San Alfonso María de
Ligorio,
Obispo y doctor de la
Iglesia
Fecha: 1 de agosto
Fecha en el calendario anterior: 2
de agosto
n.: 1696 - †: 1787 - país:
Italia
Canonización:
B: Pío VII 15 sep 1816 - C: Gregorio
XVI 26 may 1839
Hagiografía:
«Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio:
Memoria de san Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia, que
refulgió por su celo por las almas y por sus escritos, su palabra y su ejemplo.
A fin de promover la vida cristiana en el pueblo, trabajó infatigablemente
predicando y escribiendo, especialmente sobre teología moral, disciplina en la
que es considerado maestro, y tras muchos obstáculos, fundó la Congregación del
Santísimo Redentor, para evangelizar a la gente falta de formación. Elegido
obispo de Sant'Agata dei Goti, se entregó de modo excepcional a este
ministerio, que tuvo que dejar quince años después aquejado por graves
enfermedades, y pasó el resto de su vida en Nocera dei Pagani, en Campania,
entre grandes sacrificios y dificultades.
Patronazgos:
patrono de los confesores, los teólogos morales y los directores espirituales.
Refieren
a este santo: San Clemente María Hofbauer, San Gerardo
Majella, San José de Calasanz, Beata María Celeste del Santísimo Salvador,
Beata María Teresa de Soubiran La Louvière
Oración: Oh
Dios, que suscitas continuamente en tu Iglesia nuevos ejemplos de santidad,
concédenos la gracia de imitar en el celo apostólico a tu obispo san Alfonso
María de Ligorio, para que podamos compartir en el cielo su misma recompensa.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad
del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración
litúrgica).
San Alfonso nació cerca de
Nápoles en 1696. Sus padres eran don José de Liguori, capitán de las galeras
del rey, y Doña Ana Cavalieri. Ambos esposos eran tan distinguidos como
virtuosos. El santo recibió en el bautismo los nombres de Alfonso María Antonio
Juan Francisco Cosme Damián Miguel Gasllar; pero prefería que le llamasen
simplemente Alfonso María. El padre de Alfonso, deseaba que su primogénito
recibiese una educación muy esmerada y le nombró tutores desde muy niño. Empezó
a estudiar jurisprudencia a los trece años y a los dieciséis, por privilegio
especial, pudo presentar en la Universidad de Nápoles el examen de doctorado en
derecho civil y canónico y obtuvo el título por aclamación. Una leyenda afirma
que Alfonso no perdió un solo caso en los ocho años que ejerció la abogacía. En
1717, Don José arregló el matrimonio para su hijo, pero la boda no llegó a
celebrarse. Alfonso siguió trabajando como hasta entonces. Durante un par de
años, el joven se resfrió un tanto en su vida religiosa y concibió cierto gusto
por la vida social, aunque conservó siempre el propósito de no cometer un solo
pecado mortal. Alfonso era muy afecto a oír música en el teatro, pero además se
presentaban ahí otros espectáculos indecorosos. Para evitarlos, como Alfonso
era muy miope, le bastaba quitarse los anteojos cuando se levantaba el telón,
oír la buena música y no ver el mal espectáculo. En la cuaresma de 1722 hizo un
retiro en el convento de los lazaristas; ello y la recepción del sacramento de
la confirmación en el otoño del mismo año, reavivaron su fervor, de suerte que,
en la cuaresma del año siguiente, el joven hizo voto de virginidad y de
abandonar el ejercicio de su profesión en cuanto comprendiese que Dios se lo
pedía. Pocos meses más tarde, Dios manifestó claramente su voluntad.
Cierto noble napolitano
había puesto pleito al gran duque de Toscana para obtener la posesión de una
propiedad valuada en una suma altísima. Una de las partes contendientes,
probablemente el noble napolitano, solicitó los servicios de Alfonso, y el
discurso que éste pronunció en favor de su cliente, impresionó mucho a la
corte. Pero cuando Alfonso terminó de hablar, eI abogado de su adversario se
contentó con decirle: «Todo vuestro discurso ha ido inútil, porque no habéis
mencionado el punto del que depende esencialmente la solución del caso».
