San Buenaventura, obispo y doctor de la Iglesia
Fecha: 15 de julio
Fecha en el calendario anterior: 14
de julio
n.: c. 1221 - †: 1274 - país:
Francia
Otras formas del nombre:
Doctor Seráfico
Canonización: C: Sixto IV 14 may 1482
Hagiografía:
«Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Memoria
de la inhumación de san Buenaventura, obispo de Albano, en Italia, y doctor de
la Iglesia, celebérrimo por su doctrina, por la santidad de su vida y por las
preclaras obras que realizó en favor de la Iglesia. Como ministro general rigió
con gran prudencia la Orden de los Hermanos Menores, siendo siempre fiel al
espíritu de san Francisco, y en sus numerosos escritos unió suma erudición y
ardiente piedad. Cuando estaba prestando un gran servicio al II Concilio
Ecuménico de Lyon, mereció pasar a la visión beatífica de Dios.
Patronazgos: patrono de
Lyon, de los teólogos, los niños, los trabajadores, los porteadores y los
fabricantes de jabón.
Refieren a este santo: Beato
Inocencio V
Oración: Dios
todopoderoso, concede a cuantos hoy celebramos la fiesta de tu obispo san
Buenaventura la gracia de aprovechar su admirable doctrina e imitar los
ejemplos de su ardiente caridad. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que
vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos
de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Por lo que se refiere a sus
primeros años, lo único que sabemos acerca de este ilustre hijo de san
Francisco de Asís es que nació en Bagnorea, cerca de Viterbo, en Italia, en
1221, y que sus padres fueron Juan Fidanza y María Ritella. Después de tomar el
hábito en la orden seráfica, estudió en la Universidad de París, bajo la
dirección del maestro inglés Alejandro de Hales. Buenaventura, a quien la
historia debía conocer con el nombre de «Doctor seráfico», enseñó teología y
Sagrada Escritura en la Universidad de París, de 1248 a 1257. A su genio
penetrante unía un juicio muy equilibrado, que le permitía ir al fondo de las
cuestiones y dejar de lado todo lo superfluo para discernir todo lo esencial y
poner al descubierto los sofismas de las opiniones erróneas. Nada tiene, pues,
de extraño que el santo se haya distinguido en la filosofía y teología
escolásticas. Buenaventura ofrecía todos los estudios a la gloria de Dios y a
su propia santificación, sin confundir el fin con los medios y sin dejar que
degenerara su trabajo en disipación y vana curiosidad. No contento con
transformar el estudio en una prolongación de la plegaria, consagraba gran
parte de su tiempo a la oración propiamente dicha, convencido de que ésa era la
clave de la vida espiritual. Porque, como lo enseña san Pablo, sólo el Espíritu
de Dios puede hacernos penetrar sus secretos designios y grabar sus palabras en
nuestros corazones. Tan grande era la pureza e inocencia del santo, que su
maestro, Alejandro de Hales, afirmaba que «parecía que no había pecado en
Adán». El rostro de Buenaventura reflejaba el gozo, fruto de la paz en que su
alma vivía. Como el mismo santo escribió, «el gozo espiritual es la mejor señal
de que la gracia habita en un alma».
El santo no veía en sí más
que faltas e imperfecciones y, por humildad, se abstenía algunas veces de
recibir la comunión, por más que su alma ansiaba unirse al objeto de su amor y
acercarse a la fuente de la gracia. Pero un milagro de Dios permitió a san
Buenaventura superar tales escrúpulos. Las actas de canonización lo narran así:
«Desde hacía varios días no se atrevía a acercarse al banquete celestial. Pero,
cierta vez en que asistía a la misa y meditaba sobre la Pasión del Señor,
nuestro Salvador, para premiar su humildad y su amor, hizo que un ángel tomara
de las manos del sacerdote una parte de la hostia consagrada y la depositara en
su boca». A partir de entonces, Buenaventura comulgó sin ningún escrúpulo y
encontró en la comunión una fuente de gozo y de gracias. San Buenaventura se
preparó a recibir el sacerdocio con severos ayunos y largas horas de oración,
pues su gran humildad le hacía acercarse con temor y temblor a esa altísima
dignidad.
