San Vicente, diácono y
mártir
Fecha:
22 de enero
†: 304 - país: España
Canonización:
pre-congregación
Hagiografía:
«Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: San
Vicente, diácono de Zaragoza y mártir, que durante la persecución bajo el
emperador Diocleciano sufrió cárcel, hambre, potro y hierros candentes, hasta
que en Valencia, en la Hispania Cartaginense, voló al cielo a recoger el premio
del martirio.
Patronazgos: patrono
de Valencia (España), de Portugal, y de los fabricantes de ladrillos,
alfareros, techistas, bodegueros y fabricantes de vino, marineros y leñadores,
para pedir por la debilidad física, y para la recuperación de bienes robados.
Tradiciones, refranes, devociones: Por San Vicente, el invierno pierde un
diente.
El día San Vicente entra
'l sol ena fuente (asturiano: hace referencia a una fuente que hay cerca del
pueblo de La Focella, (Teverga); es muy sombría, y está situada de espaldas al
sur; el sol, en su diario elevarse comienza a tocarla el 22 de Enero a las once
de la mañana. CASTAÑÓN, Luciano: Refranero asturiano).
San Lorenzo calura y San
Vicente friura, uno y otro poco dura.
San Vicente el barbau
rompe el chelau, y si no lo rompe, lo deja doblau (aragonés).
Hay muchos refranes
referidos a este san Vicente del 22 de enero, pero en todos el punto común es
que aluden a que comienza a declinar el invierno. Posiblemente sean anteriores
al siglo XVI y por tanto la observación meteorológica corresponda hoy al 2 de
febrero, excepto el asturiano de la fuente.
Refieren
a este santo: San Vicente de Agen
Oración:
Dios todopoderoso y eterno, derrama sobre
nosotros tu Espíritu, para que nuestros corazones se abrasen en el amor intenso
que ayudó a san Vicente a superar los tormentos. Por nuestro Señor Jesucristo,
tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por
los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
San Valerio, obispo de
Zaragoza, cuya celebración es hoy mismo, instruyó en las ciencias sagradas y en
la piedad cristiana a este glorioso mártir. El mismo obispo le ordenó diácono
para que formara parte de su séquito, y le encargó de instruir y predicar al
pueblo, a pesar de que era todavía muy joven. El cruel perseguidor Daciano era
entonces gobernador de España. El año 303, los emperadores Diocleciano y
Maximiano publicaron su segundo y tercer edicto contra el clero, y al año
siguiente lo hicieron extensivo a los laicos. Parece que poco antes de la
publicación de dichos decretos, Daciano hizo ejecutar a los dieciocho mártires
de Zaragoza, de los que hacen mención Prudencio y el Martirologio Romano, y
arrestó a Valerio y a Vicente. Estos dos mártires fueron poco después
trasladados a Valencia, donde el gobernador les dejó largo tiempo en la
prisión, sufriendo hambre y otras torturas. El procónsul esperaba que esto
debilitaría la constancia de los testigos de Cristo. Sin embargo, cuando
comparecieron ante él, no pudo menos de sorprenderse al verles tan intrépidos y
vigorosos, y aun castigó a los soldados por no haberles tratado con el rigor
que él había ordenado. El procónsul empleó amenazas y promesas para lograr que
los prisioneros ofrecieran sacrificios a los dioses. Como Valerio, que tenía un
impedimento de la lengua, no pudiese responder, Vicente le dijo: «Padre, si me
lo ordenas yo hablaré». «Hijo mío -le contestó Valerio-, yo te he confiado ya
la dispensación de la divina palabra, y ahora te pido que respondas en defensa
de la fe por la que sufrimos». El diácono informó entonces al juez que estaban
dispuestos a sufrirlo todo por Dios y que no se doblegarían, ni ante las
amenazas, ni ante las promesas. Daciano se contentó con desterrar a Valerio,
pero decidió hacer flaquear a Vicente valiéndose de todas las torturas que su
cruel temperamento podía imaginar. San Agustín nos asegura que Vicente sufrió
torturas que ningún hombre hubiera podido resistir sin la ayuda de la gracia, y
que, en medio de ellas, conservó una paz y tranquilidad que sorprendió a los
mismos verdugos. La rabia del procónsul se manifestaba en el rictus de su boca,
en el fuego de sus ojos y en la inseguridad de su voz.
Vicente fue primero atado
de manos y pies al potro, y ahí le desgarraron con garfios. El mártir,
sonriente, acusaba a sus verdugos de debilidad, lo cual hizo creer a Daciano
que no atormentaban suficientemente a Vicente; así pues, mandó que le
apalearan. Esto en realidad dio un respiro al santo, pero sus verdugos
volvieron pronto a la carga, resueltos a satisfacer la crueldad del procónsul.