Alfonso le pidió la prueba de ello, y el abogado le tendió un documento que
Alfonso había leído varias veces, pero sin caer en la cuenta del sentido del
párrafo subrayado. La cuestión que se trataba de aclarar era si la propiedad
estaba sujeta a la ley de Lombardía o a las capitulares de Anjou. Ahora bien,
el párrafo mencionado por el abogado del adversario resolvía la cuestión contra
el cliente de Alfonso. Este guardó silencio un momento y después declaró: «Me
he equivocado. Tenéis razón y habéis ganado la causa». Dicho esto, abandonó la
sala. A pesar de la indignación de su padre, Alfonso se negó a seguir en el
ejercicio de su profesión y a contraer matrimonio. En dos ocasiones, mientras
visitaba a los enfermos del hospital de incurables, oyó una voz que le decía:
«Abandona el mundo y entrégate a Mí». Alfonso se dirigió entonces a la iglesia
de Nuestra Señora de la Misericordia, puso su espada sobre el altar y pidió ser
admitido en el oratorio. Don José hizo lo imposible por disuadir a su hijo,
pero al fin, viéndole tan decidido, le dio permiso de que recibiese la
ordenación sacerdotal, a condición de que abandonase el oratorio y fuese a
vivir a su casa. Siguiendo el consejo del P. Pagano, su director de conciencia,
que era oratoriano, Alfonso aceptó la condición.
Después de hacer los
estudios sacerdotales en su casa, fue ordenado en 1726. Pasó los dos años
siguientes en trabajos de misión en el reino de Nápoles, donde dejó huella. En
los comienzos del siglo XVIII, se exageró en el púlpito la tendencia
renacentista a la oratoria ampulosa y florida y, en el confesionario, el
rigorismo jansenista. El padre Alfonso se rebeló contra ambas tenencias.
Predicaba con tal sencillez, que alguien observó: «Es un placer escuchar
vuestros sermones, porque os olvidáis de vos para predicar a Jesucristo». El
santo decía más tarde a sus misioneros: «Emplead un estilo sencillo, pero
trabajad a fondo vuestros sermones. Un sermón sin lógica resulta disperso y
falto de gusto. Un sermón pomposo no llega a la masa. Por mi parte, puedo
deciros que jamás he predicado un sermón que no pudiese entender la mujer más
sencilla». El santo trataba a sus penitentes como almas que era necesario
salvar y no como criminales que había que castigar para que volviesen al buen
camino. Se dice que jamás rehusó la absolución a un penitente. Naturalmente,
los métodos del padre Alfonso no agradaban a todos y no faltaba quien los
mirase con suspicacia. El santo organizó en grupos a los «lazzaroni» de Nápoles
para enseñarles la doctrina cristiana y la práctica de la virtud. En una
ocasión, Alfonso reprendió a uno de los miembros porque ayunaba exageradamente,
y a otro le dijo: «Dios quiere que comamos para vivir. Por consiguiente, cuando
haya buena carne, comedla tranquilamente, pues os hará mucho bien». Los
enemigos del santo se encargaron de desvirtuar esas palabras y transformar su
sentido, afirmando que Alfonso se dedicaba a organizar la secta «de la buena
carne» y que ello olía a epicureísmo, quietismo y otras herejías. Las
autoridades civiles y eclesiásticas intervinieron en el asunto, arrestaron a
algunas personas y obligaron a san Alfonso a explicarse. El arzobispo, después
de oírle, le aconsejó únicamente que fuese más prudente: pero la secta «de la
buena carne» siguió existiendo y se transformó, con el tiempo, en la gran
Cofradía de las Capillas; sus miembros, que pertenecían a las clases
trabajadoras, se reunían diariamente para orar en común y recibir instrucción
en las capillas de la cofradía.
