La Ascensión del Señor a los cielos
Fuente: https://opusdei.org/es
Jesús, siendo perfecto Dios,
se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra
sangre. Y se separa de nosotros, para ir al Cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?
La
liturgia pone ante nuestros ojos, una vez más, el último de los misterios de la
vida de Jesucristo entre los hombres: Su Ascensión a los cielos. Desde el
Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna,
adorado por pastores y por reyes; lo hemos contemplado en los largos años de
trabajo silencioso, en Nazaret; lo hemos acompañado a través de las tierras de
Palestina, predicando a los hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a
todos. Y más tarde, en los días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo
lo acusaban, con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban.
Al dolor, siguió la alegría
luminosa de la Resurrección. ¡Qué fundamento más claro y más firme para nuestra
fe! Ya no deberíamos dudar. Pero quizá, como los Apóstoles, somos todavía
débiles y, en este día de la Ascensión, preguntamos a Cristo: ¿Es ahora cuando
vas a restaurar el reino de Israel?; ¡es ahora cuando desaparecerán,
definitivamente, todas nuestras perplejidades, y todas nuestras miserias?
El Señor nos responde
subiendo a los cielos. También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados
y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la
ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha
ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la
Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de
actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de
cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino, cuando
llora por Lázaro, cuando ora largamente, cuando se compadece de la muchedumbre.
Siempre me ha parecido
lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba
a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día
de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro.
El, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne
y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al Cielo. ¿Cómo no
echarlo en falta?
Trato
con Jesucristo en el Pan y la Palabra
Si sabemos contemplar el
misterio de Cristo, si nos esforzamos en verlo con los ojos limpios, nos
daremos cuenta de que es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús,
en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por
la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que
vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con El en la oración. Quien come mi
carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él. Quien conoce mis
mandamientos y los cumple, ése es quien me ama. Y el que me ame será amado por
mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él.
No son sólo promesas. Son la
entraña, la realidad de una vida auténtica: la vida de la gracia, que nos
empuja a tratar personal y directamente a Dios. Si cumplís mis preceptos,
permaneceréis en mi amor, como yo he cumplido los mandatos de mi Padre y
permanezco en su amor. Esta afirmación de Jesús, en el discurso de la última
cena, es el mejor preámbulo para el día de la Ascensión. Cristo sabía que era
preciso que El se fuera; porque, de modo misterioso que no acertamos a
comprender, después de la Ascensión llegaría —en una nueva efusión del Amor
divino— la tercera Persona de la Trinidad Beatísima: os digo la verdad:
conviene que yo me vaya. Si no me fuese, el Paráclito no vendría a vosotros. Si
me voy, os lo enviaré.
Se ha ido y nos envía al
Espíritu Santo, que rige y santifica nuestra alma. Al actuar el Paráclito en
nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no
hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el
espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre!.
¿Veis? Es la actuación
trinitaria en nuestras almas. Todo cristiano tiene acceso a esa inhabitación de
Dios en lo más íntimo de su ser, si corresponde a la gracia que nos lleva a
unirnos con Cristo en el Pan y en la Palabra, en la Sagrada Hostia y en la oración.
La Iglesia trae a nuestra consideración cada día la realidad del Pan vivo, y le
dedica dos de las grandes fiestas del año litúrgico: la del Jueves Santo y la
del Corpus Christi. En este día de la Ascensión, vamos a detenernos en el trato
con Jesús, escuchando atentamente su Palabra.
Vida
de oración
Una oración al Dios de mi
vida. Si Dios es para nosotros vida, no debe extrañarnos que nuestra existencia
de cristianos haya de estar entretejida en oración. Pero no penséis que la
oración es un acto que se cumple y luego se abandona. El justo encuentra en la
ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y
durante la noche. Por la mañana pienso en ti; y, por la tarde, se dirige hacia
ti mi oración como el incienso. Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de
la noche a la mañana y de la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la
Escritura Santa, también el sueño debe ser oración.
