Santo Tomás Becket, obispo y mártir
Fecha: 29 de
diciembre
n.: c. 1118 - †: 1170 - país: Reino Unido (UK)
Otras formas del nombre: Thomas Beckett
Canonización: C: Alejandro III 21 feb 1173
Hagiografía:
«Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Santo Tomas Becket, obispo y mártir,
que, por defender la justicia y la Iglesia, fue obligado a desterrarse de la
sede de Canterbury y de su misma patria, Inglaterra, a la que volvió al cabo de
seis años y donde padeció mucho hasta que emigró hacia Cristo, al ser asesinado
en la catedral por los esbirros del rey Enrique II.
Refieren a este santo: San Avertino, Santo Tomás Moro
Oración: Señor, tú que has dado a santo Tomás
Becket grandeza de alma para entregar su vida en pro de la justicia,
concédenos, por su intercesión, sacrificar por Cristo nuestra vida terrena para
recuperarla de nuevo en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que
vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos
de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Hay una tradición muy conocida en la que se relata que la
madre de Santo Tomás Becket era una princesa sarracena que, perdidamente
enamorada de un peregrino o un cruzado inglés apellidado Becket, lo siguió
desde Tierra Santa y a través de Europa, sin pronunciar ante las gentes que
encontraba a su paso más que las dos únicas palabras que conocía en inglés y
que le interesaban: «London» y «Becket». Así fue como encontró por fin a su
amado, se convirtió al cristianismo y se casó con él. En realidad, no hay
ningún fundamento para esta leyenda. Varios contemporáneos nos han hablado de
los parientes del santo. Un tal Fitz Stephen, un clérigo al servicio de la
familia, dice: «Su padre era Gilbert, alguacil de Londres, y el nombre de su
madre era el de Matilda. Los dos eran ciudadanos de estirpe burguesa que no
hicieron dinero con la usura ni ejercieron el comercio, pero vivían respetablemente
con lo que tuviesen». Otros dicen que el nombre de la madre era Rohesia y que
fue normanda como su marido. De todas maneras, se sabe que el hijo de la pareja
nació el día de santo Tomás del año 1118, en Londres, y que fue enviado a
educarse con los canónigos regulares en Merton, localidad del Surrey. Al
cumplir los veintiún años, perdió a su madre y, poco después, a su padre. Ya
para entonces, los bienes de Gilbert habían menguado bastante y Tomás tuvo que
trabajar como empleado de un pariente, llamado Osbert Eightpence, en Londres.
También trabajó para Richer de l'Aigle, quien gustaba de hacerse acompañar por
el chico en sus cacerías, sobre todo cuando las hacía con halcones y, así
despertó en Tomás la afición por las correrías a campo abierto, que siempre
cultivó. Cierto día en que perseguía a una presa, el halcón que llevaba sobre
el hombro, se lanzó al río para atrapar a un pato. Tomás, temeroso de perder a
su halcón, se lanzó también al agua con la intención de rescatarlo, pero la
rápida corriente lo arrastró hasta un molino y sólo salvó la vida gracias a que
la rueda del molino se detuvo, milagrosamente según se dijo, cuando estaba a
punto de triturar el cuerpo del joven. Aquel incidente fue característico de la
impetuosidad de Tomás y no uno de los motivos que «le hicieron tomar la vida
más en serio». Al cumplir los veinticuatro años, obtuvo un puesto en la
servidumbre de Teobaldo, el arzobispo de Canterbury.
No pasó mucho tiempo sin que recibiese las órdenes menores y
muchos favores por parte de Teobaldo, quien se preocupó de que Tomás obtuviese
numerosos beneficios en toda la zona comprendida desde Beverley hasta Shoreham.
En 1154 fue ordenado diácono, y el arzobispo le nombró archidiácono de
Canterbury, un puesto que era, por entonces, el primero en dignidad
eclesiástica en Inglaterra, después de los obispos y los abades. Teobaldo le
encomendó el manejo de asuntos muy delicados, rara vez hacía algo sin
consultarle, en varias ocasiones le envió a Roma con misiones importantes. Por
otra parte, el arzobispo jamás tuvo motivos para arrepentirse de haber
depositado su entera confianza en Tomás de Londres, como se le llamaba
generalmente. En el «Thomas Saga Erkibyskupus», de Norse, se describe al joven
y brillante clérigo de esta manera: «Era delgado de cuerpo y de tez pálida, con
cabello oscuro, nariz larga y facciones duras. Su carácter alegre le hacía
atractivo y amable en la conversación; hablaba siempre con sinceridad y, no
obstante cierto leve tartamudeo, era tan claro su discernimiento y tan ágil su
mente, que siempre hacía de las cuestiones más difíciles y complicadas el
asunto más simple, por su diestra manera de tratarlo». Los monarcas gustan
tener a la mano a hombres de esta calidad. Además, gracias a la diplomacia de
Tomás de Londres, se había conseguido que el Papa, beato Eugenio III, dejase de
apoyar la sucesión al trono de Eustacio, el hijo de Esteban, y de esta manera,
la corona quedó firme en la cabeza de Enrique de Anjou. En consecuencia, hacia
1155, nos encontramos a santo Tomás Becket, a la edad de treinta y seis años,
nombrado canciller del rey Enrique II.