En 1729, a los treinta y
tres años de edad, San Alfonso abandonó la casa paterna y pasó a ejercer el
cargo de capellán en un seminario en que se preparaban los misioneros
destinados a China. Ahí conoció a Tomás Falcoia, con el que pronto trabó
amistad. Tomás era un sacerdote de la edad de Alfonso, que había consagrado su
vida a fundar un instituto, según una visión que tuvo en Roma. Pero hasta
entonces, sólo había conseguido establecer un convento de religiosas en Scala,
cerca de Amalfi, donde las religiosas se regían por las reglas de las
visitandinas. Una de ellas, llamada María Celeste, comunicó al P. Falcoia que
había tenido una revelación de las reglas que debían gobernar a la
congregación, y el joven sacerdote quedó muy impresionado al ver que dichas reglas
coincidían exactamente con las que le habían sido reveladas a él. San Alfonso
empezó a interesarse en el asunto en 1730. Por la misma época, el P. Falcoia
fue elegido obispo de Castellamare, lo que le permitió entrar de nuevo en
contacto con las religiosas de Scala. Uno de los primeros actos de su
episcopado fue invitar a Alfonso a predicar unos ejercicios a las religiosas.
El hecho había de tener grandes consecuencias para todos.
San Alfonso predicó los
ejercicios y aprovechó la ocasión para investigar, con la precisión de un
abogado, el asunto de las visiones de María Celeste, hasta que llegó a la
conclusión de que se trataba realmente de una revelación y no de una
alucinación. Así pues, con la autorización del obispo de Scala y el
consentimiento de las religiosas, les aconsejó que se atuviesen a las reglas de
la revelación de María Celeste. El día de la Transfiguración de 1731, las
religiosas vistieron el nuevo hábito, rojo y azul, y abrazaron la estricta
clausura y la vida de penitencia. Tales fueron los comienzos de la Congregación
de las Redentoristas, que todavía existen en algunos países. San Alfonso se
había encargado de explicar y comentar los puntos oscuros de la regla. Mons.
Falcoia le propuso entonces que fundase una congregación de misioneros que se
dedicasen a trabajar entre los campesinos. El santo aceptó, a pesar de la
violenta tempestad que suscitó la empresa. En 1732, se trasladó de Nápoles a
Scala, después de haberse despedido, con detenimiento y tristeza, de su padre.
En noviembre del mismo año, fundó la Congregación del Santísimo Redentor, cuya
primera casa pertencía al convento de las religiosas. La ongregación contaba
con nueve postulantes. San Alfonso era el superior inmediato, Mons. Falcoia
tomó por su cuenta la dirección general. Pero casi nmediatamente surgieron
dificultades, pues unos sostenían que san Alfonso era la suprema autoridad de
la congregación y otros apoyaban la causa del obispo. En una palabra, la
congregación se vio pronto dividida por el cisma. Por otra parte, María Celeste
partió a Foggia a fundar un nuevo convento, de suerte que, al cabo de cinco
meses, el santo se encontró sólo con un hermano coadjutor. Sin embargo, más
tarde se presentaron otros candidatos, y san Alfonso estableció la sede de la
congregación en una casa más grande. En 1733, los nuevos misioneros predicaron
en Amalfi con gran éxito. En enero del año siguiente, fundó otra casa en Villa
degli Schiavi y se dedicó a misionar ahí. San Alfonso es tan famoso como
moralista, como escritor y como fundador de los Redentoristas que, con
frecuencia, se olvida su brillante actuación como misionero popular. De 1726 a
1752, san Alfonso predicó con enorme éxito en todo el reino de Nápoles,
particularmente en las regiones rurales. Su confesonario estaba siempre asediado
y Alfonso convertía a los pecadores más endurecidos a la práctica de los
sacramentos, reconciliaba a los enemigos y restablecía la paz en las familias.
De san Alfonso heredaron us hijos la costumbre de volver a los pueblos
misionados algunos meses después de las prédicas para confirmar y consolidar el
trabajo.