Recordad lo que, de Jesús,
nos narran los Evangelios. A veces, pasaba la noche entera ocupado en coloquio
íntimo con su Padre. ¡Cómo enamoró a los primeros discípulos la figura de
Cristo orante! Después de contemplar esa constante actitud del Maestro, le
preguntaron: Domine, doce nos orare, Señor, enséñanos a orar así.
San Pablo —orationi instantes,
en la oración continuos, escribe— difunde por todas partes el ejemplo vivo de
Cristo. Y San Lucas, con una pincelada, retrata la manera de obrar de los
primeros fieles: animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración.
El temple del buen cristiano
se adquiere, con la gracia, en la forja de la oración. Y este alimento de la
plegaria, por ser vida, no se desarrolla en un cauce único. El corazón se
desahogará habitualmente con palabras, en esas oraciones vocales que nos ha
enseñado el mismo Dios, Padre nuestro, o sus ángeles, Ave María. Otras veces
utilizaremos oraciones acrisoladas por el tiempo, en las que se ha vertido la
piedad de millones de hermanos en la fe: las de la liturgia —lex orandi—, las
que han nacido de la pasión de un corazón enamorado, como tantas antífonas
marianas: Sub tuum præsidium..., Memorare..., Salve Regina...
En otras ocasiones nos
bastarán dos o tres expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata:
jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo:
Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu
omnia nosti, tu scis quia amo te, Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo;
Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam, creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad,
fortalece mi fe; Domine, non sum dignus, ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et
Deus meus, ¡Señor mío y Dios mío!... U otras frases, breves y afectuosas, que
brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta.
La vida de oración ha de
fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al
trato con Dios; momentos de coloquio sin ruido de palabras, junto al Sagrario
siempre que sea posible, para agradecer al Señor esa espera —¡tan solo!— desde
hace veinte siglos. Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a
corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación,
la memoria y la voluntad. Una meditación que contribuye a dar valor
sobrenatural a nuestra pobre vida humana, nuestra vida diaria corriente.
Gracias a esos ratos de
meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir
nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a
Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen
continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones
—aun las más pequeñas— se llenarán de eficacia espiritual.
Por eso, cuando un cristiano
se mete por este camino del trato ininterrumpido con el Señor —y es un camino
para todos, no una senda para privilegiados—, la vida interior crece, segura y
firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por
realizar hasta el fondo la voluntad de Dios.
Desde la vida de oración
podemos entender ese otro tema que nos propone la fiesta de hoy: el apostolado,
el poner por obra las enseñanza de Jesús, trasmitidas a los suyos poco antes de
subir a los cielos: me serviréis de testigos en Jerusalén y en toda la Judea y
Samaría y hasta el cabo del mundo.
Apostolado,
corredención
Con la maravillosa
normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico:
me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación.
¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a
la tierra y qué he de querer sino que arda?. Fuego de apostolado que se
robustece en la oración: no hay medio mejor que éste para desarrollar, a lo
largo y a lo ancho del mundo, esa batalla pacífica en la que cada cristiano
está llamado a participar: cumplir lo que resta que padecer a Cristo.
Jesús se ha ido a los
cielos, decíamos. Pero el cristiano puede, en la oración y en la Eucaristía,
tratarle como le trataron los primeros doce, encenderse en su celo apostólico,
para hacer con El un servicio de corredención, que es sembrar la paz y la
alegría. Servir, pues: el apostolado no es otra cosa. Si contamos
exclusivamente con nuestras propias fuerzas, no lograremos nada en el terreno
sobrenatural; siendo instrumentos de Dios, conseguiremos todo: todo lo puedo en
aquel que me conforta. Dios, por su infinita bondad, ha dispuesto utilizar
estos instrumentos ineptos. Así que el apóstol no tiene otro fin que dejar
obrar al Señor, mostrarse enteramente disponible, para que Dios realice —a través
de sus criaturas, a través del alma elegida— su obra salvadora.
Apóstol es el cristiano que
se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo;
habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a servir a Dios
con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere
una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que —siendo esencialmente
distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial— capacita para
tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino
hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con
la expiación.