Su secretario, Herbert de Bosham, escribió al respecto que
«Tomás dejó de lado su dignidad de archidiácono y se hizo cargo de sus deberes
de canciller, que desempeñó con entusiasmo y habilidad». Por cierto que su
talento tuvo un amplio campo de acción, puesto que el cargo de canciller era
uno de los más destacados del reino. Así como otro canciller y mártir
posterior, santo Tomás Moro, fue amigo personal y fiel servidor de su soberano
Enrique VIII, Tomás Becket era amigo de Enrique II y en mayor grado de
intimidad. Se ha comentado que el monarca y su canciller no tenían más que un
solo corazón y una sola cabeza; si acaso era así, es indudable que la
influencia de Becket tuvo muchísimo que ver en aquellas reformas por las que
tanto se alaba a Enrique II, como por ejemplo, las medidas para administrar
mejor la justicia y la igualdad de trato, por medio de un sistema de leyes más
uniforme. Pero su amistad no se limitaba al común interés en los asuntos de
Estado y, en los momentos de descanso y de holgura, sus relaciones personales
eran de un «compañerismo retozón», como las describen algunos escritores. Una
de las más destacadas virtudes de Tomás como canciller, fue incuestionablemente
la magnificencia, aunque es necesario decir que cayó en algunos excesos. Su
residencia y su servidumbre se podían comparar con las de un rey. Cuando se le
envió a Francia para negociar un matrimonio real, su séquito personal estaba
formado por doscientos hombres y aún había varios cientos más, entre caballeros
y nobles, clérigos y criados, músicos y trovadores, que escoltaban la caravana
de ocho carros cargados de presentes, caballos, halcones y perros de caza,
micos y mastines. Los franceses se quedaron con la boca abierta al ver tanto
esplendor y comentaron entre sí: «¡Si este es el canciller del Estado, cómo
será la magnificencia del rey!» La forma en que trataba a sus invitados y
recibía a sus huéspedes, estaba a la altura correspondiente, y su generosidad
hacia los pobres estaba en proporción con todo lo demás.
En el año de 1159, el rey Enrique formó en Francia un
ejército de mercenarios, con el propósito de recuperar el condado de Toulouse,
que pertenecía, por herencia, a su esposa. En las contiendas que resultaron,
tomó parte Becket con un ejército de setecientos de sus caballeros y no sólo
dio muestras de ser un buen general, sino también un valiente luchador.
Cubierto con su armadura, encabezó los ataques y, no obstante su condición de
clérigo, participó en encuentros con el enemigo, cuerpo a cuerpo. Por lo tanto,
no es sorprendente que el prior de Leicester, al encontrarse con él en Rouen,
exclamase lleno de asombro: «¿Qué hacéis vestido de esa manera? ¡Más parecéis
un guerrero que un clérigo! Sin embargo, sois un clérigo en vuestra persona y
mucho más lo sois en vuestras dignidades: archidiácono de Canterbury, decano de
Hastings, preboste de Beverley, canónigo de ésta y de aquella iglesia,
procurador del arzobispado y, según corren los rumores, con muchas
posibilidades de llegar a arzobispo». Becket recibió los reproches con toda
serenidad y respeto, pero repuso que él conocía a tres pobres sacerdotes
ingleses a quienes vería complacido como arzobispos antes que verse él elevado
a tan alta dignidad, porque en ese caso, tendría que elegir, inevitablemente,
entre el favor del rey y el favor de Dios.
No obstante que la participación continua en los asuntos
públicos, la magnificencia espectacular y la actividad secular eran los
aspectos predominantes en la vida de Becket como canciller, no eran los únicos.
Durante toda su vida fue orgulloso, irascible y violento, pero también sabemos
de sus «retiros» en Merton, de las disciplinas a que se sometía y de sus
plegarias en las largas noches de vigilia. Asimismo, conocemos el testimonio de
su confesor sobre la intachable vida privada del canciller bajo condiciones de
extremo peligro y grandes tentaciones de toda especie. Y, si a veces iba
demasiado lejos al colaborar en los planes y proyectos de su real señor, que a
veces infringían los derechos de la Iglesia, no tuvo reparos en marcarle el
alto en otros asuntos peores, como el caso del matrimonio de María de Boulogne,
que siendo abadesa de Romsey contrajo matrimonio contra el parecer de la
Iglesia por asumir los títulos nobiliarios.
Teobaldo, el arzobispo de Canterbury, murió en el año de
1161. En aquellos momentos, el rey Enrique se hallaba en Normandía con su
canciller, a quien ya tenía pensado entregar el arzobispado. En cuanto le hizo
la propuesta, Becket repuso con firmeza: «Si Dios permite que yo ascienda a la
dignidad de arzobispo de Canterbury, no pasará mucho tiempo sin que pierda los
favores de Vuestra Majestad, y todo el afecto con que vos me honráis se
transformará en odio. Puesto que Vuestra Majestad proyectará hacer ciertas
cosas que vayan en perjuicio de los derechos de la Iglesia, mucho me temo que
Vuestra Majestad requiera de mí una ayuda o una aprobación que no podré darle.
