostilidad de algunos miembros
de la corte que no apreciaban su bondad; pero en cambio, el joven Luis se
enamoró cada vez más de ella. Se cuenta que siempre que Luis pasaba por una
ciudad compraba un regalo para su prometida, ya fuese una navaja, o una bolsa,
o unos guantes, o un rosario de coral. «Cuando se acercaba el momento de la
llegada de Luis, Isabel salía a su encuentro; el joven le daba el brazo
amorosamente y le entregaba el regalo que le había traído». En 1221, cuando
Luis tenía veintiún años y había heredado ya de su padre la dignidad de
landgrave e Isabel tenía catorce, se celebró el matrimonio, a pesar de que
algunos habían aconsejado a Luis que hiciese volver a Isabel a Hungría, pues la
unión no le convenía. El joven declaró que estaba dispuesto a perder una
montaña de oro antes que la mano de Isabel. Según los cronistas, Isabel era
«muy hermosa, elegante, morena, seria, modesta, bondadosa en sus palabras,
fervorosa en la oración, muy generosa con los pobres y llena siempre de bondad
y de amor divino». Se dice también que era bella y «modesta como una doncella»,
prudente, paciente y leal; los hombres tenían confianza en ella y su pueblo la
amaba. Pero la vida de matrimonio de la santa sólo duró seis años.
Un escritor inglés califica
ese lapso de «idilio de arrebatado amor, de ardor místico, de felicidad casi
infantil, como rara vez se encuentra en las novelas que se leen, ni en la experiencia
humana». Dios concedió tres hijos a la pareja: Herman, que nació en 1222 y
murió a los diecinueve años, Sofía, que fue más tarde duquesa de Brabante, y la
beata Gertrudis de Aldenhurg. A diferencia de otros esposos de santas, Luis no
opuso obstáculo alguno a las obras de caridad de Isabel, a su vida sencilla y
mortificada, ni a sus largas oraciones. Una de las damas de compañía de Isabel
escribió: «Mi señora se levanta a orar por la noche y mi señor la tiene por la
mano, como si temiera que eso le haga daño y le suplica que no abuse de sus
fuerzas y que vuelva a descansar. Ella solía decir a sus doncellas que fuesen a
despertarla sin ruido cuando él estuviese durmiendo y las doncellas tenían
algunas veces la impresión de que él fingía estar dormido». La liberalidad de
Isabel era tan grande, que en algunas ocasiones provocó graves críticas. En
1225, el hambre se dejó sentir en aquella región de Alemania, y la santa acabó
con todo su dinero y con el grano que había almacenado en su casa para socorrer
a los más necesitados. El landgrave estaba entonces ausente. Cuando volvió,
algunos de sus empleados se quejaron de la liberalidad de santa Isabel. Luis
preguntó si su esposa había vendido alguno de sus dominios y ellos le
respondieron que no. Entonces el landgrave declaró: «Sus liberalidades atraerán
sobre nosotros la misericordia divina. Nada nos faltará mientras le permitamos
socorrer así a los pobres». El castillo de Wartburg se levantaba sobre una
colina muy empinada, a la que no podían subir los inválidos. (La colina se
llamaba «Rompe-rodillas»). Así pues, Santa Isabel construyó un hospital al pie
del monte, y solía ir allí a dar de comer a los inválidos con sus propias
manos, a hacerles la cama y a asistirlos en medio de los calores más
abrumadores del verano. Además, acostumbraba pagar la educación de los niños
pobres, especialmente de los huérfanos. Fundó también otro hospital en el que
se atendía a veintiocho personas y, diariamente alimentaba a novecientos pobres
en su castillo, sin contar a los que ayudaba en otras partes de sus dominios.