Buenaventura se entregó con
entusiasmo a la tarea de cooperar a la salvación de sus prójimos, como lo
exigía la gracia del sacerdocio. La energía con que predicaba la palabra de
Dios encendía los corazones de sus oyentes; cada una de sus palabras estaba
dictada por un ardiente amor. Durante los años que pasó en París, compuso una
de sus obras más conocidas, el «Comentario sobre las Sentencias de Pedro
Lombardo», que constituye una verdadera suma de teología escolástica. El papa
Sixto IV, refiriéndose a esa obra, dijo que «la manera como se expresa sobre la
teología, indica que el Espíritu Santo hablaba por su boca». Los violentos
ataques de algunos de los profesores de la Universidad de París contra los
franciscanos perturbaron la paz de los años que Buenaventura pasó en esa
ciudad. Tales ataques se debían, en gran parte, a la envidia que provocaban los
éxitos pastorales y académicos de los hijos de san Francisco y a que la santa
vida de los frailes resultaba un reproche constante a la mundana existencia de
otros profesores. El jefe del partido que se oponía a los franciscanos era
Guillermo de Saint Amour, quien atacó violentamente a san Buenaventura en una
obra titulada «Los peligros de los últimos tiempos». Éste tuvo que suspender
sus clases durante algún tiempo y contestó a los ataques con un tratado sobre
la pobreza evangélica, con el título de «Sobre la pobreza de Cristo». El Papa
Alejandro IV nombró a una comisión de cardenales para que examinasen el asunto
en Anagni, con el resultado de que fue quemado públicamente el Iibro de
Guillermo de Saint Amour, fueron devueltas sus cátedras a los hijos de san
Francisco y fue ordenado el silencio a sus enemigos. Un año más tarde, en 1257,
san Buenaventura y santo Tomás de Aquino recibieron juntos el título de
doctores.
San Buenaventura escribió un
tratado «Sobre la vida de perfección», destinado a la beata Isabel, hermana de
san Luis de Francia y a las Clarisas Pobres del convento de Longchamps. Otras
de sus principales obras místicas son el «Soliloquio» y el tratado «Sobre el
triple camino». Es conmovedor el amor que respira cada una de las palabras de
san Buenaventura. Gerson, el erudito y devoto canciller de la Universidad de
París, escribe a propósito de sus obras: «A mi modo de ver, entre todos los
doctores católicos, Eustaquio (porque así podemos traducir el nombre de
Buenaventura) es el que más ilustra la inteligencia y enciende al mismo tiempo
el corazón. En particular, el Breviloquium y el Itinerarium mentis in Deum
están compuestos con tanto arte, fuerza y concisión, que ningún otro escrito
puede aventajarlos». Y en otro libro, comenta: «Me parece que las obras de
Buenaventura son las más aptas para la instrucción de los fieles, por su
solidez, ortodoxia y espíritu de devoción. Buenaventura se guarda cuanto puede de
los vanos adornos y no trata de cuestiones de lógica o física ajenas a la
materia. No existe doctrina más sublime, más divina y más religiosa que la
suya». Estas palabras se aplican sobre todo, a los tratados espirituales que
reproducen sus meditaciones frecuentes sobre las delicias del cielo y sus
esfuerzos por despertar en los cristianos el mismo deseo de la gloria que a él
le animaba. Como dice en su escrito, «Dios, todos los espíritus gloriosos y
toda la familia del Rey Celestial nos esperan y desean que vayamos a reunirnos
con ellos. ¡Es imposible que no se anhele ser admitido en tan dulce compañía!
Pero quien en este valle de lágrimas no haya tratado de vivir con el deseo del
cielo, elevándose constantemente sobre las cosas visibles, tendrá vergüenza al
comparecer a la presencia de la corte celestial». Según el santo, la perfección
cristiana, más que en el heroísmo de la vida religiosa, consiste en hacer bien
las acciones más ordinarias. He aquí sus propias palabras: «La perfección del
cristiano consiste en hacer perfectamente las cosas ordinarias. La fidelidad en
las cosas pequeñas es una virtud heroica». En efecto, tal fidelidad constituye
una constante crucifixión del amor propio, un sacrificio total de la libertad,
del tiempo y de los afectos y, por ello mismo, establece el reino de la gracia
en el alma.
En 1257, Buenaventura fue
elegido superior general de los Frailes Menores. No había cumplido aún los
treinta y seis años y la Orden estaba desgarrada por la división entre los que
predicaban una severidad inflexible y los que pedían que se mitigase la regla
original; naturalmente, entre esos dos extremos, se situaban todas las otras
interpretaciones. Los más rigoristas, a los que se conocía con el nombre de
«los espirituales», habían caído en el error y en la desobediencia, con lo cual
habían dado armas a los enemigos de la orden en la Universidad de París. El
joven superior general escribió una carta a todos los provinciales para
exigirles la perfecta observancia de la regla y la reforma de los relajados,
pero sin caer en los excesos de los espirituales. El primero de los cinco
capítulos generales que presidió san Buenaventura, se reunió en Narbona en
1260. Ahí presentó una serie de declaraciones de las reglas que fueron
adoptadas y ejercieron gran influencia sobre la vida de la Orden, pero no
lograron aplacar a los rigoristas. A instancias de los miembros del capítulo,
san Buenaventura empezó a escribir la vida de san Francisco de Asís. La manera
como llevó a cabo esa tarea, muestra que estaba empapado de las virtudes del
santo sobre el cual escribía. Santo Tomás de Aquino, que fue a visitar un día a
Buenaventura cuando éste se ocupaba de escribir la biografía del «Pobrecito de
Asís», le encontró en su celda sumido en la contemplación. En vez de interrumpirle,
santo Tomás se retiró, diciendo: «Dejemos a un santo trabajar por otro santo».
