San Ignacio de Loyola,
presbítero y fundador
Fecha: 31 de julio
n.: 1491 - †: 1556 - país: Italia
Canonización: B: Pablo V 27 jul 1609 - C: Gregorio
XV 12 mar 1622
Hagiografía:
«Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio:
Memoria de san Ignacio de Loyola, presbítero, el cual, nacido en el País Vasco,
en España, pasó la primera parte de su vida en la corte como paje hasta que,
herido gravemente, se convirtió a Dios. Completó los estudios teológicos en
París y unió a él a sus primeros compañeros, con los que más tarde fundó la
Orden de la Compañía de Jesús en Roma, donde ejerció un fructuoso ministerio
escribiendo varias obras y formando a sus discípulos, todo para mayor gloria de
Dios.
Patronazgos:
patrono de los retiros y casas de retiros espirituales, de los niños, mujeres
embarazadas y soldados; protector contra la peste, la hechicería, los
remordimientos y los escrúpulos.
Refieren
a este santo: San Carlos Borromeo, San Francisco de Borja,
San Pedro Canisio, San Pedro Favre
Oración:
Señor, Dios nuestro, que has suscitado en tu Iglesia a san Ignacio de Loyola
para extender la gloria de tu nombre, concédenos que después de combatir en la
tierra, bajo su protección y siguiendo su ejemplo, merezcamos compartir con él
la gloria del cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén
(oración litúrgica).
San Ignacio nació
probablemente en 1491, en el castillo de Loyola, en Azpeítia, población de
Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Oñaz y de
Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no
era menos ilustre el linaje de su madre, doña Marina Sáenz de Licona y Balda.
Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más
joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los
franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó
abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la
pierna, durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que
Iñigo fue herido, la guarnición española capituló. Los franceses no abusaron de
la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola. Como los
huesos de la pierna soldaron mal, los médicos juzgaron necesario quebrarlos
nuevamente. Iñigo soportó estoicamente la bárbara operación, pero, como
consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con ciertas complicaciones, de
suerte que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la
fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo, Iñigo sobrevivió y empezó a
mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la operación,
la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los
cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a que éstos le advirtieron que la
operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y
soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna
derecha se acortase demasiado, permaneció varios días con ella estirada
mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado
cojo para el resto de su vida.
Con el objeto de distraerse
durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería, a los que
siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de
Loyola fue una historia de Cristo y un volumen con vidas de santos. Iñigo los
comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse
tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: «Si esos
hombres estaban hechos del mismo barro que yo, también yo puedo hacer lo que
ellos hicieron». Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un
santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de
cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su
amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando
volvía a abrir el libro de las vidas de los santos, comprendía la futilidad de
la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las
fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia:
en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de
consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos mundanos le procuraban cierto
deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, resolvió imitar
a los santos y empezó por hacer toda la penitencia corporal posible y llorar
sus pecados.
Una noche, se le apareció la
Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión
consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalecencia, hizo una peregrinación
al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de
penitente. El pueblecito de Manresa está a tres leguas de Montserrat. Ignacio
se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un
hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de
los alrededores. Así vivió durante casi un año, pero a las consolaciones de los
primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la
penitencia, conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los
sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta
tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron
al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas
experiencias que iban a servirle para el libro de los «Ejercicios
Espirituales». Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más
profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. Aquella experiencia dio a
Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran
discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P.
Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que
pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo,
al principio de su conversión, Ignacio era tan ignorante que, al oír a un moro
blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero
cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la
Providencia le libró de cometer ese crimen.
En febrero de 1523, Ignacio
partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó
en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a
Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a
Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su
peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le
ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos
por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo
tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor
idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. En 1524, llegó de nuevo a
España, donde se dedicó a estudiar, pues «pensaba que eso le serviría para
ayudar a las almas». Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le
asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía
entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser
estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en
Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino «amare»
se convertía en un simple pretexto para pensar: «Amo a Dios. Dios me ama». Sin
embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía
practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con
paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho
más jóvenes que él.