No faltarán personas envidiosas que aprovechen esas ocasiones para alentar una
amarga e interminable desavenencia entre vos y yo». El rey hizo caso omiso de
los escrúpulos de Tomás, y éste se negó a aceptar la dignidad obstinadamente,
hasta que el cardenal Enrique de Pisa acalló sus recelos. La elección se llevó
a cabo en mayo de 1162. El príncipe Enrique, que se encontraba en Londres, dio
su aprobación en nombre de su padre, y Becket partió inmediatamente de Londres
a Canterbury. En el camino distribuyó algunos cargos privados entre diversos
miembros de su clero y a todos les recomendó encarecidamente que le observaran
y le advirtieran de la menor falta en su conducta, «porque en esas cuestiones,
cuatro ojos ajenos ven mejor y más claramente que los dos propios». El sábado
de la semana de Pentecostés, fue ordenado sacerdote por Walter, el obispo de
Rochester, y en la octava de Pentecostés, recibió la consagración de manos de
Enrique de Blois, obispo de Winchester (santo Tomás decretó que el aniversario
de su consagración se observase en toda su provincia con una fiesta en honor de
la Santísima Trinidad, ciento cincuenta años antes de que esa conmemoración se
adoptase en la Iglesia de Occidente). Poco tiempo después, recibió el palio que
le enviaba el Papa Alejandro III.
Hacia fines de aquel año, se produjo un cambio notabilísimo en
su manera de vivir. Sobre sus carnes llevaba una camisa de cerdas, y su
vestimenta ordinaria era una casaca negra, una sobrepelliz de lino y la estola
sacerdotal al cuello. De acuerdo con la regla de vida que estableció para sí,
se levantaba muy de mañana para leer las Sagradas Escrituras, siempre en
compañía de Herbert de Bosham, a fin de discutir o aclarar con él algunos de
los pasajes. A las nueve de la mañana, cantaba la misa, o bien asistía a ella
cuando no era él quien la celebraba. Una hora más tarde, y a diario, distribuía
personalmente las limosnas, las que elevó al doble de lo que daban sus
antecesores. Dormía o descansaba un poco después del mediodía y, a las tres de
la tarde, comía con sus invitados y familiares en el gran salón. En vez de música,
durante la comida se leía un libro piadoso. Siempre se sirvieron en su mesa los
alimentos más escogidos y los manjares suculentos, pero eso era para los
huéspedes e invitados, porque el arzobispo conservaba invariablemente una
templanza y una moderación notables. Casi todos los días visitaba la enfermería
y el vecino claustro de los monjes. Entre sus propios familiares y servidores,
estableció cierta regularidad monástica. Tomaba especial cuidado en la
selección de candidatos a las sagradas órdenes, los examinaba personalmente y,
de acuerdo con su capacidad judicial, ejercía la justicia rigurosamente. «Ni
siquiera las cartas y las solicitudes del rey tenían poder alguno para
inclinarle en favor de un hombre que no tuviese el derecho justo de su parte», dicen
sus biógrafos.
No obstante que el arzobispo había renunciado a su
cancillería, en contra de los deseos del rey, las relaciones entre ambos se
conservaban tan amistosas como antes. A pesar de ciertas diferencias, el rey
Enrique le manifestaba todavía sus favores, le daba grandes muestras de afecto
y parecía conservar aún el cariño que le había profesado desde un principio. El
primer descontento serio se produjo en Woodstock donde residía temporalmente el
monarca con su corte. Era costumbre pagar dos chelines anuales a los alguaciles
de los condados, por cada una de las parcelas de tierra arrendadas o de
propiedad de los colonos, a fin de que los alguaciles protegieran a éstos
contra la rapacidad de los cobradores de impuestos (parece que en estos cobros
se hacían los chanchullos de la peor especie). En aquella ocasión, el rey
ordenó que las sumas le fueran pagadas a su tesorero. El arzobispo le hizo ver
que se trataba de un pago voluntario que no podía ser cobrado, ni mucho menos
exigido como un haber de la corona. «Si los alguaciles, sus sargentos y
oficiales», replicó Becket, «cumplen con defender y proteger al pueblo,
pagaremos; de otra manera, nada se pagará». A esto repuso el rey con un
juramento profano: «¡Por Dios, que sí pagaréis!», exclamó altivo y con tono
airado. «Con todo el respeto que se debe a ese santo nombre, mi rey y señor»,
dijo Becket, «debo advertiros que no se pagará ni un penique en las tierras
bajo mi jurisdicción». El monarca no dijo nada más en aquel momento, pero ya
estaba resentido. Después se produjo el caso de Felipe de Brois, un canónigo
que fue acusado de asesinato. Según las leyes de aquellos tiempos, el canónigo
fue juzgado por un tribunal eclesiástico, y el obispo de Lincoln lo declaró
inocente. Pero uno de los jueces que el rey envió como observadores, Simón
Fitzpeter, citó al acusado ante su propio tribunal civil. El canónigo Felipe se
negó a aceptar aquel proceso y se dirigió a Fitzpeter con altanería y en
términos insultantes. Entonces, el rey ordenó que el reo fuese juzgado por el
delito original, y además por desacato a la autoridad. Pero intervino Tomás
Becket para exigir que el proceso se siguiese en su propio tribunal, a lo que
el monarca tuvo que acceder contra toda su voluntad. La sentencia previa fue
aceptada como válida, pero, a causa del desacato al juez Fitzpeter, se le
condenó a ser azotado y a la suspensión temporal de sus beneficios. Al rey
Enrique le pareció demasiado benigna aquella sentencia y convocó a los asesores
para demandarles: «¿Me juraréis en nombre de Dios que no salvasteis al acusado
por ser un miembro del clero?» Todos se manifestaron prontos a jurar, pero
Enrique no quedó satisfecho y su resentimiento aumentó.
