San Vicente Ferrer,
religioso presbítero
(Conmemoración)
Fecha de inscripción en el santoral: 5
de abril
n.: c. 1350 - †: 1419 - país: Francia
Canonización: C: Calixto III 3 jun 1455
Hagiografía:
«Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: San
Vicente Ferrer, presbítero de la Orden de Predicadores, de origen español, que
recorrió incansablemente ciudades y caminos de Occidente en favor de la paz y
la unidad de la Iglesia, predicando a pueblos innumerables el Evangelio de la
penitencia y la venida del Señor, hasta que en Vannes, lugar de Bretaña Menor,
entregó su espíritu a Dios.
Patronazgos:
patrono de Valencia (España) y Vannes (Francia), de los fabricantes de
ladrillos, los trabajadores de la madera, constructores, techadores y
fontaneros, protector contra los dolores de cabeza, la epilepsia, fiebre, y
amenazas de todo tipo, para pedir un buen matrimonio, fecundidad, y una santa
muerte.
Tradiciones,
refranes, devociones: En Valencia no se celebra el día 5 de
abril sino el lunes siguiente al II Domingo de Pascua, y los festejos comienzan
dos días antes. En particular es muy lindo el domingo, en el que grupos de
chicos representan, en la calle, los "miracles" del santo, autos
teatrales que se recitan en valenciano.
En la imaginería el santo
es representado siempre con el dedo amenazador, anunciando el Juicio de Dios;
sin embargo en Paterna, una ciudad casi a la salida de Valencia, se encuentra
una de las pocas -la gente del lugar dice que la única- representaciones del
santo donde no está con actitud amenazadora, sino postrado ante la cruz y de brazos
abiertos: la razón es que el Cristo de ese pueblo (el Santísimo Cristo de la
Fe, el "Morenet") es al que el santo iba a rezarle cuando podía
"escaparse" de la vorágine de la predicación.
Oración:
¡Amantísimo Padre y Protector mío, San Vicente Ferrer! Alcánzame una fe viva y
sincera para valorar debidamente las cosas divinas, rectitud y pureza de
costumbres como la que tú predicabas, y caridad ardiente para amar a Dios y al
prójimo. Tú, que nunca dejaste sin consuelo a los que confían en ti, no me olvides
en mis tribulaciones. Dame la salud del alma y la salud del cuerpo. Remedia
todos mis males. Y dame la perseverancia en el bien para que pueda acompañarte
en la gloria por toda la eternidad. Amén.
Dios todopoderoso, tú que
elegiste a san Vicente Ferrer ministro de la predicación evangélica, concédenos
la gracia de ver glorioso en el cielo a nuestro Señor Jesucristo, cuya venida a
este mundo, como juez, anunció san Vicente en su predicación. Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y
es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica)
San Vicente descendía de
un inglés o escocés radicado en España. Nació en Valencia, probablemente en
1350. Inspirados por las profecías que se les habían hecho sobre la futura
grandeza de Vicente, sus padres le inculcaron un gran amor por Cristo y la
Virgen María y una gran caridad por los pobres. Para ello le constituyeron en
administrador de las generosas limosnas que hacían. De sus padres aprendió
también Vicente la práctica del ayuno riguroso de los miércoles y sábados, que
conservó toda su vida. El santo era de inteligencia muy precoz. En 1367, tomó
el hábito de Santo Domingo en el convento de Valencia y, antes de cumplir los
veintiún años, fue nombrado profesor de filosofía en Lérida, que era entonces
la más famosa de las universidades de Cataluña. Durante su profesorado, publicó
dos tratados de gran mérito. Más tarde, sus superiores le destinaron a predicar
en Barcelona, aunque no era más que diácono. La ciudad atravesaba entonces por
un período de hambre; los navíos que traían el grano no habían llegado aún y el
pueblo estaba desesperado. San Vicente predicó un sermón al aire libre, en el
que predijo que los navíos llegarían antes de la caída de la noche. Su superior
le reprendió severamente por hacer profecías, pero los navíos llegaron, como él
lo había predicho y el pueblo se precipitó jubilosamente al convento para
aclamar al profeta. Al ver esto, sus superiores juzgaron prudente trasladar a
Vicente a Toulouse, donde permaneció un año. Después volvió a Valencia, donde
sus clases y sermones tuvieron un éxito extraordinario. Sin embargo, su
estancia en Valencia fue también un período de prueba: por una parte, el
demonio le asaltó con violentas tentaciones; por otra, como era
extraordinariamente bien parecido, varias mujeres se enamoraron de él y
acabaron por calumniarle, ya que no habían conseguido hacerle caer. Todo ello
curtió al santo para la dura vida que le esperaba y le preparó para la
ordenación sacerdotal. Pronto se convirtió en un predicador de gran fama; su
elocuencia impulsó a la penitencia y al fervor a numerosos católicos
negligentes y atrajo a la fe a muchos judíos; entre éstos se contaba el rabino
Pablo de Burgos, quien murió en 1435 siendo obispo de Cartagena.
