San Pío X, papa
Fecha: 21 de agosto
Fecha en el calendario anterior: 3
de septiembre
n.: 1835 - †: 1914 - país: Italia
Canonización:
B: Pío XII 3 jun 1951 - C: Pío XII 29 may 1954
Hagiografía: «Vidas
de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Memoria
de san Pío X, papa, que primero fue sacerdote en una parroquia, y después
obispo de Mantua y patriarca de Venecia, en Italia. Finalmente, elegido Sumo
Pontífice, se propuso como programa de gobierno recapitular todo en Cristo, lo
que llevó a cabo con simplicidad de ánimo, pobreza y fortaleza, promoviendo
entre los fieles la vida cristiana con la participación en la Eucaristía, la
dignidad de la sagrada liturgia y la integridad de la doctrina.
Patronazgos: Patrono
de los catequistas refieren a este santo: Beato Andrés Jacinto Longhin
Oración: Señor,
Dios nuestro, que, para defender la fe católica e instaurar todas las cosas en
Cristo, colmaste al papa san Pío décimo de sabiduría divina y fortaleza
apostólica, concédenos que, siguiendo su ejemplo y su doctrina, podamos
alcanzar la recompensa eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive
y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los
siglos. Amén (oración litúrgica).
El barón von Pastor,
distinguido historiador de pontífices, escribió esta observación sobre el papa
Pío X: «Era uno de esos hombres elegidos, de los que hay pocos, con una
personalidad irresistible. Todos tenían que sentirse conmovidos por su absoluta
sencillez y su bondad angelical. Sin, embargo, era algo más lo que le hacía
entrar en todos los corazones; ese 'algo' se puede definir mejor al observar
que todo aquél que fue admitido a su presencia salió con la profunda convicción
de haber estado frente a un santo. Y, entre más se sabe sobre él, mayor fuerza
adquiere esta convicción».
El futuro Papa santo vino al
mundo en 1835, como hijo de un cartero y mensajero municipal de humilde
condición, en la populosa ciudad de Riese, en el Véneto. Fue el segundo de los
diez hijos de la pobre familia del servidor del municipio, y se llamó Giuseppe
Sarto. Cuando niño, asistió a la escuela elemental de Riese, pero gracias a las
instancias y la ayuda del cura párroco, pasó a la escuela superior de
Castelfranco, a una distancia de ocho kilómetros, que el chico recorría a pie
dos veces al día. Más tarde, en virtud de una beca que se obtuvo para él, pudo
asistir al seminario de Padua. Por dispensa especial, se le ordenó sacerdote a
la edad de veintitrés años y, desde aquel momento, se entregó completamente al ministerio
pastoral; al cabo de dieciséis años, ascendió a canónigo en Treviso, donde
prosiguió con mayor ahínco su dura y generosa tarea sacerdotal. En 1884, fue
consagrado obispo de Mantua, una diócesis que, por entonces, se hallaba en
bajas condiciones morales, debido a su clero negligente hasta el extremo de
haber provocado un cisma en dos poblaciones. Fue tan limpio y brillante el
triunfo que obtuvo el obispo en el desempeño de aquel cargo plagado de
dificultades que, en 1892, el papa León XIII consagró a Mons. Sarto como
cardenal sacerdote de San Bernardo de los Baños y, casi inmediatamente, lo
elevó a la sede metropolitana de Venecia, que comprende el título honorífico de
patriarca. Ahí se transformó en un verdadero apóstol para toda la región del Véneto
y puso de manifiesto el valor de su sencillez y su rectitud, en una sede que se
ufanaba de su magnificencia y de su pompa.