Por lo tanto, puede decirse con verdad que sus bienes eran el patrimonio de los
pobres. Sin embargo, la caridad de la santa no era indiscreta. Por ejemplo, en
vez de favorecer la ociosidad entre los que podían trabajar, les procuraba
tareas adaptadas a sus fuerzas y habilidades. Existe un incidente tan conocido
que apenas habría por qué repetirlo aquí; sin embargo, vamos a citarlo, porque
el P. Delehaye lo trae como un ejemplo de la forma en que los hagiógrafos suelen
embellecer la verdad histórica para impresionar a sus lectores:
«Todo el mundo conoce la
leyenda donde se relata que santa Isabel de Hungría acostó a un leproso en el
lecho que compartía con su marido ... El landgrave, furioso, penetró en la
habitación y arrancó las sábanas de la cama. 'Pero -para decirlo con las nobles
palabras del historiador-, en ese instante Dios le abrió los ojos del alma y,
en vez del leproso vio a Jesucristo crucificado sobre su lecho.' Los biógrafos
posteriores encontraron demasiado sencillo este admirable relato de Dietrich de
Apolda y transformaron esta sublime visión de fe en una aparición material.
'Tunc aperuit Deus interiores principis oculos', había escrito el historiador
(cuando abrió Dios los ojos interiores del príncipe). En cambio los hagiógrafos
posteriores afirman que en el sitio en que había descansado el leproso sangraba
un crucifijo con los brazos abiertos.» (Delehaye, Leyenda de los Santos, p.
90).
Por entonces se predicó en
Europa una nueva Cruzada, y Luis de Turingia tomó el manto marcado con la cruz.
El día de san Juan Bautista, se separó de santa Isabel y fue a reunirse con el
emperador Federico II en Apulia. El 11 de septiembre de ese mismo año murió en
Otranto, víctima de la peste. La noticia no llegó a Alemania sino hasta el mes
de octubre, cuando acababa de nacer su segunda hija. La suegra de santa Isabel,
para darle la funesta nueva en forma menos violenta, le habló vagamente de «lo
que había acontecido» a su esposo y de «la voluntad de Dios». La santa entendió
mal y dijo: «Si está preso, con la ayuda de Dios y de nuestros amigos
conseguiremos ponerlo en libertad». Cuando le explicaron que no estaba preso
sino que había muerto, la santa exclamó: «El mundo y cuanto había de alegre en
el mundo está muerto para mí». En seguida echó a correr por todo el castillo,
gritando como una loca. Lo que sucedió después es bastante oscuro. Según el
testimonio de Isentrudis, una de sus damas de compañía, Enrique, el cuñado de
santa Isabel, que era el tutor de su único hijo, echó fuera del castillo a la
santa, a sus hijos y a dos criados, para apoderarse del gobierno. Se cuentan
muchos detalles de la forma degradante en que la santa fue tratada, hasta que
su tía Matilde, abadesa de Kitzingen, la sacó de Eisenach. Unos afirman que fue
despojada de su casa de Marburgo de Hesse, y otros que abandonó voluntariamente
el castillo de Wartburg. Desde Kitzingen fue a visitar a su tío Eckemberto,
obispo de Bamberga, quien puso a su disposición su castillo de Pottenstein. La
santa se trasladó allí con su hijo Herman y su hijita de brazos, dejando a
Sofía al cuidado de las religiosas de Kitzingen. Eckemberto, movido por la
ambición, proyectaba un nuevo matrimonio, pero santa Isabel se negó
absolutamente, pues antes de la partida de su esposo a la Cruzada se habían
prometido mutuamente no volver a casarse.
A principios de 1228, se
trasladó el cadáver de Luis a Alemania para sepultarlo en la iglesia abacial de
Reinhardsbrunn (en Alemania recibe culto local, como santo, el 11 de septiembre).