Se acumularon incidentes y conflictos semejantes, hasta que,
en el mes de octubre de 1163, el rey convocó a los obispos a un concilio en
Westminster, para exigirles que se hiciera entrega a los poderes civiles de los
clérigos delincuentes y criminales a fin de aplicarles el merecido castigo. Los
obispos se mostraron un tanto vacilantes y atemorizados, pero Tomás los alentó
a mantenerse firmes. Entonces el rey les pidió una solemne promesa de atenerse
a sus reales costumbres, las cuales no especificó. Santo Tomás y los otros
miembros del concilio accedieron, pero con la salvedad de que, «si las
costumbres del rey afectaban a la Iglesia», no podrían tolerarlas. De acuerdo
con los objetivos del monarca, aquella salvedad equivalía a una rotunda
negativa y, en consecuencia, al día siguiente despojó a Tomás de algunos
títulos, beneficios y castillos que el arzobispo conservaba desde sus tiempos
de canciller. En el curso de una tempestuosa entrevista realizada en
Northampton, el rey trató en vano de obligar a su antiguo amigo a modificar su
actitud, y el conflicto estalló por fin en el consejo de Clarendon, cerca de
Salisbury, a principios de 1164. Como Tomás no había recibido más que un apoyo
muy débil por parte del papa Alejandro III, al comienzo de las sesiones se
mostró conciliatorio y aun prometió hacer «todo lo posible por aceptar las
'costumbres' del rey», pero en cuanto leyó las constituciones en las que se
exponían detalladamente esas costumbres reales que él debía aprobar, exclamó:
«¡No permita Dios que yo ponga mi Sello en esto!» Las constituciones
establecían, entre otras cosas, que ningún prelado podía abandonar el
territorio del reino sin el permiso del monarca, ni apelar a Roma sin el
consentimiento del mismo; ningún funcionario con algún alto puesto civil o
cortesano podría ser excomulgado en contra de la voluntad del rey (esto se había
reclamado desde los tiempos de Guillermo I, pero nunca se concedió porque era
una evidente infracción a la jurisdicción espiritual de la Iglesia); los
beneficios de las sedes u otros puestos eclesiásticos vacantes y las ganancias
que produjeran, quedarían bajo la custodia del rey (aquel abuso ya había sido
reconocido durante el reinado de Enrique I); y -lo que llegó a ser la cláusula
crítica- los clérigos convictos y sentenciados en los tribunales eclesiásticos
deberían quedar a disposición de los funcionarios del rey (con la posibilidad
de recibir el castigo por partida doble).
El arzobispo estaba ya profundamente arrepentido de haberse
mostrado débil al principio, en su oposición a las pretensiones del rey, y se
mostraba muy dispuesto a poner un ejemplo que los otros obispos habrían de
seguir sin vacilaciones. «¡Soy un hombre orgulloso y vano!», exclamó entonces,
lleno de amargura, «No soy nada más que un criador de aves de presa y perros de
caza ¡Y es a mí a quien han hecho pastor de un rebaño! No merezco otra cosa
sino que me expulsen de la sede que ocupo». Desde aquel momento y durante más
de cuarenta días, en tanto que aguardaba la absolución y la autorización del
Papa, no volvió a celebrar la misa. Hizo repetidos intentos de allanar las
cosas y llegar a la concordia, pero ya el rey Enrique le consideraba como su
enemigo y le había sometido a una persecución sistemática que culminó con una
denuncia judicial contra Tomás para que pagase 30.000 marcos que supuestamente
le debía de los tiempos en que fue canciller del reino (no obstante que, al ser
consagrado arzobispo, obtuvo un documento de descargo, perfectamente claro y
preciso). El rey Enrique se negó a recibirlo cuando fue a solicitarle audiencia
en Woodstock. y en dos ocasiones se le impidió cruzar el canal para trasladarse
al continente a fin de presentar su caso ante el Pontífice. Después, el rey
Enrique convocó a un nuevo concilio en Northampton.
De aquella reunión resultó un ataque concreto y directo en
contra del arzobispo, en el que los prelados se plegaron a los deseos de los
señores. En primer lugar, se le condenó a pagar una crecida multa por no
haberse presentado ante el tribunal del rey luego de haber recibido una cita
para hacerlo en un proceso en su contra; en segundo lugar, se pronunciaron
varias causas por mal uso del dinero del reino y, por fin, se le exigió qué
presentase ciertas cuentas de la cancillería. Enrique, el obispo de Winchester,
abogó por el descargo del canciller, pero no se le autorizó a tomar su defensa.
Entonces, se ofreció a hacer un pago ex gratia de 2.000 marcos de su propio
peculio. El martes 13 de octubre de 1164, Santo Tomás celebró la misa votiva de
san Esteban Protomártir y, al término de la misma, sin mitra ni palio, con la
cruz del arzobispo metropolitano en la mano, se dirigió a la sala del concilio.