La vida escrita por san Buenaventura, titulada «La Leyenda Mayor», es una obra
de gran importancia acerca de la vida de san Francisco, aunque el autor
manifiesta en ella cierta tendencia a forzar la verdad histórica para emplearla
como testimonio contra los que pedían la mitigación de la regla. San
Buenaventura gobernó la orden de San Francisco durante diecisiete años y se le
llama, con razón, el segundo fundador.
En 1265, el papa Clemente IV
trató de nombrar a san Buenaventura arzobispo de York, a la muerte de Godofredo
de Ludham, pero el santo consiguió disuadir de ello al Pontífice. Sin embargo,
al año siguiente, el beato Gregorio X le nombró cardenal obispo de Albano, le
ordenó aceptar el cargo por obediencia y le llamó inmediatamente a Roma. Los
legados pontificios le esperaban con el capelo y las otras insignias de su
dignidad; según se cuenta, fueron a su encuentro hasta cerca de Florencia y le
hallaron en el convento franciscano de Mugello, lavando los platos. Como
Buenaventura tenía la manos sucias, rogó a los legados que colgasen el capelo
en la rama de un árbol y que se paseasen un poco por el huerto hasta que
terminase su tarea. Sólo entonces san Buenaventura tomó el capelo y fue a
presentar a los legados los honores debidos.
Gregorio X encomendó a san
Buenaventura la preparación de los temas que se iban a tratar en el Concilio
ecuménico de Lyon, acerca de la unión con los griegos ortodoxos, pues el
emperador Miguel Paleólogo había propuesto la unión a Clemente IV. Los más
distinguidos teólogos de la Iglesia asistieron a dicho Concilio. Como se sabe,
santo Tomás de Aquino murió cuando se dirigía a él. San Buenaventura fue, sin
duda, el personaje más notable de la asamblea. Llegó a Lyon con el Papa, varios
meses antes de la apertura del Concilio. Entre la segunda y la tercera sesión
reunió el capítulo general de su orden y renunció al cargo de superior general.
Cuando llegaron los delegados griegos, el santo inició las conversaciones con
ellos y la unión con Roma se llevó a cabo. En acción de gracias, el Papa cantó
la misa el día de la fiesta de San Pedro y San Pablo. La epístola, el evangelio
y el credo, se cantaron en latín y en griego y san Buenaventura predicó en la
ceremonia. El Seráfico Doctor murió durante las celebraciones, la noche del 14
al 15 de julio. Ello le ahorró la pena de ver a Constantinopla rechazar la
unión por la que tanto había trabajado. Pedro de Tarantaise, el dominico que
ciñó más tarde la tiara pontificia con el nombre de Inocencio V, predicó el
panegírico de san Buenaventura y dijo en él: «Cuantos conocieron a Buenaventura
le respetaron y le amaron. Bastaba simplemente con oírle predicar para sentirse
movido a tomarle por consejero, porque era un hombre afable, cortés, humilde,
cariñoso, compasivo, prudente, casto y adornado de todas las virtudes».
Se cuenta que, como superior
general, fue un día a visitar el convento de Foligno. Cierto frailecillo tenía
muchas ganas de hablar con él, pero era demasiado humilde y tímido para
atreverse. Pero, en cuanto partió san Buenaventura, el frailecillo cayó en la
cuenta de la oportunidad que había perdido y echó a correr tras él y le rogó
que le escuchase un instante. El santo accedió inmediatamente y tuvo una larga
conversación con él, a la vera del camino. Cuando el frailecillo partió de
vuelta al convento, lleno de consuelo, san Buenaventura observó ciertas
muestras de impaciencia entre los miembros de su comitiva y les dijo sonriendo:
«Hermanos míos, perdonadme, pero tenía que cumplir con mi deber, porque soy a
la vez superior y siervo y ese frailecillo es, a la vez, mi hermano y mi amo.