Pero las dificultades de la
nueva congregación apenas habían comenzado. En el año de la fundación de Villa
degli Schiavi, España reconquistó el Reino de Nápoles. Carlos III, monarca
absolutista si los hubo, ocupaba el trono, y su primer ministro, el marqués
Bernardo Tanucci, iba a ser durante toda su vida el gran enemigo de los
Redentoristas. En 1737, un sacerdote poco honorable divulgó falsos rumores
sobre los ocupantes de la casa de Villa degli Schiavi; algunos hombres armados
atacaron a la comunidad y san Alfonso juzgó prudente suprimir esa fundación. Al
año siguiente, se vio obligado a suprimir también la casa de Scala. Por otra
parte, el cardenanal Spinelli, arzobispo de Nápoles, encomendó al santo la
organización de una gran misión en toda su arquidiócesis. San Alfonso la
organizó y predicó durante dos años, hasta que la muerte de Mons. Falcoia le
permitió volver a ocuparse de su congregación. En el capítulo que fue
convocado, san Alfonso fue elegido superior general; el mismo capítulo general
se encargó de redactar las constituciones. Los misioneros así reorganizados
fundaron varias casas en los años siguiente, a pesar de la oposición de las
autoridades españolas. El regalismo estaba a la orden del día, y el
anticlericalismo implacable de Tanucci era una espada que amenazaba
constantemente la vida de la nueva congregación. En 1748, san Alfonso publicó
en Nápoles la primera edición de su «Teología Moral», en forma de comentario a
la obra del P. Busenbaum, teólogo jesuita. La segunda edición, que fue
propiamente la primera de la obra completa, apareció entre los años de 1753 y
1755. El Papa Benedicto XIV la aprobó y el éxito fue enorme, ya que san Alfonso
trazaba con extraordinaria sabiduría el camino intermedio entre el rigorismo
jansenista y el laxismo. Durante la vida del santo se publicaron siete
ediciones más. Los jansenistas habían acabado por introducir en el pueblo la
costumbre de comulgar muy de vez en cuando, con el pretexto de estar mejor
preparados para recibir ese altísimo sacramento, y habían considerado la
devoción a la Santísima Virgen como una superstición. San Alfonso atacó ambos
errores y defendió sobre todo la devoción a Nuestra Señora, con la publicación
de «Las Glorias de María» (1750).
A partir de 1743, fecha de
la muerte de Mons. Falcoia, san Alfonso desplegó una actividad increíble para
guiar a su Congregación a través de los más peligrosos escollos, en el intento
de obtener para ella la autorización regia; ayudaba a las almas, predicaba
misiones en Nápoles y en Sicilia y escribía libros. Lo extraordinario era que
aún encontraba tiempo para pintar y componer himnos y piezas musicales. Un
prelado de Nápoles resumió la opinión popular en las siguientes palabras: «Si
yo fuese Papa, le canonizaría sin hacer ningún proceso». El P. Mazzini
escribía: «Cumplió de un modo perfectísimo el precepto divino de amar a Dios
sobre todas las cosas, con todo su corazón y con todas sus fuerzas. Ello es
patente a todos y parlicularmente a mí, que pasé tantos años con él. El amor de
Dios resplandecía en todos sus actos y palabras: en su manera de hablar de
Dios, en su recogimiento, en la devoción con que oraba ante el Santísimo
Sacramento y en su continuo ejercicio de la presencia divina». San Alfonso era
estricto, pero a la vez tierno y compasivo. Como él mismo había sufrido de
escrúpulos, sabía comprender a quienes los padecían. En el proceso de
beatificación, el P. Cajone afirmó: «A mi modo de ver, su virtud característica
era la pureza de intención. Trabajaba siempre y en todo, por Dios, olvidado de
sí mismo. En cierta ocasión nos dijo: `Por la gracia de Dios, jamás he tenido
que confesarme de haber obrado por pasión. Tal vez sea porque no soy capaz de
ver a fondo en mi conciencia, pero, en todo caso, nunca me he descubierto ese
pecado con claridad suficiente para tener que confesarlo.'» Esto es
verdaderamente extraordinario, si se tiene en cuenta que san Alfonso era un
napolitano de temperamento apasionado y violento, que podía haber sido fácilmente
presa de la ira, del orgullo y de la precipitación.