Era la época del gran
cisma de Occidente. Un papa reinaba en Roma y otro en Aviñón, y aun los hombres
más santos de la época se hallaban divididos. El terrible escándalo había
comenzado en 1378. A la muerte de Gregorio XI, dieciséis de los veintitrés
cardenales habían elegido a toda prisa a un papa italiano para complacer al
pueblo; pero después, declararon que habían procedido movidos por el temor y
eligieron, junto con los otros siete cardenales, al cardenal Roberto de
Ginebra, que era francés. Roberto tomó el nombre de Clemente VII y se
estableció en Aviñón, en tanto que Urbano reinaba en Roma. San Vicente fue uno
de los que reconocieron al papa Clemente y a su sucesor, Pedro de Luna o
Benedicto XIII, quien convocó a los dominicos a Aviñón (en razón de las
circunstancias tan especiales de su reinado, Clemente VII y Benedicto XIII no
figuran en la lista de los antipapas propiamente dichos). Vicente fue acogido
por Pedro de Luna con grandes muestras de honor y aun se le ofreció el gobierno
de una diócesis, que él rehusó. Pero su posición era muy difícil, pues pronto
cayó en la cuenta de que la obstinación de Pedro de Luna obstaculizaba todos
los intentos de unificación. En vano le exhortó Vicente a tratar de llegar a un
acuerdo con el papa de Roma. Aun cuando el sínodo de teólogos de París resolvió
en contra de Pedro de Luna, éste permaneció inconmovible. San Vicente, que era
consejero y confesor de Pedro de Luna, sufrió tanto por ello, que cayó enfermo;
en cuanto se repuso, logró obtener el permiso de abandonar la corte pontificia
para volver a su trabajo misional.
Su primer objetivo no era,
sin embargo, huir de la corte pontificia, sino obedecer a un llamamiento de
Dios, ya que, según se cuenta, Jesucristo se le había aparecido durante su
enfermedad, con santo Domingo y san Francisco, le había ordenado que fuese a
predicar la penitencia, como lo habían hecho los dos santos y le había devuelto
instantáneamente la salud. San Vicente partió de Aviñón en 1399 y predicó a
enormes multitudes en Carpentras, Arles, Aix y Marsella. Además de los
habitantes de cada lugar, se contaban entre sus oyentes los hombres, mujeres y
niños que le seguían de un sitio a otro. Al principio se trataba de una turba
heterogénea, pero poco a poco, el santo los fue organizando: les dio una regla
y los convirtió en valiosos colaboradores; los «Penitentes de Maese Vicente»,
como se los llamaba, se quedaban, por ejemplo, en la ciudad en que había tenido
lugar la misión para consolidar el trabajo del santo. Es cosa digna de notarse
que, en una época de costumbres tan relajadas, no parece que se hayan levantado
sospechas contra ninguno de los miembros de aquella heterogénea compañía.
Algunos sacerdotes formaban parte de ella y se encargaban de organizar los
coros y de confesar a los peregrinos.
Entre 1401 y 1403, San
Vicente predicó en el Delfinado, en Saboya y en los valles de los Alpes;
después fue a Lucerna, Lausana, Tarentaise, Grénoble y Turín. Las multitudes se
apiñaban para oírle, y en todas partes el santo obró extraordinarias
conversiones y milagros. Los principales temas de su predicación eran el
pecado, la muerte, el infierno, la eternidad y sobre todo, la proximidad del
día del juicio. Hablaba con tal energía, que algunos de sus oyentes caían
desmayados y los gemidos de la multitud le obligaban con frecuencia a hacer
largas pausas. Sus enseñanzas penetraban a fondo y producían verdaderos frutos
de conversión y enmienda de vida. Bonifacio, uno de los hermanos de san
Vicente, era prior de la Gran Cartuja; el santo estuvo allí varias veces. Los
anales de la Cartuja dicen: «Dios obró maravillas por medio de estos dos
hermanos. Quienes se convertían por la predicación del uno, tomaban el hábito
de manos del otro». En 1405, San Vicente estuvo en Génova; de allí se dirigió a
otro puerto para embarcarse con rumbo a Flandes. Entre otras reformas,
consiguió que las damas de Liguria simplificasen sus fantásticos tocados; según
uno de los biógrafos de san Vicente, «este fue el mayor de sus milagros». En
los Países Bajos obró tantas maravillas, que hubo de reservar una hora diaria
para la curación de los enfermos. Algunos autores suponen que visitó también
Inglaterra, Escocia e Irlanda, pero no existe el menor indicio de ello. Aunque
el mismo san Vicente afirma que, fuera de su lengua, no había aprendido más que
el latín y un poco de hebreo, debía poseer un don de lenguas absolutamente
extraordinario ya que, según autores dignos de fe, sus oyentes ya fueran
franceses, alemanes, italianos, etc, entendían todo lo que decía, y su voz se
oía claramente a distancias enormes. No podemos seguir a san Vicente en todo su
itinerario. En realidad no se trataba de un itinerario ordenado, sino que iba
de un sitio a otro según las inspiraciones divinas y las peticiones que
recibía. Volvió a España en 1407.