Cada uno de nosotros ha de
ser ipse Christus. Él es el único mediador entre Dios y los hombres; y nosotros
nos unimos a Él para ofrecer, con El, todas las cosas al Padre. Nuestra
vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente
nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para
convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al
Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades
temporales, para ser levadura que ha de informar la masa entera.
Cristo ha subido a los
cielos, pero ha trasmitido a todo lo humano honesto la posibilidad concreta de
ser redimido. San Gregorio Magno recoge este gran tema cristiano con palabras
incisivas: Partía así Jesús hacia el lugar de donde era, y volvía del lugar en
el que continuaba morando. En efecto, en el momento en el que subía al Cielo,
unía con su divinidad el Cielo y la tierra. En la fiesta de hoy conviene
destacar solemnemente el hecho de que haya sido suprimido el decreto que nos
condenaba, el juicio que nos hacía sujetos de corrupción. La naturaleza a la
que se dirigían las palabras tú eres polvo y volverás al polvo (Gen III, 19),
esa misma naturaleza ha subido hoy al Cielo con Cristo.
No me cansaré de repetir,
por tanto, que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca
especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los
hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada
y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro esfuerzo. En rigor, no se
puede decir que haya nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el
Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra
con su presencia y con el trabajo de sus manos. La gran misión que recibimos,
en el Bautismo, es la corredención. Nos urge la caridad de Cristo, para tomar
sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas.
Mirad: la
Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la
gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles, por
voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No
es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como
El, peccatores salvos facere, para salvar a todos los pecadores, convencidos de
que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de
Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de
salvar con El a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el
mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos.
Tenemos una gran tarea por
delante. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró
expresamente: negociad, mientras vengo. Mientras esperamos el retorno del
Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar
cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de
los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de El
los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi, vosotros también sois
cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol, con el mandato concreto de negociar
hasta el fin.
Queda tanto por hacer. ¿Es
que, en veinte siglos, no se ha hecho nada? En veinte siglos se ha trabajado
mucho; no me parece ni objetivo, ni honrado, el afán de algunos por
menospreciar la tarea de los que nos precedieron. En veinte siglos se ha
realizado una gran labor y, con frecuencia, se ha realizado muy bien. Otras
veces ha habido desaciertos, regresiones, como también ahora hay retrocesos,
miedo, timidez, al mismo tiempo que no falta valentía, generosidad. Pero la
familia humana se renueva constantemente; en cada generación es preciso
continuar con el empeño de ayudar a descubrir al hombre la grandeza de su
vocación de hijo de Dios, es necesario inculcar el mandato del amor al Creador
y a nuestro prójimo.
Cristo nos enseñó, definitivamente, el camino de ese amor a Dios: el apostolado es amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás. La vida interior supone crecimiento en la unión con Cristo, por el Pan y la Palabra. Y el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas. No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con El una sola cosa. Esta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo.
Para el cristiano, el
apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su
actividad diaria, a su ocupación profesional. ¡Lo he dicho sin cesar, desde que
el Señor dispuso que surgiera el Opus Dei! Se trata de santificar el trabajo
ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el
ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado.
El apostolado es como la respiración
del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual. Nos
recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato amoroso del
Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe
entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone,
antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que
nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de
conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es
cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático,
porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque
manifiesta sentimientos de paz, porque ama.
El
trigo y la cizaña
Os he trazado, con la
doctrina de Cristo, no con mis ideas, un camino ideal de cristiano. Convenís en
que es alto, sublime, atractivo. Pero quizá alguno se pregunte: ¿es posible
vivir así en la sociedad de hoy?
Ciertamente, el Señor nos ha
llamado en momentos, en los que se habla mucho de paz y no hay paz: ni en las
almas, ni en las instituciones, ni en la vida social, ni entre los pueblos. Se
habla continuamente de igualdad y de democracia y abundan las castas: cerradas,
impenetrables. Nos ha llamado en un tiempo, en el que se clama por la
comprensión, y la comprensión brilla por su ausencia, incluso entre personas
que obran de buena fe y quieren practicar la caridad, porque —no lo olvidéis—
la caridad, más que en dar, está en comprender.
Atravesamos una época en la
que los fanáticos y los intransigentes —incapaces de admitir razones ajenas— se
curan en salud, tachando de violentos y agresivos a los que son sus víctimas.