El rey y los barones deliberaban en una habitación aparte. Tras una larga
espera, el conde de Leicester salió para hablar con el arzobispo: «El rey manda
que le entreguéis las cuentas», le dijo, «en caso contrario, seréis sometido a
un juicio». «¿Un juicio?», preguntó extrañado santo Tomás, «la iglesia de
Canterbury me fue entregada libre de toda obligación temporal. Por lo tanto, en
lo que se refiere a obligaciones temporales, no tengo nada de que responder ni
puedo ser sometido a proceso». Luego de una fría reverencia, el de Leicester
dio media vuelta para informar al rey sobre la contestación, pero Becket le
detuvo. «Señor conde e hijo mío, escuchad», dijo en tanto que tendía una mano
hacia él, «estáis obligado a obedecer a Dios y a mí antes que a vuestro rey
terrenal. No hay ley ni razón que permita a los hijos juzgar a sus padres ni
condenarlos. Por eso rechazo el juicio del rey y el vuestro y el de todos. Tan
sólo por el Papa puedo ser juzgado, después de Dios y ante Él». Ya para
entonces, los barones habían salido de la habitación privada y escuchaban a
Becket en la sala de concilios. Este se dirigió concretamente a los prelados:
«A vosotros, obispos, compañeros míos, que habéis servido al hombre antes que a
Dios, a vosotros os convoco ante el Pontífice. De esta manera, protegido por la
autoridad de la Iglesia católica y de la Santa Sede, salgo de aquí». Un vocerío
en el que se destacaba la palabra «¡Traidor, traidor!», siguió al arzobispo,
que abandonó la sala pausadamente. Aquella misma noche, Tomás Becket huyó desde
el puerto de Northampton, bajo una lluvia torrencial y, tres semanas más tarde,
dentro del mayor secreto, abordó una nave en Sandwich.
Santo Tomás y los pocos fieles que le siguieron, desembarcaron
en Flandes y se refugiaron en la abadía de Saint Omer, gobernada por san
Bertino. Desde allí, el arzobispo envió delegados a Luis VII, rey de Francia,
quien los recibió amablemente y formuló la invitación para que Tomás Becket se
amparase en sus dominios. En aquellos momentos, el papa Alejandro III se
encontraba en la ciudad de Sens. Antes de que santo Tomás pudiese llegar allí,
los obispos y caballeros del bando del rey Enrique se le adelantaron para
formular gravísimas acusaciones contra el arzobispo ante el Pontífice, pero ya
habían partido cuando llegó el acusado. Tomás mostró al Papa las dieciséis
Constituciones de Clarendon, muchas de las cuales fueron calificadas de
«intolerables» por el Pontífice, quien incluso reconvino al arzobispo por haber
pensado en aceptarlas. Entre los clérigos, su principal enemigo era Gilbert
Foliot, obispo de Londres. Este comenzó su arenga con mucha vehemencia y el
Papa le interrumpió: «¡Por gracia, hermano!», le dijo. «¿Debo tener gracia para
él, mi señor?», preguntó Gilbert, a lo que el Papa respondió: «No imploro la
gracia para él, hermano, sino para ti mismo».
Al día siguiente, en la segunda entrevista, confesó Becket
haber recibido la sede de Canterbury, aunque en contra de su voluntad, pero sí
por medio de una elección que posiblemente se llevó a cabo fuera de los cánones
y en la que él no había participado de ninguna manera. Después de esta
admisión, renunció a su dignidad en manos del Sumo Pontífice, le entregó el
anillo que sacó de su dedo y se retiró. En seguida, le llamó de nuevo el Papa y
le devolvió todas sus dignidades y le mandó que no abandonase su puesto, ya que
eso equivaldría, evidentemente, a abandonar la causa de Dios. El Papa recomendó
al exilado arzobispo al abad del Pontigny para que le hospedara y protegiera.
Santo Tomás ingresó a aquel monasterio de la orden del Cister, como a un retiro
religioso, un lugar de penitencia para expiación de sus pecados; se sometió a
las reglas del convento y no permitió que se hiciera ninguna distinción en su
favor. Dedicó el tiempo al estudio y a escribir cartas, tanto a sus partidarios
como a sus contrincantes, aunque de nada sirvieron para alcanzar un acuerdo
pacífico. Mientras tanto, el rey Enrique confiscaba los bienes de todos los
amigos, parientes y servidores de Tomás, dictaba órdenes de destierro contra
ellos y a muchos los obligaba a viajar hasta Pontigny para que se presentaran,
miserables y despojados como estaban, ante el arzobispo y le mostraran que, por
culpa suya habían caído en tan grande desgracia. Gran número de exilados
comenzaron a llegar a Pontigny para conmover a Becket. Al reunirse el capítulo
general de la orden del Cister en Citeaux, recibió una intimación del rey de
Inglaterra en el sentido de que si los monjes persistían en asilar a su
enemigo, procedería a confiscar las casas de la orden en todos sus dominios. No
le quedaba al abad del Cister otra alternativa que la de insinuar a santo Tomás
la necesidad de abandonar su refugio de Pontigny. Así lo hizo el santo
prontamente y fue a refugiarse en la abadía de San Columbano, cerca de Sens,
como huésped del rey Luis de Francia. A lo largo de casi seis años, hubo
negociaciones entre el Papa, el arzobispo y el monarca inglés. A santo Tomás se
le nombró legado a latere para toda Inglaterra, a excepción de York, y, desde
su alto cargo, excomulgó a muchos de sus adversarios, se mostró amenazante y también
conciliador, pero el papa Alejandro creyó conveniente anular algunas de sus
sentencias. El rey Luis de Francia se vio arrastrado a la lucha. En enero de
1169, el monarca francés y el inglés mantuvieron una conferencia con el
arzobispo en Montmirail, donde Tomás se resistió a ceder en dos puntos de los
que se le propusieron. Una conferencia similar, que se llevó a cabo en
Montmartre durante el otoño, fracasó también, a causa de la intransigencia de
Enrique. Becket redactó una serie de cartas a los obispos para ordenarles la
publicación de una sentencia de entredicho sobre el reino de Inglaterra.