A los sesenta y cinco años,
san Alfonso fue nombrado por el papa Clemente XIII obispo de Santa Agata dei
Goti, situada entre Benevento y Capua. El mensajero del Nuncio Apostólico se
presentó en Nocera, saludó al santo con el título de Ilustrísimo Señor y le dio
el documento en que se le anunciaba su nombramiento. San Alfonso, después de
haberlo leído, lo devolvió con estas palabras: «Por favor, no volváis a
llamarme Ilustrísimo Señor, porque eso me causaría la muerte». Pero el Papa no
aceptó la renuncia, y el santo fue consagrado en la iglesia de la Minerva de
Roma. Santa Agata era una diócesis pequeña. Tal vez era ésa su única cualidad.
Había en ella 30.000 habitantes, diecisiete casas religiosas y cuatrocientos
sacerdotes, de los que unos cuantos vivían confortablemente de las rentas de
sus beneficios sin practicar los ministerios sacerdotales, y los otros no sólo
eran negligentes, sino que positivamente vivían en el mal. Los fieles no eran
mejores que sus pastores y la situación empeoraba de día en día. El nuevo
obispo se estableció modestamente y organizó una gran misión. Para ello pidió
ayuda a todas las congregaciones religiosas de Nápoles; la única que excluyó,
con gran tacto y prudencia, fue la de los redentoristas. El santo sólo
recomendó dos cosas a los misioneros: la sencillez en el púlpito y la caridad
en el confesonario. Más tarde, dijo a un sacerdote que no seguía sus consejos:
«Vuestro sermón me quitó el sueño toda la noche ... Si lo que queríais era
predicaros a vos y no a Jesucristo, no valía la pena venir desde Nápoles a
Ariola». San Alfonso emprendió también la reforma del seminario y de la manera
negligente de conceder los beneficios eclesiásticos. Algunos sacerdotes
celebraban la misa en menos de quince minutos. San Alfonso los suspendió «ipso
facto», a no ser que se corrigiesen, y escribió un conmovedor tratado sobre ese
punto: «En el altar el sacerdote representa a Jesucristo, como dice san
Cipriano. Pero muchos sacerdotes actuales, al celebrar la misa, parecen más
bien saltimbanquis que se ganan la vida en la plaza pública. Lo más lamentable
es que aun los religiosos, y los religiosos de órdenes reformadas, celebran la
misa con ial prisa y mutilando tanto los ritos, que los mismos paganos
quedarían escandalizados ... Ver celebrar así el Santo Sacrificio es para
perder la fe».
Algún tiempo después, se
descargó sobre la diócesis de Santa Agata una terrible carestía, a la que
siguió una epidemia de peste. San Alfonso había vaticinado esa calamidad desde
hacía dos años, pero sin que nadie hiciese algo por evitarla. Las gentes morían
de hambre por millares. El santo vendió cuanto tenía, desde su coche de mulas
hasta su anillo pastoral, para comprar grano. La Santa Sede le dio permiso de
emplear los fondos de la diócesis, y san Alfonso contrajo deudas a diestra y
siniestra para socorrer a los necesitados. Cuando la chusma pidió que se
condenase a muerte al alcalde de Santa Agata, a quien se acusaba injustamente
de almacenar el grano, san Alfonso hizo frente a la multitud, ofreció su propia
vida a cambio de la del alcalde y, finalmente, consiguió apaciguar al populacho
adelantándole la ración de los dos días siguientes. El santo obispo se mostró
particularmente enérgico en la reforma de la moralidad pública. Trataba siempre
de proceder con bondad al principio, pero, cuando no obtenía promesas serias de
enmienda o las gentes no las cumplían, no vacilaba en recurrir a medidas más
vigorosas y aun en solicitar la ayuda de las autoridades civiles. Naturalmente,
eso le creó numerosos enemigos; más de una vez los personajes de alcurnia y las
gentes contra las que el santo había instruido procesos, le amenazaron con
matarle. Probablemente los tribunales exageraron algún tanto la costumbre de
imponer el destierro a los pecadores públicos y privados que no se enmendaban,
y seguramente que los obispos de las diócesis circundantes no encontraban gran
consuelo en la opinión del obispo de Santa Agata, quien decía: «Cada obispo
está obligado a velar por su propia diócesis. Cuando los que infringen la ley
se vean en desgracia, arrojados de todas partes, sin techo y sin medios de
subsistencia, entrarán en razón y abandonarán su vida de pecado».