Al cabo de dos años de
estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica,
física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que
confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio,
vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a
los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y
convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre. En
aquella época, había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio
carecía de ciencia y autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario
general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta
que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les
prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años
siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero
pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres
semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio
consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia corno pruebas que Dios
le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad,
resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde
llegó en febrero de 1528. Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en
el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a
pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con
esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó
tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí
indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a
la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro
Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y
predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a
Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no
temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el
ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes
había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su
conducta. Guvea no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al
salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente
perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a
los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes
de la Universidad de París.
Por aquella época, se
unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era
saboyano; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho
en los estudios; Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla.
Movidos por las exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes
hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina,
o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los
emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar
en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de
Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de
la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante
frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de
vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el
médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud
dejaba mucho que desear. Ignació partió de París en la primavera de 1535. Su
familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el
castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.
Dos años más tarde, se
reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos
les impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran ya
diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y concedió a los
que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de
manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de
las cercanías de Venecia, a fin de prepararse para los ministerios apostólicos.
Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre y octubre,
excepto Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse
mejor para ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse
a Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez irían a
Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que, si alguien les
preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la
Compañía de Jesús (san Ignacio no empleó jamás el nombre de «jesuita», ya que
originalmente fue éste un apodo más bien hostil que se dio a los miembros de la
Compañía), porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el
estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de
«La Storta», el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz
inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: Ego vobis Romae
propitius ero (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró a Fabro profesor en
la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la Sagrada
Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a
catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma semejante,
a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.
Ignacio y sus compañeros
decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los
votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de
cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que
nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el
cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A
los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien
de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en
común el oficio divino no existiría en la nueva orden, «para que eso no
distraiga de las obras de caridad a las que nos hemos consagrado». La primera
de esas obras de caridad consistiría en «enseñar a los niños y a todos los
hombres los mandamientos de Dios». La comisión de cardenales que el Papa nombró
para estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que ya
había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió
de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27
de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y
su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a
ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los
miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.
Ignacio pasó el resto de su
vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había
fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos judíos
durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres arrepentidas. En
cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de tales pecadoras rara
vez es sincera, a lo que Ignacio respondió: «Estaría yo dispuesto a sufrir
cualquier cosa por el gozo de evitar un solo pecado». Rodríguez y Francisco
Javier habían partido a Portugal en 1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier
se trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los
padres Gonçalves y Juan Núñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y
asistir a los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo;
algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur.
El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los
padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, san Ignacio les ordenó que
visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen
modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosamente su ciencia y
de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos de
Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y virtud, fue san
Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, san
Francisco de Borja regaló una suma considerable para la construcción del
Colegio Romano. San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros
de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más
posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación del
Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a
trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se
fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones. Puede
decirse que san Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que había de
distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el
tiempo.
En 1542, desembarcaron en
Irlanda los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignació
ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y entre los
mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la
Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que
desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo
vigor a la vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. «La Compañía de
Jesús era exactamente lo que se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar
la Reforma. La revolución y el desorden eran las características de la Reforma.
La Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más sólida
cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica, que los
jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de Lutero y, con su
predicación y dirección espiritual, reconquistaron a las almas, porque
predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la
Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de
las almas» (cardenal Manning). A este propósito citaremos las instrucciones que
san Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca
de sus relaciones con los protestantes: «Tened gran cuidado en predicar la
verdad de tal modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de
ejemplo de caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni
mostréis desprecio por sus errores». El santo escribió en el mismo tono a los
padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda. Una de las
obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los «Ejercicios
Espirituales». Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en
Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente
con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo
cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la
meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de san Ignacio
es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y
consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la
Iglesia, san Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamente y de
formularlos con perfecta claridad. El fin específico de los Ejercicios es
llevar al hombre a un estado de serenidad y despego terrenal para que pueda
elegir «sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso
general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que
guía la elección es únicamente la consideración de lo que más conduce a la
gloria de Dios y a la perfección del alma». Como lo dice Pío XI, el método ignaciano
de oración «guía al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio
de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor
divino».