Granada estaba entonces
ocupada por los moros; san Vicente predicó en dicha ciudad, y se cuenta que
8000 moros pidieron el bautismo. En Sevilla y Córdoba tuvo que predicar al aire
libre, porque no había ninguna iglesia suficientemente grande para tan enorme
auditorio. El santo volvió a Valencia después de quince años de ausencia;
predicó, obró muchos milagros y acabó con las discordias que dividían la
ciudad. Según una carta de los magistrados de Orihuela, los efectos de sus
sermones fueron maravillosos: desaparecieron de la ciudad el juego, la
blasfemia y el vicio; los enemigos se reconciliaron. En Salamanca convirtió san
Vicente a muchos judíos; allí fue donde, en un ardiente sermón al aire libre
sobre su tema favorito, san Vicente declaró que él era el ángel del juicio
predicho por San Juan (Apoc 14,6). Como algunos de sus oyentes se mostrasen
incrédulos, el santo hizo que le llevasen el cadáver de una mujer y le ordenó
que diese testimonio de la veracidad de sus palabras; la mujer resucitó un
momento, dio testimonio y volvió a cerrar los ojos definitivamente. Casi
resulta superfluo advertir que san Vicente no pretendía ser de naturaleza
angélica; sus palabras significaban que se consideraba como heraldo de Dios
para anunciar la proximidad del fin del mundo.
San Vicente había sufrido
siempre ante la falta de unidad que reinaba en la Iglesia, ya que, a partir de
1409, había nada menos que tres papas, con gran escándalo de la cristiandad.
Finalmente, en 1414 se reunió el Concilio de Constanza para resolver la
cuestión; el Concilio depuso a Juan XXIII y pidió a los otros dos que
renunciasen para poder proceder a una nueva elección. Gregorio XII se manifestó
dispuesto a ello, pero Benedicto XIII se negó rotundamente. San Vicente fue a
verle a Perpignan para convencerle de que abdicase, pero todos sus esfuerzos
fueron vanos. El rey Fernando de Castilla y Aragón le consultó sobre el asunto,
y el santo declaró que, si Benedicto XIII impedía con su conducta la unidad
vital de la Iglesia, los fieles podían legítimamente negarle la obediencia. El
rey aceptó el consejo de san Vicente y por fin, Pedro de Luna fue depuesto.
Gersón escribió a san Vicente: «Sólo gracias a vos se ha realizado la unión».
El santo pasó los últimos
tres años de su vida en Francia. Bretaña y Normandía fueron el escenario de Ios
últimos trabajos de ese «legado a latere Christi». San Vicente estaba ya tan
agotado, que apenas podía moverse sin ayuda; pero su vigor y elocuencia en el
púlpito eran los mismos de sus primeros años. A principios de 1419 volvió a
Vannes ya moribundo, después de pronunciar una serie de sermones. Murió el
Jueves de Pasión de 1419, que ese año fue 5 de abril, a los setenta años de
edad. La veneración del pueblo fue inmensa desde el primer momento, y san
Vicente Ferrer fue canonizado en 1455 y su cuerpo se conserva en Vannes. La
humildad de san Vicente fue extraordinaria, teniendo en cuenta los honores y
alabanzas que se le prodigaron en todas partes. Para él, su vida no había sido
más que una cadena ininterrumpida de pecados. «Mi cuerpo y mi alma son una pura
llaga; todo en mí huele a corrupción por mis pecados e injusticias». Lo mismo
sucede con todos los grandes santos: cuanto más cerca están de Dios, más viles
se sienten.
Según H. Finke, uno de los
historiadores más competentes de la época de Vicente Ferrer, no se ha escrito,
hasta ahora, ninguna biografía satisfactoria del santo, que distinga lo
legendario de lo histórico. Pedro Razzano, que escribió la primera biografía
treinta y seis años después de la muerte de san Vicente, dio muy mal ejemplo de
credulidad, que han seguido la mayoría de los biógrafos posteriores. H. Fages
publicó en 1904 las deposiciones de 1453 y 1454 para el proceso de
canonización; en 1905 publicó otros documentos y en 1909 las obras de san
Vicente; pero la biografía del mismo autor (1901) no está, ni con mucho, a la
altura de las exigencias críticas de la actualidad. En el Campus Dominicano
virtual pueden encontrarse un tratado y un sermón del santo, en castellano, con
introducción y notas que refieren a ediciones actualizadas de sus obras y de
estudios sobre ellas. Cuadro: Francesco del Cossa, panel dedicado al santo en
el «Políptico Griffoni», 1473, National Gallery, Londres.
En la imagen devocional
puede verse al santo en postura de oración, imagen propia del pueblo de
Paterna, como se describe en el apartado de tradiciones populares.
fuente:
«Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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