A la muerte de León XIII, en
1903, era creencia general que habría de sucederle en la cátedra de San Pedro
el cardenal Rampolla del Tíndaro; las tres primeras votaciones del cónclave
indicaron que la opinión general estaba en lo cierto; pero entonces, el
cardenal Puzyna, arzobispo de Cracovia, comunicó a la asamblea de electores que
el emperador Francisco José de Austria imponía el veto formal contra la
elección de Rampolla. El anuncio causó una profunda conmoción; los cardenales
protestaron con energía por la intervención del emperador y las cosas llegaron
al punto de efervescencia, cuando Rampolla, con mucha dignidad, retiró su candidatura
(la historiografía posterior más bien afirma que Rampolla no habría sido
elegido de ningún modo). Al cabo de otras cuatro votaciones, resultó elegido el
cardenal Giuseppe Sarto. Así llegó a la cátedra de Pedro un hombre de humilde
cuna, sin relevantes dotes intelectuales, sin experiencia en las diplomacias
eclesiásticas, pero con un corazón tan grande que no le cabía en el pecho, y
tan bueno que parecía irradiar gracias: «un hombre de Dios que conocía los
infortunios del mundo y las penurias de la existencia y, en la grandeza de su
corazón, sólo quería arreglarlo todo y consolar a todos». Uno de los primeros
actos del nuevo papa fue el de recurrir a la constitución «Commissum nobis», a
fin de terminar, de una vez por todas, con cualquier supuesto derecho de
cualquier poder civil para interferir en una elección papal, por el veto u otro
procedimiento. Más adelante, dio un paso cauteloso pero definitivo hacia la
reconciliación entre la Iglesia y el Estado, en Italia, al levantar
prácticamente el «Non Expedit», que impedía, en la práctica a los católicos
participar en las elecciones de su país.
Su manera de hacer frente a
la muy crítica situación que no tardó en presentarse en Francia fue directa y
tan efectiva como cualquiera de los medios diplomáticos en uso. En 1905, luego
de numerosos incidentes, el gobierno francés denunció el concordato de 1801,
decretó la separación de la Iglesia y el Estado y emprendió una campaña
agresiva contra la Iglesia. El gobierno propuso crear una organización para que
se preocupara de las propiedades eclesiásticas, bajo el nombre de «associations
cultuelles», a la que muchos de los prominentes personajes católicos de Francia
deseaban someterse por vías de ensayo; pero, tras una serie de consultas con
los obispos franceses, el Papa Pío X emitió un par de declaraciones enérgicas y
dignas, por las que condenaba la ley de separación y calificaba la «asociación»
de anticanónica. A los que se quejaban de que había sacrificado todas las
posesiones de la Iglesia en Francia, les respondió: «Aquéllos se preocupaban
demasiado por los bienes materiales y muy poco por los espirituales». La
separación ofreció la ventaja de que, a partir de entonces, la Santa Sede pudo
nombrar directamente a los obispos franceses, sin la nominación previa de los
poderes civiles. «Pío X -declaró el obispo de Nevers, Mons. Gauthey- nos
emancipó de la esclavitud al costo del sacrificio de nuestras propiedades. Que
Dios le bendiga por siempre, por no haber titubeado en imponernos ese
sacrificio». La severa actitud del papa causó tantos trastornos y dificultades
al gobierno francés que, veinte años más tarde, se avino a concertar un nuevo
acuerdo, dentro de los cánones, para la administración de las propiedades de la
Iglesia.
El nombre de Pío X se
vincula generalmente y con toda razón, al movimiento que purgó a la Iglesia de
ese «resumen de todas las herejías», al que alguno tuvo la ocurrencia de llamar
«Modernismo». Un decreto del Santo Oficio fechado en 1907, condenó a ciertos
escritores y ciertas ideas; muy pronto le siguió la carta encíclica «Pascendi
dominici gregis», en la que se indicaban peligrosas tendencias de alcance
imprevisible, se señalaban y condenaban las manifestaciones del «modernismo» en
todos los campos. Pero también se adoptaron medidas muy enérgicas y, a pesar de
que hubo furiosas oposiciones, el modernismo en la Iglesia quedó prácticamente
aniquilado al primer golpe. Ya había conquistado bastante terreno entre los
católicos y, sin embargo, no fueron pocos, aun entre los ortodoxos, quienes opinaron
que la condena del Papa había sido excesiva y rayana en una mojigatería
obscurantista (esto se debió más bien a la abundancia de los «más papistas que
el Papa»; éstos, por ejemplo, tenían en sus listas de «sospechosos» al cardenal
Della Chiesa, que llegaría a ser Benedicto XV). El error de esta observación
quedó demostrado cuando cinco años después, en 1910, la encíclica del Papa
sobre San Carlos Borromeo fue mal interpretada y se ofendieron los protestantes
en Alemania. Pío X publicó la explicación oficial del párrafo mal interpretado
en el Osservatore Romano y ahí mismo recomendó a los obispos alemanes que no
hiciesen más comentarios ni publicidad en torno a la encíclica, en el púlpito o
en la prensa.