Entonces, sin que nadie lo esperase, en julio de 1170, el rey
y el arzobispo se reunieron de nuevo en Normandía y, por fin, se llegó a una
reconciliación sin que se hicieran, al parecer, referencias a los asuntos en
disputa. El 19 de diciembre, santo Tomás desembarcó en Sandwich y, no obstante
que el alguacil de Kent trató de detenerlo, el corto trayecto desde ahí a
Canterbury fue una marcha triunfal. Las gentes alineadas a lo largo del camino
le aclamaban, y las campanas de todas las iglesias se echaron a vuelo. Sin
embargo, aquella no era la paz (en marzo de aquel mismo año, es decir ocho
meses antes, san Godrico había enviado un mensaje a santo Tomás para vaticinarle
que regresaría a Inglaterra y moriría poco después. Cuando Tomás se despidió
del obispo de París le dijo: «Vuelvo a Inglaterra para morir»). Los que
retenían el poder estaban de plácemes, puesto que tenían la presa a su merced,
y Tomás se vio obligado a hacer frente a la desagradable tarea de tratar con
Roger du Pont-l'Evéque, arzobispo de York, y los otros obispos que habían
colaborado con éste en el acto de coronación del hijo del rey Enrique, en
abierto desafío a los derechos de Canterbury y, quizá, en contra de las
instrucciones del Papa. Ya había enviado santo Tomás las cartas de suspensión
para el arzobispo Roger y otros, así como la excomunión de los obispos de
Londres y de Salisbury. Los tres prelados partieron juntos a Francia, donde estaba
el rey Enrique, para apelar a su justicia.
Mientras tanto, Tomás Becket permanecía en Kent, sujeto a la
constante persecución y a los insultos del señor Ranulfo de Broc, a quien el
arzobispo había exigido (inoportunamente, dadas las circunstancias) la devolución
del castillo de Saltwood, un edificio que pertenecía a su sede. Luego de pasar
una semana en Canterbury, el arzobispo hizo una visita a Londres, donde fue
recibido con regocijo por todos, menos por el hijo de Enrique, «el joven rey»,
quien se negó a verlo. Luego de saludar a varios de sus amigos, el arzobispo
regresó a Canterbury, donde celebró su quincuagésimo segundo cumpleaños. Al
mismo tiempo, los tres obispos sancionados por el de Canterbury, habían
presentado sus quejas ante el rey. La conferencia tuvo lugar en Bur, cerca de
Bayeux y, en el curso de la misma, alguien declaró en voz alta que no podría
haber paz en el reino mientras viviera Becket. Fue entonces cuando el rey
Enrique, en uno de sus accesos de furor, pronunció las palabras fatales que
algunos de sus oyentes interpretaron como una réplica por la que autorizaba a
suprimir a aquel «clérigo infernal que le hacía la vida imposible». Al momento,
cuatro caballeros emprendieron el viaje a Inglaterra y desembarcaron en las
costas de Saltwood. Sus nombres eran: Reinaldo Fitzurse, Guillermo de Tracy,
Hugo de Morville y Richard le Breton.