En junio de 1767 san Alfonso
sufrió un terrible ataque de reumatismo. La enfermedad se complicó rápidamente,
de suerte que el santo recibió los últimos sacramentos, y la diócesis empezó a
preparar sus funerales. Sin embargo, después de doce meses de enfermedad,
Alfonso salió del peligro, aunque quedó para siempre con el cuello torcido,
como lo muestran varias pinturas. Al principio tenía el cuello tan doblado, que
la presión del mentón le abrió una llaga en el pecho y no podía celebrar la
misa; gracias a la intervención de los cirujanos pudo levantar un tanto la
cabeza, pero aun entonces el santo tenía que sentarse para comulgar. Además de
los ataques lanzados contra su teología moral, san Alfonso tuvo que hacer
frente a los que sostenían que la Congregación de los Redentoristas era
simplemente una continuación de la Compañía de Jesús (que había sido suprimida
en los dominios españoles en 1767). El proceso comenzó en 1770; trece años
después, los tribunales dieron la razón a san Alfonso. Clemente XIV murió el 22
de septiembre de 1774. Al año siguiente san Alfonso pidió a Pío VI que le
permitiese renunciar al gobierno de su sede. Aunque Clemente XIII y Clemente
XIV habían negado al santo ese permiso, Pío VI, teniendo en cuenta los efectos
de la fiebre reumática, se lo concedió finalmente. San Alfonso se retiró
entonces a la casa de los redentoristas en Nocera, con la esperanza de acabar
tranquilamente sus días.
Pero Dios lo dispuso de otro
modo. En 1777 las redentoristas fueron atacados de nuevo; san Alfonso decidió
entonces hacer otro esfuerzo por conseguir la aprobación real de la
congregación, que contaba ya con cuatro casas en los Estados Pontificios,
además de las cuatro casas de Nápoles y Sicilia. Lo que sucedió fue una
verdadera tragedia. De acuerdo con el consejo de Mons. Testa, capellán del rey,
san Alfonso había suprimido las cláusulas referentes a la propiedad en común.
Por su parte, Mons. Testa se había comprometido a presentar al rey el texto
exacto de la solicitud de san Alfonso. Pero Mons. Testa, en vez de cumplir su
palabra, alteró las constituciones en varios puntos vitales y aun suprimió los
votos de religión de los miembros de la congregación. Después de ganar a su
causa a uno de los consejeros de la congregación, el P. Majone, Mons. Testa
presentó el nuevo texto a san Alfonso, pero escrito con letra muy pequeña y con
muchas tachaduras. El santo, que estaba ya muy viejo, sordo y medio ciego,
firmó el documento después de leer las primeras líneas, que conocía de memoria.