Sin embargo, cuanto más le torturaban los verdugos, tanto más le consolaba el
cielo. El juez, viendo correr la sangre a chorros y el lastimoso estado en que
se hallaba el cuerpo de Vicente, no pudo menos de reconocer que el valor del
joven clérigo había vencido su crueldad. En seguida ordenó que cesara la
tortura y dijo a Vicente que, si no había podido inducirle a sacrificar a los
ídolos, por lo menos esperaba que entregaría éste las Sagradas Escrituras a las
llamas, para cumplir el edicto imperial. El mártir contestó que tenía menos
miedo de los tormentos que de la falsa compasión. Daciano, más furioso que
nunca, le condenó a lo que las actas llaman «quaestio legitima» («la tortura
legal»), que consistía en ser quemado sobre una especie de parrilla. Vicente se
instaló gozosamente en la reja de hierro, cuyas barras estaban erizadas de
picos al rojo vivo. Los verdugos le hicieron extenderse y echaron sal sobre sus
heridas. Con la fuerza del fuego, la sal penetraba hasta el fondo. San Agustín
dice que las llamas, en vez de atormentar al santo, parecían infundirle nuevo
vigor y ánimo, ya que Vicente se mostraba más lleno de gozo y consuelo, cuanto
más sufría. La rabia y confusión del tirano fue increíble; perdió totalmente el
dominio de sí mismo y preguntaba continuamente qué hacía y decía Vicente; pero
la respuesta era siempre que el santo no hacía más que afirmarse en su
resolución.
Finalmente, el procónsul
ordenó que echaran al santo en un calabozo cubierto de trozos de vidrio, con
las piernas abiertas y atadas a sendas estacas, y que le dejaran ahí sin comer
y sin recibir ninguna visita. Pero Dios envió a sus ángeles a reconfortarle. El
carcelero, que vio a través de la rejilla el calabozo lleno de luz y a Vicente
paseándose en él y alabando a Dios, se convirtió súbitamente al cristianismo.
Al saberlo, Daciano lloró de rabia; sin embargo ordenó que se diese algún
reposo al prisionero. Los fieles fueron a ver a Vicente, vendaron sus heridas,
y recogieron su sangre como una reliquia. Cuando le depositaron en el lecho que
le habían preparado, Vicente entregó su alma a Dios. Daciano ordenó que su
cuerpo fuese arrojado en un pantano, pero un cuervo le defendió de los ataques
de las fieras y aves de presa. Las «actas» y un sermón atribuido a san León añaden
que el cadáver de Vicente fue entonces arrojado al mar, pero que las olas lo
devolvieron a la playa, donde lo recogieron dos cristianos, por revelación del
cielo.
El relato de las
traslaciones y la difusión de las reliquias de san Vicente es muy confuso y
poco fidedigno. Se habla de sus reliquias no sólo en Valencia y Zaragoza, sino
también en Castres de Aquitania, en Le Mans, en París, en Lisboa, en Bari y en
otras ciudades. Es absolutamente cierto que su culto se extendió muy pronto por
todo el mundo cristiano y llegó hasta algunas regiones del Oriente. La misa del
rito milanés le nombra en el canon. El emblema más característico de nuestro
santo en las representaciones artísticas más antiguas es el cuervo,
representado en algunas pinturas sobre una roca. Cuando se trata de una pintura
que representa a un diácono revestido con la dalmática y que lleva una palma en
la mano, es imposible determinar si se trata de una imagen de san Vicente, de
san Lorenzo o de san Esteban. En Borgoña, se venera a san Vicente como patrono
de los cultivadores de la vid. Ello se debe probablemente, a que su nombre
sugiere cierta relación con el vino.
Alban Butler basa
principalmente su relato en la narración del poeta Prudencio (Peristephanon,
5). Aunque Ruinart incluye las «actas» de san Vicente entre sus Acta Sincera,
es evidente que el compilador, que vivió probablemente varios siglos después de
los hechos, dejó en ellas libre curso a su imaginación. Sin embargo, san
Agustín dice en uno de sus sermones sobre el santo que él ha manejado las
actas, lo cual induce a suponer que el resumen mucho más conciso de Analecta
Bollandiana (vol. I, 1882, pp. 259-262) representa en sustancia el documento al
que se refiere san Agustín. De lo que estamos absolutamente ciertos es del nombre
de san Vicente, del sitio y la época de su martirio, y del lugar de su
sepultura.
Ver P. Allard, Histoire
des persécutions, vol. IV, pp. 237-250; Delehaye, Les origines du culte des
martyrs (1933), pp. 367-368; H. Leclercq, Les martyrs, vol. II, pp. 437-439;
Romische Quartalschrift, vol. XXI (1907), pp. 135-138. Existe un buen resumen histórico,
el de L. de Lacger, St. Vincent de Saragosse (1927); y un estudio de su
«pasión» por la marquesa de Maulé, Vincent d´Agen et Vincent de Saragosse
(1949); sobre este último, cf. los diferentes estudios de Fr. B. de Gaiffier,
en Analecta Bollandiana. Sobre el obispo san Valerio, ver Acta Sanctorum, 28 de
enero. La escultura es «San Vicente mártir arrojado al muladar», alabastro de
Diego de Tredia, siglo XVI, en el Museo de Bellas Artes de Valencia.
fuente: «Vidas de los
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