La regla nos dice: `Los superiores deben recibir a los hermanos con caridad y
bondad y portarse con ellos como si fuesen sus siervos, porque los superiores,
son, en verdad, los siervos de todos los hermanos'. Así pues, como superior y
siervo, estaba yo obligado a ponerme a la disposición de ese frailecillo, que
es mi amo, y a tratar de ayudarle lo mejor posible en sus necesidades». Tal era
el espíritu con que el santo gobernaba su orden. Cuando se le había confiado el
cargo de superior general, pronunció estas palabras: «Conozco perfectamente mi
incapacidad, pero también sé cuán duro es dar coces contra el aguijón. Así
pues, a pesar de mi poca inteligencia, de mi falta de experiencia en los
negocios y de la repugnancia que siento por el cargo, no quiero seguir opuesto
al deseo de mi familia religiosa y a la orden del Sumo Pontífice, porque temo
oponerme con ello a la voluntad de Dios. Por consiguiente, tomaré sobre mis
débiles hombros esa carga pesada, demasiado pesada para mí. Confío en que el
cielo me ayudará y cuento con la ayuda que todos vosotros podéis prestarme».
Estas dos citas revelan la sencillez, la humildad y la caridad que
caracterizaban a san Buenaventura. Y, aunque no hubiese pertenecido a la orden
seráfica, habría merecido el título de «Doctor Seráfico» por las virtudes
angélicas que realzaban su saber. Fue canonizado en 1482 y declarado Doctor de
la Iglesia en 1588.
No existe ninguna biografía
propiamente dicha que date de la época del santo, pero en las crónicas de la
Orden Franciscana y en otras fuentes antiguas se encuentran numerosos datos
sobre él. En la monumental edición Quaracchi de las obras del Doctor Seráfico
se han reunido los datos más importantes, tomados, por ejemplo, de Salimbene,
Bernardo de Besse, Angelo Clareno, la Crónica de los XXIV Generales, etc. (vol.
X). El texto del proceso de canonización que se llevó a cabo en Lyon en 1479-1480,
se halla en Miscellanea Francescana di storia, di lettere, di arti, vols. XVII
y XVIII (1916 y 1917); pero dicho documento sólo trata prácticamente de los
milagros. La canonización, como se sabe, tuvo lugar en 1482, en tiempos de
Sixto IV. Entre las numerosas biografías modernas, la más exacta parece ser la
de L. Lemmens en la versión italiana publicada en Milán en 1921. Para esa
versión el autor revisó el texto original que había publicado en alemán en
1909, y lo modificó mucho, siguiendo el consejo de los críticos,
particularmente de los del Archivum Franciscanum Historicum (vol. III, pp.
344-348). La biografía italiana de D. M. Sparacio (1921) exagera un poco el
punto de vista de los franciscanos conventuales y adolece de cierto espíritu
polémico. La biografía francesa de Leonardo de Carvalho e Castro (1923), aunque
admirablemente presentada, minimiza la actividad de san Buenaventura en París y
su oposición a los maestros de la orden de Santo Domingo. El Breviloquium de
San Buenaventura, constituye un comiso resumen de sus teorías.
En el Oficio de lecturas se
utilizan algunos fragmentos de san Buenaventura a lo largo del año: del prólogo
al Breviloquio, del Opúsculo sobre el itinerario de la mente hacia Dios, de El
árbol de la vida.
Dentro de las Catequesis que
SS Benedicto XVI dedicó a los Padres, Doctores y grandes teólogos de la
Iglesia, tres del año 2010 las centró en san Buenaventura, que introdujo con
estas palabras: «Os confieso que, al proponeros este tema, siento cierta
nostalgia, porque pienso en los trabajos de investigación que, como joven
estudioso, realicé precisamente sobre este autor, especialmente importante para
mí. Su conocimiento incidió notablemente en mi formación.» Son las del 3 de
marzo, 10 de marzo y 17 de marzo.
Algunas obras pueden ser
leídas en línea, y también puede accederse en El Testigo Fiel a la bellísima
oración de san Buenaventura «Traspasa, dulcísimo Señor Jesús...» (en castellano
y en el original latino), que tantas veces la Iglesia ha recomendado para
meditar en la Eucaristía.
Cuadros:
-Bartolomé Esteban Murillo:
Buenaventura (a la izq.) y Leandro de Sevilla, 1665/1666, Museo de Bellas
Artes, Sevilla.
-Francisco de Zurbarán:
Velatorio de san Buenaventura, 1629, Musée du Louvre, París.
Estas
biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una
fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia
completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor,
al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel)
y el siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_2386