Aun el mismo vicario general
de San Alfonso, el P. Andrés Villani, parece haber participado en la
conspiración, probablemente por miedo. El rey aprobó íntegramente el documento,
que por el mismo hecho adquirió fuerza de ley. Cuando se leyeron a los
redentoristas las nuevas constituciones, estalló la tempestad. Los miembros de
la congregación dijeron al santo: «Habéis destruido la congregación que habíais
fundado». San Alfonso dijo al P. Villani: «Jamás imaginé que podríais
traicionarme en esa forma» y se reprochó su propia debilidad y negligencia: «Yo
hubiese debido leer el documento; pero bien sabéis cuán difícil me es leer aun
unas cuantas líneas». Negarse a aceptar las constituciones aprobadas por el rey
equivalía a la supresión de la congregación; aceptarlas, acarreaba forzosamente
una sentencia de supresión por parte de la Santa Sede, que había aprobado las
reglas en su forma original. San Alfonso llamó a todas las puertas para evitar
la catástrofe, pero todo resultó en vano. El santo hubiese querido ir a
consultar al Sumo Pontífice, pero no podía hacerlo, porque los redentoristas de
los Estados Pontificios habían apelado ya al Papa contra las nuevas
constituciones y se habían puesto bajo su protección. Pío VI les prohibió
aceptar las constituciones aprobadas por el rey y suprimió la jurisdicción de
san Alfonso sobre ellos; tomando provisionalmente a los redentoristas de los
Estados Pontificios por los únicos redentoristas legítimos, Pío VI nombró
superior general al padre Francisco de Paula. En 1781, los redentoristas de
Nápoles aceptaron las constituciones, después de lograr que el rey las modificase
ligeramente. Pero la Santa Sede, que juzgó inadmisibles dichas constituciones,
hizo definitiva la supresión de la jurisdicción de san Alfonso, de suerte que
el santo se vio excluido de la congregación que había fundado.
El santo llevó con increíble
paciencia la humillación que le había infligido una autoridad que él amaba y
respetaba tanto y vio la voluntad de Dios en aquella medida de la Santa Sede,
que aparentemente ponía fin a todas las esperanzas que había acariciado. Pero
Dios le reservaba una prueba todavía más dura. Entre los años de 1784 y 1785,
el santo atravesó por un terrible período de «noche oscura del alma», durante
el cual sufrió tentaciones contra todos los artículos de la fe, todas las
virtudes y se vio abrumado por los escrúpulos, vanos temores y alucinaciones
diabólicas. La tortura duró dieciocho meses, con algunos intervalos de luz y
reposo. A ello siguió un período de éxtasis muy frecuentes, en el que las
profecías y milagros sustituyeron a los escrúpulos y tentaciones. El santo
murió apaciblemente en la noche del 31 de julio al 1 de agosto de 1787, dos
meses antes de cumplir noventa y un años. Pío VI, el Pontífice que por error le
había condenado, decretó en 1796 la introducción de la causa de beatificación
de Alfonso María de Ligorio. La beatificación tuvo lugar en 1816 y la
canonización en 1839. San Alfonso fue proclamado Doctor de la Iglesia en 1871.
El santo había predicho que la Congregación de los Redentoristas había de
extenderse y prosperar en los Estados Pontificios y que la reunión con las
casas del reino de Nápoles se efectuaría poco después de su muerte. Sus
profecías se cumplieron. En 1785, San Clemente Hofbauer fundó la primera casa
de la congregación más allá de los Alpes y, en 1793, el gobierno de Nápoles
reconoció las constituciones originales de los redentoristas y la unión se
llevó a cabo.
La primera biografía
importante de san Alfonso fue la que escribió su amigo e hijo espiritual, el P.
Tannoia (3 vols., Nápoles, 1798-1802). En la obra del P. Castle hay una crítica
muy pertinente de la obra del P. Tannoia (vol. II, pp. 904-905). Las biografías
del cardenal Villecourt (1864) y del cardenal Capecelatro (1892) presentan
pocos datos nuevos; en cambio, la biografía que escribió en alemán el P. K.
Dilgskron (1887) se apoyaba en muchos documentos inéditos y corregía los
errores de muchos de los anteriores biógrafos. Sin embargo, la biografía más
completa es la que escribió en francés el P. Berthe (1900). SS Juan Pablo II
escribió la carta apostólica Spiritus Domini en conmemoración, en 1989, del
segundo aniversario de la muerte del santo.
Fuente: «Vidas
de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y
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