El día de San Juan, el arzobispo recibió una carta donde se
le advertía sobre el peligro a que estaba expuesto. En toda la región sudeste
de Kent, la población estaba a la expectativa y vivía en un estado de constante
tensión. Por la tarde del 29 de diciembre, los caballeros procedentes de
Francia se entrevistaron con él. Durante la conferencia se le hicieron al
arzobispo varias exigencias, entre ellas, la de que levantase las censuras
impuestas a los tres obispos que habían pedido clemencia al rey. La entrevista
empezó serenamente y terminó en una tempestad de voces, gritos y amenazas. Los
caballeros, al partir, proferían juramentos y maldiciones. Apenas habían
trascurrido unos minutos, cuando se escuchó afuera una gritería descomunal,
golpes en las puertas y el chocar de las armas. Dentro, los familiares y
servidores de santo Tomás le rodearon y se lo llevaron pausadamente en
dirección a la iglesia. Uno de los servidores portaba la cruz delante de él. En
la catedral comenzaban a cantarse las vísperas, y un grupo de monjes
aterrorizados se acercó a la puerta del crucero norte por donde entró el
arzobispo. «¡Retiraos al coro!» les ordenó Becket, «mientras permanezcáis
agolpados frente a la puerta, no podré entrar». Los monjes se apartaron, sin
retirarse y, cuando el arzobispo avanzaba entre ellos, serenamente hacia el
interior de la iglesia, pudieron ver las sombras de hombres armados en la
penumbra del claustro (ya casi era de noche). Tan pronto como entró el
arzobispo, los monjes cerraron y atrancaron la puerta con tanta precipitación,
que dejaron fuera a algunos de sus hermanos. Estos comenzaron a dar fuertes
golpes en los maderos. Becket se detuvo y se volvió. «¡Apartaos, cobardes!»,
exclamó: «Una iglesia no es una fortaleza», Y él mismo quitó las trancas a la
puerta y la abrió. Después prosiguió su camino y ascendió la escalera hacia el
coro. Sólo tres hombres subían con él: Roberto, el prior de Merton, Guillermo
Fitz Stephen y Eduardo Grim (es decir, respectivamnte, el anciano confesor y
consejero del arzobispo, un clérigo de su servidumbre y un monje inglés). El
resto de sus acompañantes se habían refugiado en la cripta o en algún rincón
apartado de la catedral. Una vez en el coro, sólo Grim se quedó con él. Los
caballeros, a quienes se había unido un subdiácono llamado Hugo de Horsea,
entraron a su vez, en forma atropellada y entre gritos de «¿Dónde está Tomás,
el traidor?», «¿Dónde está el arzobispo?» Becket respondió «Aquí me tenéis»,
«Aquí tenéis no a un traidor, sino al arzobispo y al sacerdote de Dios». Al
decir esto, bajó las escaleras para ir al encuentro de sus atacantes, hasta que
se detuvo, de pie, entre los altares de Nuestra Señora y de San Benito.
Los caballeros le intimaron a que absolviese a los tres
obispos. «No puedo deshacer lo que ya está hecho», repuso serenamente, pero un
instante después levantó la voz y alzó su manó: «¡Reinaldo!», gritó, «tú has
recibido de mí muchos servicios, ¿por qué vienes armado a mi iglesia?» Por toda
respuesta, Reinaldo Fitzurse levantó su hacha. «Yo estoy pronto a morir», dijo
santo Tomás, «pero la maldición de Dios caerá sobre ti si haces daño a mi
gente». Fitzurse le tomó por la casaca y tiró de él hacia la puerta. Becket se
desasió de un manotazo. Entonces, le prendieron entre todos para llevarlo en
vilo hasta la puerta. Se produjo la lucha y el arzobispo derribó a uno de sus
atacantes. En ese instante, Fitzurse arrojó violentamente su hacha al suelo y
desenvainó la espada. «¡Rufián!», le gritó el arzobispo, «Tú me debes respeto y
sumisión». «No te debo ninguna sumisión antes que al rey», vociferó Fitzurse, y
luego gritó una orden: «¡Golpead!» Su espada hendió los aires e hizo volar el
gorro del arzobispo. Santo Tomás se cubrió el rostro con las manos e imploró a
Dios y a sus santos. Tracy lanzó un golpe, pero Grim lo detuvo con su propio
brazo. Sin embargo, la espada de Tracy abrió una herida en la cabeza de Becket
y comenzó a caer la sangre hacia sus ojos. El se llevó las manos a la cara y
las retiró después; al verlas tintas en sangre, exclamó: «¡Oh, Señor! ¡En tus
manos encomiendo mi espíritu!» Otro mandoble que le asestó Tracy le hizo caer
de rodillas al tiempo que murmuraba estas palabras: «En nombre de Jesús y en
defensa de la Iglesia, estóy dispuesto a morir». Se dejó caer de bruces al
suelo. Le Breton levantó muy alto su espada, como si fuese a decapitar al
arzobispo, y el tremendo golpe que descargó le cortó de un tajo la parte
superior del cráneo. El golpe fue tan fuerte, que la espada de Le Breton se
rompió en pedazos. Hugo de Horsea metió la punta de su espada en el casco roto
del cráneo del obispo, le sacó los sesos y los diseminó sobre las losas. Tan
sólo Hugo de Morville se abstuvo de asestar golpe alguno contra el arzobispo.
Los asesinos emprendieron de prisa la retirada dando voces: «¡Los hombres del
rey, los hombres del rey!», y huyeron a través de los claustros por donde
habían penetrado apenas diez minutos antes. En ese preciso instante, las grandes
naves de la catedral se llenaban de gente y en el cielo estallaba una furiosa
tormenta. El cadáver del arzobispo yacía boca abajo sobre un charco de sangre,
en la mitad del crucero y, durante largo tiempo, nadie se atrevió a tocarlo, o
siquiera a acercársele.