Los parientes de santa Isabel le proporcionaron lo necesario para vivir. El
Viernes Santo de ese año, la viuda renunció formalmente al mundo en la iglesia
de los franciscanos de Eisenach. Más tarde, tomó la túnica parda y la cuerda
que constituían el hábito de la tercera orden de San Francisco. En todo ello
desempeñó un papel muy importante Maese Conrado de Marburgo, quien ocupó un
puesto de primera importancia en lo que quedaba de vida a santa Isabel. Dicho
sacerdote había sustituido, desde 1225, al franciscano Rodinger en el cargo de
confesor de la santa. Tanto el esposo de ésta, como el papa Gregorio IX y otros
personajes, tenían una opinión muy alta de Maese Conrado, y el landgrave había
permitido a su esposa hacer un voto de obediencia al sacerdote en todo aquello
que no se opusiese a su propia autoridad marital. Sin embargo, hay que
reconocer que la experiencia de Conrado como inquisidor contra los herejes, así
como su carácter dominador y severo, por no decir brutal, hacían de él una
persona muy poco apta para dirigir a la santa. Algunos críticos de Maese
Conrado le han acusado más por instinto que por motivos sólidos y sus
defensores y apologistas han hecho lo propio. Subjetivamente, se puede decir
que Conrado ayudó realmente a Isabel a santificarse, oponiéndole obstáculos que
la santa consiguió superar (aunque tal vez un director más humano la hubiese
conducido a mayores alturas), pero, objetivamente, sus métodos eran injuriosos.
Los frailes menores habían inculcado a santa Isabel un espíritu de pobreza que
en sus años de landgravina no podía practicar plenamente. Ahora, sus hijos
tenían todo lo necesario y la santa se vio obligada a abandonar Marburgo y a
vivir en Wehrda, en una cabaña, a orillas del río Lahn. Más tarde, construyó
una casita en las afueras de Marburgo y allí fundó una especie de hospital para
los enfermos, los ancianos y los pobres y se consagró enteramente a su
servicio.
En cierto sentido, Conrado
refrenó razonablemente el entusiasmo de la santa en aquella época, ya que no le
permitió pedir de puerta en puerta, desposeerse definitivamente de todos sus
bienes, dar más que determinadas limosnas, ni exponerse al contagio de la lepra
y otras enfermedades. En eso, Maese Conrado procedió con prudencia y
discernimiento. Pero, por otra parte, «probó su constancia de mil maneras, al
obligarla a proceder en todo contra su voluntad», escribió más tarde
Isentrudis; «para humillarla más, la privó de aquellos de sus criados a los que
mayor cariño tenía. Una de ellas fui yo, Isentrudis, a quien ella amaba; me
despidió con gran pena y con muchas lágrimas. Por último, despidió también a mi
compañera, Jutta, que la había servido desde la niñez y a quien ella amaba
particularmente. La bendita Isabel la despidió con lágrimas y suspiros. Maese
Conrado, de piadosa memoria, hizo todo esto con buena intención, para que no le
hablásemos de su antigua grandeza ni la hiciésemos echar de menos el pasado.
Además, la privó del consuelo que nosotros podíamos darle para que sólo Dios
pudiese consolarla». En vez de sus queridas damas de compañía, Conrado le dio
dos «mujeres muy rudas», encargadas de informarle de las menores desobediencias
de la santa a sus mandatos. Conrado castigaba esas desobediencias con bofetadas
y golpes «con una vara larga y gruesa», cuyas marcas duraban tres semanas en el
cuerpo de Isabel. La santa comentó amargamente con Isentrudis: «Si yo puedo
temer tanto a un hombre mortal, ¡cuánto más temible será el Señor y Juez de
este mundo!» El método de Conrado de quebrantar más bien que dirigir la voluntad,
no tuvo un éxito completo. Refiriéndose a sus métodos, santa Isabel se
comparaba a una planta arrastrada por las olas durante una inundación: las
aguas la derribaban; pero, una vez pasado el período de lluvias, la planta
vuelve a echar raíces y se yergue tan sana y fuerte como antes. En cierta
ocasión en que Isabel hizo una visita contra la voluntad de Conrado, éste la
mandó llamar. La santa comentó: «Soy como el caracol que se mete en su concha
cuando va a llover. Por eso obedezco y no hago lo que iba a hacer». Como se ve,
poseía la confianza en sí misma que se observa con frecuencia en aquéllos que
unen a la entrega a Dios el sentido del humor.