En su primera encíclica Pío
X anunciaba que su meta primordial era la de «renovarlo todo en Cristo» y, sin
duda que con ese propósito en mente, redactó y aprobó sus decretos sobre el
sacramento de la Eucaristía. Por ellos, recomendaba y encomiaba la comunión
diaria, si fuese posible (en la Edad Media y, posteriormente en la época del
jansenismo, los fieles católicos comulgaban rarísima vez; la comunión diaria o
muy frecuente se consideraba como algo extraordinario y aun indebido); que los
niños se acercaran a recibirla al llegar a la edad de la razón, y que se
facilitara el suministro de la comunión a los enfermos. Pero no sólo se
preocupó por el ministerio del altar, sino también por el de la palabra, puesto
que instaba a la diaria lectura de la Biblia, aunque en este caso las
recomendaciones del Papa no fueron tan ampliamente aceptadas. Desde 1903, y con
el objeto de aumentar el fervor en el culto divino, emitió por iniciativa
propia (motu proprio), una serie de instrucciones sobre la música sacra,
destinadas a terminar con los abusos al respecto y a restablecer el uso del
canto llano en la Iglesia. Dio alientos a los trabajos de la comisión para la
codificación de las leyes canónicas y fue él quien llevó a cabo la completa
reorganización de los tribunales, oficinas y congregaciones de la Santa Sede. También
estableció Pío X una comisión correctora y revisora del texto Vulgata de la
Biblia (este trabajo les fue encomendado a los monjes benedictinos) y, en 1909,
fundó el Instituto Bíblico para el estudio de las Escrituras y lo dejó a cargo
de la Compañía de Jesús.
Siempre consagró sus
preocupaciones y actividades a los débiles y los oprimidos. Con inusitada
energía, denunció los malos tratos a que eran sometidos los indígenas en las
plantaciones de caucho del Perú. Creó y organizó una comisión de ayuda a los
damnificados, tras el desastroso terremoto de Messina y, por cuenta propia,
acogió a numerosos refugiados en el hospicio de Santa Marta, junto a San Pedro.
Sus caridades, en todas las partes del mundo donde se necesitaban socorros,
eran tan abundantes y frecuentes, que las gentes de Roma y de toda Italia se
preguntaban de dónde saldría tanto dinero. La sencillez de sus hábitos
personales y la santidad de su carácter se ponían de manifiesto en su costumbre
de visitar cada domingo, alguno de los patios, rinconadas o plazuelas del
Vaticano, para predicar, explicar y comentar el Evangelio de aquel día, a todo
el que acudiera a escucharle. Era evidente que Pío X se sentía desconcertado y
tal vez un poco escandalizado, ante la pompa y la magnificencia del ceremonial
en la corte pontificia. Cuando era patriarca de Venecia, prescindió de una
buena parte de la servidumbre y no toleró que nadie, fuera de sus hermanas, le
preparase la comida; como Pontífice, eliminó la costumbre de conferir títulos
de nobleza a sus familiares. «Por disposición de Dios -solía decir- mis
hermanas son hermanas del papa. Eso debe bastarles». En una ocasión, antes de
cierta ceremonia, exclamó ante un viejo amigo suyo: «¡Mira cómo me han
vestido!» y se echó a llorar. A otro de sus amigos, le confesó: «No cabe duda
de que es una penitencia verse obligado a aceptar todas estas prácticas. ¡Me
condujeron entre soldados, como a Jesús cuando le apresaron en Getsemaní!» No
son estas simples anécdotas divertidas, sino actitudes y acciones que describen
por sí mismas la grandeza de corazón y la sencillez de la bondad de Pío X. A un
joven inglés, protestante convertido al catolicismo y que deseaba ser monje,
pero sentía el escrúpulo de haber estudiado muy poco, le dijo el Papa: «Para
alabar a Dios bien, no se necesita ser sabio». Un escritor de Mántua publicó un
libro de carácter sensacionalista en el que lanzaba infames acusaciones contra
Pío X; éste no quiso emprender ninguna acción legal, pero, en cuanto supo que
el calumniador se hallaba en bancarrota, el papa le envió dinero a escondidas:
«Un hombre tan desdichado, comentó, necesita oraciones más que castigos».