Nos ha llamado, en fin, cuando se oye parlotear mucho de unidad, y quizá sea
difícil concebir que pueda tolerarse mayor desunión entre los mismos católicos,
no ya entre los hombres en general.
Yo no hago jamás
consideraciones políticas, porque ése no es mi oficio. Para describir
sacerdotalmente la situación del mundo actual, me basta pensar de nuevo en una
parábola del Señor: la del trigo y la cizaña. El reino de los cielos es
semejante a un hombre que sembró buena simiente en su campo; pero, al tiempo de
dormir los jornaleros, vino cierto enemigo suyo, esparció cizaña en medio del
trigo, y se fue. Está claro: el campo es fértil y la simiente es buena; el
Señor del campo ha lanzado a voleo la semilla en el momento propicio y con arte
consumada; además, ha organizado una vigilancia para proteger la siembra
reciente. Si después aparece la cizaña, es porque no ha habido correspondencia,
porque los hombres —los cristianos especialmente— se han dormido, y han
permitido que el enemigo se acercara.
Cuando los servidores
irresponsables preguntan al Señor por qué ha crecido la cizaña en su campo, la
explicación salta a los ojos: inimicus homo hoc fecit, ¡ha sido el enemigo!
Nosotros, los cristianos que debíamos estar vigilantes, para que las cosas buenas
puestas por el Creador en el mundo se desarrollaran al servicio de la verdad y
del bien, nos hemos dormido —¡triste pereza, ese sueño!—, mientras el enemigo y
todos los que le sirven se movían sin cesar. Ya veis cómo ha crecido la cizaña:
¡qué siembra tan abundante y en todas partes!
No tengo vocación de profeta
de desgracias. No deseo con mis palabras presentaros un panorama desolador, sin
esperanza. No pretendo quejarme de estos tiempos, en los que vivimos por
providencia del Señor. Amamos esta época nuestra, porque es el ámbito en el que
hemos de lograr nuestra personal santificación. No admitimos nostalgias
ingenuas y estériles: el mundo no ha estado nunca mejor. Desde siempre, desde
la cuna de la Iglesia, cuando aún se escuchaba la predicación de los primeros
doce, surgieron ya violentas las persecuciones, comenzaron las herejías, se
propaló la mentira y se desencadenó el odio.
Pero tampoco es lógico negar
que parece que el mal ha prosperado. Dentro de todo este campo de Dios, que es
la tierra, que es heredad de Cristo, ha brotado cizaña: no sólo cizaña,
¡abundancia de cizaña! No podemos dejarnos engañar por el mito del progreso
perenne e irreversible. El progreso rectamente ordenado es bueno, y Dios lo
quiere. Pero se pondera más ese otro falso progreso, que ciega los ojos a tanta
gente, porque con frecuencia no percibe que la humanidad, en algunos de sus
pasos, vuelve atrás y pierde lo que antes había conquistado.
El Señor —repito— nos ha
dado el mundo por heredad. Y hemos de tener el alma y la inteligencia
despiertas; hemos de ser realistas, sin derrotismos. Sólo una conciencia
cauterizada, sólo la insensibilidad producida por la rutina, sólo el
atolondramiento frívolo pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el
mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas. Hemos
de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios
—Dios no pierde batallas—, con un optimismo que no procede de la satisfacción
humana, de una complacencia necia y presuntuosa.
Siembra
de paz y de alegría
¿Qué hacer? Os decía que no
he procurado describir crisis sociales o políticas, hundimientos o enfermedades
culturales. Con el enfoque de la fe cristiana, me vengo refiriendo al mal en el
sentido preciso de la ofensa a Dios. El apostolado cristiano no es un programa
político, ni una alternativa cultural: supone la difusión del bien, el contagio
del deseo de amar, una siembra concreta de paz y de alegría. Sin duda, de ese
apostolado se derivarán beneficios espirituales para todos: más justicia, más
comprensión, más respeto del hombre por el hombre.