Cierto día, un noble húngaro
fue a Marburgo y pidió que le dijesen dónde vivía la hija de su soberano, de
cuyas penas había oído hablar. Al llegar al hospital, encontró a Isabel
sentada, hilando, vestida con su túnica burda. El pobre hombre casi se fue de
espaldas y se santiguó asombrado: «¿Quién había visto hilar a la hija de un
rey?» El noble intentó llevar a Isabel a Hungría, pero la santa se negó: sus
hijos, sus pobres y la tumba de su esposo estaban en Turingia y ahí quería
pasar el resto de su vida. Por lo demás, le quedaban ya pocos años en la
tierra. Vivía muy austeramente y trabajaba sin descanso, ya fuese en el
hospital, ya en las casas de los pobres o pescando en el río a fin de ganar un
poco de dinero para sus protegidos. Cuando la enfermedad le impedía hacer otra
cosa, hilaba o cardaba la lana. En cierta ocasión en que estaba en la cama, la
persona que la atendía la oyó cantar dulcemente. «Cantáis muy bien, señora», le
dijo. La santa replicó: «Os voy a explicar por qué. Entre el muro y yo había un
pajarillo que cantaba tan alegremente que me dieron ganas de imitarlo». La
víspera del día de su muerte, a media noche, entre dormida y despierta murmuró:
«Es ya casi la hora en que el Señor nació en el pesebre y creó con su
omnipotencia una nueva estrella. Vino a redimir el mundo, y me va a redimir a
mí». Y cuando el gallo comenzó a cantar, dijo: «Es la hora en que resucitó del
sepulcro y rompió las puertas del infierno, y me va a librar a mí». Santa
Isabel murió al anochecer del 17 de noviembre de 1231, antes de cumplir
veinticuatro años.
Su cuerpo estuvo expuesto
tres días en la capilla del hospicio. Allí mismo fue sepultada y Dios obró
muchos milagros por su intercesión. Maese Conrado empezó a reunir testimonios
acerca de su santidad, pero murió antes de que Isabel fuese canonizada, en
1235. Al año siguiente, las reliquias de la santa fueron trasladadas a la
iglesia de Santa Isabel de Marburgo, que había sido construida por Conrado, su
cuñado. A la ceremonia asistieron el emperador Federico II y «una multitud tan
grande, formada por gentes de diversas naciones, pueblos y lenguas, que
probablemente no se había visto ni se volverá a ver en estas tierras alemanas
algo semejante». La iglesia en que reposaban las reliquias de la santa fue un
sitio de peregrinación hasta 1539, año en que el landgrave protestante, Felipe
de Hesse, las trasladó a un sitio desconocido.
Basta consultar someramente
la bibliografía de Biblioteca Hagiográfica Latina, nn. 2488-2514, para darse
cuenta de lo mucho que se escribió sobre santa Isabel poco después de su
muerte. Los materiales más importantes se encuentran en el Libellus de dictis IV
ancillarum (que es un resumen de las deposiciones de las cuatro doncellas de
Isabel); en las cartas de Conrado al Papa; en los relatos de milagros y otros
documentos que se enviaron a Roma con miras a la canonización; en la biografía
escrita por Cesáreo de Heisterbach, en la que hay también un sermón sobre la
traslación (ambos documentos datan de antes de 1240); y en la biografía escrita
por Dietrich de Apolda que data de 1297, pero es muy importante por la amplia
difusión que alcanzó. Con motivo del séptimo centenario del nacimiento de Santa
Isabel, Karl Wrenck y Huyskens publicaron varios de estos textos. Se encontrará
una crítica muy detallada en Analecta Bollandiana, vols. XXVIII, pp. 493.497, y
vol. XXVIII, pp. 333-335. Puede leerse más textos sobre la santa en el santoral
franciscano.
Fuente: Directorio
Franciscano
Estas biografías de santo
son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha
sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y
servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar
esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el
siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_4197
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