Aún durante su vida, Dios
utilizó al papa Pío X como instrumento de sus milagros y, hasta en esos casos
sobrenaturales, se puso de manifiesto su perfecta modestia y sencillez. Durante
una audiencia pública, uno de los asistentes mostró su brazo paralizado al
tiempo que decía: «¡Cúrame, Santo Padre!» El papa se acercó sonriente, tocó el
brazo tumefacto y dijo amablemente: «Sí, sí». Y, el hombre quedó curado. En
otra audiencia privada, una niña de once años que estaba paralítica, pidió lo
mismo. «¡Quiera Dios concederte lo que deseas!», dijo el Pontífice. La niña se
levantó y anduvo por sí misma. Una monja que sufría de una tuberculosis muy avanzada,
le pidió la salud. «Sí», fue todo lo que repuso Pío X, mientras ponía las manos
sobre la cabeza de la religiosa. Aquella tarde, el médico declaró que estaba
completamente sana. El 24 de junio de 1914, la Santa Sede firmó un concordato
con Servia; cuatro días más tarde, el archiduque Francisco de Austria y su
esposa fueron asesinados en Sarajevo; a la medianoche del 4 de agosto,
Alemania, Francia, Austria, Rusia, Gran Bretaña, Servia y Bélgica estaban en
guerra: era el undécimo aniversario de la elección del Papa. Pío X no sólo
había vaticinado aquella guerra europea, como otros muchos, sino que profetizó
que estallaría definitivamente para el verano de 1914. Aquel conflicto fue para
el Papa un golpe fatal. «Esta será la última aflicción que me mande el Señor.
Con gusto daría mi vida para salvar a mis pobres hijos de esta terrible
calamidad». Pocos días más tarde sufrió una bronquitis; al día siguiente, 20 de
agosto, murió. Fue la primera víctima notable de la Gran Guerra. «Nací pobre,
he vivido en la pobreza y quiero morir pobre», dijo en su testamento. Su
contenido demostró la verdad de aquellas palabras: su pobreza era tanta que
hasta la prensa anticlerical quedó admirada.
Después del funeral en la
basílica de San Pedro, Mons. Cascioli, escribió lo siguiente: «No tengo la
menor duda de que este rincón de la cripta se convertirá, muy pronto, en un
santuario, un centro de peregrinación ... Dios glorificará ante el mundo a este
Papa cuya triple corona fue la pobreza, la humildad y la bondad». Y así fue por
cierto. El Pontificado de Pío X no fue tranquilo y el papa mostró resolución en
su política. Si no tuvo enemigos -porque para eso se necesitan dos- hubo muchos
que le criticaron, lo mismo dentro que fuera de la Iglesia. Pero, al morir, todas
las voces fueron una; desde todas partes, desde todas las clases surgió un
llamado para que se reconociera la santidad de Pío X, el que fuera Giuseppe
Sarto, el niño del cartero. En 1923, los cardenales de la curia decretaron que
se había abierto su causa, firmada por veintiocho prelados. En 1954, el Papa
Pío XII canonizó solemnemente a su predecesor ante una enorme multitud que
llenaba la plaza de San Pedro, en Roma. Aquel fue el primer papa al que se
canonizaba desde Pío V, en 1672.
El abad Pierami, el promotor
de la causa, publicó en 1928 una breve biografía, escrita en tono devoto, y con
valiosos datos. Ver también,
Memories of Pope Pius X (1939) del cardenal Merry del Val; Symposiurn of the
Life and Work of Pius X (1947), de R. M. Iluben; Pie X (1951), de V.
Marrnoiton.
fuente: «Vidas de los santos
de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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modificación relevante: ant 2012
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