Aun después de tomar completamente en cuenta el horror
universal que pudo haber causado en el siglo doce el sacrilegio de asesinar a
un arzobispo metropolitano en su propia catedral, debemos considerar la
indignación y el repudio que, en un instante, se extendió por toda Europa, así
como el movimiento espontáneo del pueblo en general para lograr la canonización
de Tomás Becket, para llegar a comprender el significado intrínseco que tuvo su
trágica y heroica muerte en todos los círculos sociales. El martirio del
arzobispo hizo entender a todos que se había cumplido una reivindicación
necesaria de los derechos de la Iglesia contra un estado agresor y que el
arzobispo de Canterbury, que en muchos aspectos era de una personalidad poco
atractiva (precisamente cuando le estaban matando, Grim oyó murmurar a uno de
los monjes en el sentido de que aquél era el castigo que merecía el arzobispo,
por su obstinación; también en la Universidad de París y en otras partes se
podían encontrar personas que sostenían abiertamente que el asesinato no había
sido más que la ejecución justa de «un hombre que procuraba colocarse por
encima del rey»), había sido sin embargo un mártir digno de ser venerado como
un santo. El descubrimiento de la camisa de cerdas en su cadáver y otras
pruebas de que practicaba la austeridad y la penitencia en su vida privada, así
como los milagros que comenzaron a obrarse en su tumba desde un principio,
según numerosos testimonios, atizaron el fuego de su devoción. No se puede
decir positivamente hasta qué grado fue deliberado y directamente responsable
del crimen el rey Enrique II, pero de todas maneras, la conciencia pública no
habría de quedar satisfecha hasta que el soberano más poderoso de Europa hizo
una penitencia pública en la forma más humillante. Así lo hizo el rey Enrique
en el mes de julio del año 1174 (hasta hoy, existe un pilar que señala el lugar
donde el rey hizo penitencia, en el sitio donde estaba la antigua catedral).
Habían transcurrido apenas dieciocho meses desde que el Papa Alejandro III
proclamara en Segni la canonización del mártir Tomás Becket, cuando el rey
Enrique hizo, ahí mismo, su gran penitencia pública.
El 7 de julio de 1220, el cuerpo de Santo Tomás fue
solemnemente trasladado desde su tumba en la cripta de Canterbury, a la parte
posterior del altar mayor, por iniciativa del arzobispo, cardenal Esteban
Langton, y en presencia del rey Enrique III. El cardenal Pandolfo, legado
pontificio, el arzobispo de Reims y muchas otras personalidades, asistieron
también a la traslación. Desde aquel día, hasta septiembre de 1538, el
santuario de la tumba de santo Tomás fue uno de los sitios de peregrinación más
favorecidos por los cristianos y muy famoso por su belleza y su riqueza
material y espiritual. No se tienen datos concretos sobre la forma y la fecha
en que se procedió a la destrucción y saqueo de aquel santuario durante el
reinado de Enrique VIII. Incluso el destino de las reliquias del santo es
incierto. Casi seguramente fueron destruidas por aquella época en que la memoria
del santo arzobispo era particularmente execrada, sobre todo por el rey Enrique
VIII. Sin embargo, debe hacerse notar que el registro de las crónicas donde se
dice que «el rey hizo una especie de auto de fe en el que los restos corporales
de Tomás, el que fuera alguna vez arzobispo de Canterbury y culpable de
traición, se quemaron públicamente», es apócrifo. La festividad de santo Tomás
de Canterbury se celebra en toda la Iglesia de Occidente, y en Inglaterra se le
venera como patrono del clero secular. La ciudad de Portsmouth tiene también el
privilegio de conmemorar el aniversario de la traslación de sus reliquias.
Es posible que no exista ningún otro santo medieval sobre
quien hayan escrito tantas biografías sus contemporáneos. Se conocen a los
autores de algunas de estas biografías, como por ejemplo la de Guillermo Fitz
Stephen y la de Juan de Salisbury, pero hay muchas otras en las que la
identificación del escritor no ha sido fácil. Las discusiones sobre este
problema no estarían aquí en su lugar. «The Life of St. Thomas Becket» de John
Morris (1885) conserva todavía su valor y, la que escribió L'Huillier, Saint
Thomas de Canterbury (2 vols. 1891), también es muy completa y digna de
confianza. Para la historia del conflicto entre santo Tomás y el rey Enrique,
véase The Episcopal Colleagues of Becket (1951), de D. Knowles y otra obra del
mismo autor, Archishop Thomas Becket (1949). La suposición que apoya el
canónigo A. J. Mason (en su libro What becante of the bones of St. Thomas?,
1920), en el sentido de que un esqueleto hallado en la cripta de la catedral de
Canterbury en 1888, pertenecía al mártir, ha sido profundamente estudiada por
los sacerdotes Morris y Pollen (ver The Month de marzo de 1888, de enero de
1908 y de mayo de 1920) y, la conclusión negativa a la que llegaron esos
investigadores, fue apoyada por una autoridad tan reconocida como la de los
investigadores anglicanos, deán Hutton y el profesor Tout. Uno de los rasgos
más sorprendentes sobre este santo mártir, es la rapidez con que su culto se
extendió por todas partes del mundo. Apenas trascurridos diez años desde su
muerte, se plasmaron imágenes de santo Tomás en los mosaicos de la catedral de
Monreale en Sicilia y, apenas había trascurrido un siglo, cuando su nombre
quedó inscrito en un sinaxario armenio. Respecto a las representaciones
pictóricas de santo Tomás, véase particularmente la monografía de Tancredo
Borenio, Santo Tomaso Becket e l'arte (1932).
Fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
Ingreso o última modificación relevante: ant 2012
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