Hay muchas almas alrededor
de nosotros, y no tenemos derecho a ser obstáculo para su bien eterno. Estamos
obligados a ser plenamente cristianos, a ser santos, a no defraudar a Dios, ni
a todas esas gentes que esperan del cristiano el ejemplo, la doctrina.
Nuestro apostolado ha de
basarse en la comprensión. Insisto otra vez: la caridad, más que en dar, está
en comprender. No os escondo que yo he aprendido, en mi propia carne, lo que cuesta
el no ser comprendido. Me he esforzado siempre en hacerme comprender, pero hay
quienes se han empeñado en no entenderme. Otra razón, práctica y viva, para que
yo desee comprender a todos. Pero no es un impulso circunstancial el que ha de
obligarnos a tener ese corazón amplio, universal, católico. El espíritu de
comprensión es muestra de la caridad cristiana del buen hijo de Dios: porque el
Señor nos quiere por todos los caminos rectos de la tierra, para extender la
semilla de la fraternidad —no de la cizaña—, de la disculpa, del perdón, de la
caridad, de la paz. No os sintáis nunca enemigos de nadie.
El cristiano ha de mostrarse
siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos —con su trato— la
posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse gustosamente por
todos, sin distinciones, sin dividir las almas en departamentos estancos, sin
ponerles etiquetas como si fueran mercancías o insectos disecados. No puede el
cristiano separarse de los demás, porque su vida sería miserable y egoísta:
debe hacerse todo para todos, para salvarlos a todos.
¡Si viviésemos así, si
supiésemos impregnar nuestra conducta con esta siembra de generosidad, con este
deseo de convivencia, de paz! De ese modo se fomentaría la legítima
independencia personal de los hombres; cada uno asumiría su responsabilidad,
por los quehaceres que le competen en las labores temporales. El cristiano
sabría defender antes que nada la libertad ajena, para poder después defender
la propia. Tendría la caridad de aceptar a los otros como son —porque cada uno,
sin excepción, arrastra miserias y comete errores—, ayudándoles con la gracia
de Dios y con delicadeza humana a superar el mal, a arrancar la cizaña, a fin
de que todos podamos mutuamente sostenernos y llevar con dignidad nuestra condición
de hombres y de cristianos.
La
vida futura
La tarea apostólica que
Cristo ha encomendado a todos sus discípulos produce, por tanto, resultados
concretos en el ámbito social. No es admisible pensar que, para ser cristiano,
haya que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana.
Todo, hasta el más pequeño de los acontecimientos honestos, encierra un sentido
humano y divino. Cristo, perfecto hombre, no ha venido a destruir lo humano,
sino a ennoblecerlo, asumiendo nuestra naturaleza humana, menos el pecado: ha
venido a compartir todos los afanes del hombre, menos la triste aventura del
mal.
El cristiano ha de
encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando
plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene —no por
característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado— de negación de
Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica.
La fiesta de la Ascensión
del Señor nos sugiere también otra realidad; el Cristo que nos anima a esta
tarea en el mundo, nos espera en el Cielo. En otras palabras: la vida en la
tierra, que amamos, no es lo definitivo; pues no tenemos aquí ciudad
permanente, sino que andamos en busca de la futura ciudad inmutable.
Cuidemos, sin embargo, de no
interpretar la Palabra de Dios en los límites de estrechos horizontes. El Señor
no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la
consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero
anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo El puede
colmar enteramente.
En esta tierra, la
contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en
nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen
ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No
soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida,
sencilla y fuerte en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones.
Cristo nos espera. Vivamos
ya como ciudadanos del cielo, siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en
medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en
medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios.
Perseveremos en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta en número y
en santidad este ejército cristiano de paz, este pueblo de corredención. Seamos
almas contemplativas, con diálogo constante, tratando al Señor a todas horas;
desde el primer pensamiento del día al último de la noche, poniendo de continuo
nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a Él por Nuestra Madre
Santa María y, por El, al Padre y al Espíritu Santo.
Si, a pesar de todo, la
subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo regusto de tristeza,
acudamos a su Madre, como hicieron los Apóstoles: entonces tornaron a Jerusalén...
y oraban unánimemente... con María, la Madre de Jesús.
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