La prudencia y caridad del
gobierno de san Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos
afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba
de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual
posible. Aunque san Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus
subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no
veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del
empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la
conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía
reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular,
reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el
servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los
profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La
corona de las virtudes de san Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia
repetía estas palabras, que son el lema de su orden: «A la mayor gloria de Dios».
A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la
Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: «Señor, ¿qué puedo desear
fuera de Ti?» Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía
su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha
exagerado algunas veces el «espíritu militar» de Ignacio y de la Compañía de
Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su
energía y espíritu de empresa.
Durante los quince años que
duró el gobierno de san Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se
extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince
años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó
una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido
siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos. Fue canonizado en 1622, y
Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.
El amor de Dios era la
fuente del entusiasmo de Ignacio por la salvación de las almas, por las que
emprendió tantas y tan grandes cosas y a las que consagró sus vigilias,
oraciones, lágrimas y trabajos. Se hizo todo a todos para ganarlos a todos y al
prójimo le dio por su lado a fin de atraerlo al suyo. Recibía con
extraordinaria bondad a los pecadores sinceramente arrepentidos; con frecuencia
se imponía una parte de la penitencia que hubiese debido darles y los exhortaba
a ofrecerse en perfecto holocausto a Dios, diciéndoles que es imposible
imaginar los tesoros de gracia que Dios reserva a quienes se le entregan de
todo corazón. El santo proponía a los pecadores esta oración, que él solía
repetir: «Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento
y toda mi voluntad. Vos me lo disteis; a vos Señor, lo torno. Disponed a toda
vuestra voluntad y dadme amor y gracia, que esto me hasta, sin que os pida otra
cosa».
La publicación de Monumenta
Historica Societatis Jesu ha puesto al alcance del público una inmensa cantidad
de documentos. Ahí puede verse prácticamente todo lo que puede arrojar alguna
luz sobre la vida del fundador de la orden. Particularmente importantes son los
doce volúmenes de su correspondencia, tanto privada como oficial, y los
memoriales de carácter personal que se han descubierto. Entre éstos se destaca
el relato de su juventud, que san Ignacio dictó en sus últimos años, accediendo
a los ruegos de sus hijos, a pesar de la repugnancia que ello le producía. Esa
autobiografía está publicada en BAC. Es difícil recomendar qué bibliografía
dejhar de la restante que trae Butler, ya que han pasado algunas décadas desde
aquella publicaión y la actualidad, sin embargo, con esa limitación, copio los
títulos que allí figuran, haciendo al salvedad de que seguramente hay estudios
más actualizados sobre una personalidad tan relevante: La del P. de Ribadeneira
[también editada en BAC] conserva su valor, ya que se trata de la apreciación
personal de alguien que estuvo en contacto íntimo con el santo. El volumen I de
la Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España (1902) del P.
Astráin es prácticamente la historia de la carrera y actividades del fundador.
El P. Astráin publicó, además, un valioso resumen biográfico. Las biografías
del P. H. J. Pollea (1922) y de Christopher Hollis (1931), muy diferentes entre
sí, son excelentes. El P. J. Brodrick, dice, refiriéndose a las biografías
escritas por H. D. Sedgwick (1923) y P. van Duke (1926): «Esas dos obras son,
con mucho, las mejores biografías de San Ignacio que los protestantes han
escrito hasta la fecha; desde el punto de vista histórico, son muy superiores a
muchas biografías católicas"».
Cuadros:
-Giacomo del Conte, retrato
del santo pintado un día después de su muerte, actualmente en la Casa General
de los jesuitas en Roma.
-Gian Lorenzo Bernini (1598
- 1680): Ignacio presentando al papa Pablo III la regla de la Orden, detrás de
la Vice-Canciller del Papa, Alejandro Farnesio.
-Baciccio, Apoteosis de san
Ignacio, aprox. 1685, Galleria Nazionale
d'Arte Antica, Roma.
fuente: «Vidas de los santos
de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedido 11872 veces
ingreso o última
modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo
son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha
sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y
servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar
esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el
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